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7 BUENOS AIRES. 1950

Los Von Bader vivían en la zona residencial del Barrio Norte, el barrio de la gente adinerada. La calle Florida, el centro comercial del Barrio Norte, parecía pensado para que la gente con dinero no tuviera que alejarse mucho para gastar. La casa, sita en la calle Arenales, era del mejor estilo francés del siglo xviii. Más que una casa, parecía un gran hotel. La fachada tenía columnas jónicas y grandes ventanales. Hasta los aparatos de aire acondicionado tenían un diseño elegante, coherente con el estilo borbónico del entorno urbano. La apariencia formal del interior no era menos francesa, con techos altos y pilastras, chimeneas de mármol, espejos de oro, multitud de muebles dieciochescos y obras de arte caras.

Los Von Bader y su perrito nos recibieron al coronel y a mí en los asientos de un sofá rojo muy mullido. Ella estaba sentada en un extremo del sofá y él en el extremo opuesto. Vestían sus mejores galas, pero de un modo que me hizo pensar que podrían ponerse el mismo atuendo para las labores de jardinería, en el supuesto de que supieran dónde se guardaban las tijeras de podar y las palas. Al verlos en aquella pose, me dieron ganas de sujetar la barbilla de la baronesa e inclinarle la cabeza ligeramente hacia su marido para coger mis pinceles e iniciar su retrato. Era escultural y hermosa, con buen cutis y unos dientes perfectos y el pelo como hilo de oro y un cuello como el de la hermana más alta de la reina Nefertiti. Él era simplemente delgado con gafas pero, al contrario que yo, el perro lo prefería a él. La mujer tenía un pañuelo en la mano, como si hubiera estado llorando. La actitud que habría adoptado cualquier madre angustiada, supongo. El marido fumaba un cigarrillo y tenía pinta de haber ganado dinero. Dinero a raudales.

El coronel Montalbán me los presentó. Todos hablamos en alemán como si la reunión se celebrase en alguna hermosa villa de Dahlem. Musité varios sonidos de cortesía. Fabienne había desaparecido en algún lugar situado entre Arenales y el cementerio de Recoleta, a menos de ochocientos metros de distancia. A menudo iba sola al cementerio para dejar flores en los escalones del panteón familiar de los Von Bader. Era allí donde guardaban los cuerpos, pero no su dinero. Al parecer, Fabienne estaba muy unida a su abuelo, que se encontraba allí enterrado. Me dieron varias fotografías. Fabienne se parecía a cualquier otra chica de catorce años, rubia, hermosa y rica. En una de las fotografías estaba montada en un pony blanco. Un gaucho sostenía la brida del pony y detrás de este trío bucólico había un rancho con un telón de fondo de eucaliptos.

—Es nuestra segunda residencia para los fines de semana —explicó el barón—. En Pilar. Al norte de Buenos Aires.

—Bonita casa —dije, preguntándome adónde irían cuando quisieran disfrutar de unas vacaciones apropiadas para las exigencias de los más ricos.

—Sí. A Fabienne le encanta —dijo la madre.

—Supongo que ya la habrán buscado allí y en todas las viviendas de su propiedad.

—Sí —dijo el barón—, por supuesto. —Exhaló un suspiro que expresaba algo intermedio entre paciencia y angustia—. Sólo tenemos esa segunda residencia, Herr Gunther. No hay más casas de nuestra propiedad en Argentina. —Hizo un gesto negativo con la cabeza y dio una calada al cigarrillo—. Se creen que soy una especie de judío apestoso y plutocrático. ¿Verdad, coronel?

—No hay muchos moishes en esta zona de Buenos Aires —dijo Montalbán.

El rostro de la esposa de Von Bader se crispó. Parecía que no le había gustado aquel comentario, otro de los motivos por los que me cayó mejor que su esposo. Cruzó las largas piernas y apartó la mirada por un instante. También me gustaban sus piernas.

—Es impropio de ella —dijo. Se sonó finamente con el pañuelo, se lo guardó en la manga del bolsillo y sonrió con valentía. La admiré por ello—. Nunca había hecho nada así.

—¿Y sus amigas? —pregunté.

—Fabienne no es como la mayoría de las chicas de su edad, Herr Gunther —dijo Von Bader—. Es más madura, mucho más sofisticada. Dudo que les haya hecho confidencias.

—Como es natural, las hemos interrogado —añadió el coronel—. No creo que nos sirva de nada volverlas a interrogar. No nos dijeron nada útil.

—¿Conocía a la otra chica? —pregunté—. ¿A Grete Wohlauf?

—No —dijo Von Bader.

—Me gustaría ver su habitación, si fuera posible. —Al decir esto, miré a la baronesa. Era más agradable a la vista que su esposo. También más agradable al oído.

—Por supuesto —respondió la baronesa. Luego miró a su marido—. ¿Te importa enseñarles la habitación de Fabienne, querido? Me afecta mucho entrar allí por ahora.

Von Bader me guió hasta el ascensor de madera, inserto en un hueco de hierro forjado y rodeado por una escalinata curva de mármol muy empinada. No es muy común encontrar un ascensor en una vivienda unifamiliar y, al ver mis cejas elocuentemente arqueadas, el barón se sintió obligado a darme una explicación.

—Durante los últimos años de su vida, mi madre iba en silla de ruedas —dijo, como si la construcción de un ascensor fuese una solución accesible para cualquiera que tuviese un pariente anciano a su cargo.

Entramos los dos en el ascensor, junto con el perro. La proximidad me permitió oler la colonia en el rostro de Von Bader y la brillantina en el pelo canoso, pero él rehuía en todo momento mi mirada. Cada vez que hablaba conmigo, miraba hacia otra parte. Tuve la impresión de que le preocupaba la suerte de su hija, pero, al mismo tiempo, la experiencia de otros casos de desapariciones me permitía distinguir cuándo no me decían toda la verdad.

—Montalbán dice que en Berlín, antes de la guerra, usted era un importante detective del Kripo, además de ejercer en la privada.

Se refirió a mi actividad de detective privado como si fuese un dentista de prestigio. A fin de cuentas, mi profesión tenía bastantes similitudes con la odontología. A veces sonsacar a un cliente todo lo relevante era como extraerle una muela.

—Tuve mis momentos de Arquímedes —repliqué—. En el Kripo y por cuenta propia.

—¿Arquímedes?

—Eureka. Lo encontré. —Me encogí de hombros—. Actualmente me parezco más a un viajante.

—¿Y qué vende, en concreto?

—Nada. Nada en absoluto. Ni siquiera ahora. Haré todo lo posible por encontrar a su hija, señor, pero no puedo hacer milagros. Generalmente logro mejores frutos cuando la gente confía en mí lo suficiente para aportarme todos los datos.

Von Bader se sonrojó un poco. Tal vez fue porque forcejeaba para abrir la puerta del ascensor. O quizá no, pero seguía sin mirarme a la cara.

—¿Qué le hace pensar que no se los hemos dado? —preguntó.

—Será una corazonada —respondí.

Asintió como si sopesase alguna clase de oferta, lo cual era extraño, dado que no le había ofrecido nada.

Al salir del ascensor aparecimos en un pasillo de moqueta gruesa. Al fondo del pasillo el barón abrió una puerta y me hizo pasar al dormitorio de una niña pulcra y ordenada. El papel pintado era de rosas rojas. La cama tenía una decoración de florecillas en el marco de hierro esmaltado. Sobre la cama había varios abanicos chinos en un marco. Había una jaula oriental grande y vacía sobre una mesa alta. En una mesa más baja había un tablero de ajedrez con las fichas dispuestas en una partida inacabada. Eché un vistazo a las fichas. Tanto si jugaba con las blancas como con las negras, era una chica inteligente. Había libros y ositos de peluche en una cómoda. Abrí uno de los cajones.

—¿Le importa? —pregunté.

—Adelante. Cumpla con su trabajo.

—Bueno, no pretendo husmear la ropa interior. —Esperaba sonsacarle algo a él. Al fin y al cabo, no negó que ocultase algo. Le di la vuelta a unos calcetines y miré debajo.

—¿Qué busca exactamente?

—Algún diario. Algún libro de referencia. Cartas. Algún dinero del que usted no tuviera constancia. Una fotografía de alguien que usted no reconozca. No sé qué busco exactamente, pero si lo veo lo sabré. —Cerré el cajón—. ¿O hay algo que quiera contarme ahora que no está aquí el coronel Montalbán?

El barón cogió un osito de peluche y se lo acercó a la nariz, como un sabueso que intentase captar algún aroma.

—Es curioso —dijo—. El olor que dejan los niños en sus juguetes. Los evoca tanto... Es algo muy proustiano, verdaderamente.

Asentí. Me sonaba mucho Proust. Algún día tendría que buscar alguna disculpa para no leerlo.

—Sé lo que piensa Montalbán —dijo el barón—. Presupone que Fabienne ha muerto. —Von Bader negó con la cabeza—. Pero yo no lo creo.

—¿Qué le hace pensar que no, barón?

—Será una corazonada, supongo. Una intuición. Si hubiera muerto, estoy bastante seguro de que habríamos tenido noticias. Alguien la habría encontrado. De eso estoy seguro. —Volvió a hacer un gesto negativo con la cabeza—. Dado que usted fue un famoso detective de la policía de homicidios en Berlín, supongo que Montalbán le habrá pedido que colabore en este caso partiendo de la premisa de que mi hija ha muerto. Pues bien, yo le pido que parta de la premisa contraria. Que suponga que quizá alguien, alguien alemán, sí, supongo, la tiene escondida. O la retiene contra su voluntad.

—¿Por qué habría querido alguien hacer algo así? —pregunté mientras abría otro cajón—. ¿Tiene enemigos, Herr Baron?

—Soy banquero, Herr Hausner. Y bastante importante, da la casualidad. Quizá le sorprenda, pero los banqueros nos creamos enemigos, sí. El dinero o la obtención de dinero siempre crea enemigos. Por un lado está eso. Y por otro, hay que tener en cuenta lo que hice durante la guerra. Trabajé para el Abwehr, el Servicio Alemán de Inteligencia Militar. Un grupo de banqueros germano-argentinos y yo contribuimos a financiar la campaña bélica desde este lado del Atlántico. Financiamos a numerosos agentes alemanes en Estados Unidos. Sin éxito, lamento decir. Varios de nuestros agentes más destacados fueron capturados por el FBI y ejecutados. Alguien los traicionó, pero no sé con seguridad quién fue.

—¿Es posible que alguien le culpe de esa traición?

—No creo. Yo no tenía ninguna implicación operativa, sólo era inversor. —Von Bader ahora me miraba a los ojos—. No sé hasta qué punto todo esto es relevante para la desaparición de mi hija, Herr Hausner, pero éramos cinco. Los banqueros que financiamos a los nazis en Argentina. Ludwig Freude, Richard Staudt, Heinrich Dorge, Richard Von Leute y yo. Menciono todo esto porque a finales del año pasado el doctor Dorge apareció muerto en una calle de Buenos Aires. Lo asesinaron. Heinrich fue asesor del doctor Hjalmar Schacht. Supongo que sabe a quién me refiero.

—Sí —dije. Schacht había sido ministro de Economía y luego presidente del Reichsbank. En 1946 fue juzgado por crímenes de guerra en Nuremberg y salió absuelto.

—Le cuento todo esto para que sepa dos cosas en concreto. Una es que es perfectamente posible que mi vida anterior me esté pasando factura de un modo incomprensible. No he recibido ninguna amenaza. Nada en absoluto. La otra es que soy muy rico, Herr Hausner. Y quiero que me tome en serio cuando le digo que, si encuentra a mi hija viva, y consigue traerla a casa sana y salva, le recompensaré con dos millones de pesos, pagaderos en la moneda y en el país que elija. Son unos cincuenta mil dólares, Herr Hausner.

—Es mucho dinero, Herr Baron.

—La vida de mi hija vale por lo menos eso para mí. Vale más. Mucho más. De eso me encargo yo. Usted debe encargarse de conseguir esos dos millones de pesos.

Asentí pensativo. Supongo que di la impresión de estar sopesando las cosas. Ése es mi gran problema: funciono con monedas. Empiezo a pensar cuando me ofrecen dinero. Empiezo a pensar mucho cuando me ofrecen mucho dinero.

—¿Tiene hijos, Herr Hausner?

—No, señor.

—Si los tuviera, sabría que el dinero no vale nada en comparación con la vida de un ser querido.

—Me siento obligado a tomarle la palabra, señor.

—No está obligado a tomarme la palabra. Mis abogados redactarán una carta de acuerdo donde se estipulará la recompensa.

No me refería a eso, pero no le contradije. En cambio, eché un último vistazo a la habitación.

—¿Qué pasó con el pájaro de la jaula?

—¿El pájaro?

—El de la jaula. —Señalé la jaula del tamaño de una pagoda en la mesa alta.

Von Bader miró la jaula como si no la hubiera visto nunca.

—Ah, ya. Murió.

—¿La niña se disgustó por ello?

—Sí, claro que sí, pero no creo que su desaparición tenga nada que ver con un pájaro.

—Le sorprendería lo que puede disgustar a una chica de catorce años.

—Mire, Herr Hausner —dijo con un gesto de contrariedad—, yo tengo una hija de catorce años. Usted no. Por lo tanto, y con el debido respeto, creo que puedo decir honestamente que sé más que usted sobre las chicas de catorce años.

—¿Lo enterró en el jardín?

—No lo sé, la verdad.

—A lo mejor lo sabe su esposa.

—Más vale que no le pregunte por ello. Ya bastante tiene. Mi esposa se siente culpable por la muerte del pájaro. Y ya está buscando motivos para culparse por la desaparición de la niña. Cualquier insinuación de que estos dos sucesos guardan relación entre sí sólo contribuirá a aumentar el sentimiento de culpabilidad que tiene por la desaparición de Fabienne. Supongo que comprenderá.

Puede que fuera cierto. O puede que no. No obstante, por respeto a los dos millones de pesos, estaba dispuesto a olvidarme del pájaro. A veces hay que dejar que vuele el pájaro para tener el dinero en mano. En eso consiste la política.

Volvimos al salón, donde la baronesa volvió a llorar. He estudiado atentamente el llanto de las mujeres. Es algo propio de mi oficio, como la porra y las esposas. En el frente oriental en 1941 vi a algunas mujeres que habrían ganado la medalla de oro de llanto olímpico. Sherlock Holmes examinaba la ceniza del cigarro y escribió una monografía sobre el tema. Yo era experto en llantos. Sabía que cuando una mujer llora no conviene acercarla mucho al hombro. Puede costarnos una camisa limpia. Sin embargo, las lágrimas son sagradas, y es muy arriesgado quebrantar su inviolabilidad. Así que la dejamos en paz.

Al salir de la casa de los Von Bader convencí al coronel de que fuésemos al cementerio de Recoleta. Al fin y al cabo, estábamos muy cerca, y quería ver el sitio que visitó Fabienne cuando desapareció.

Al igual que los vieneses, los porteños ricos se toman la muerte muy en serio. Lo suficiente para gastar dinero a espuertas en tumbas y mausoleos prohibitivos. Sin embargo, de todos los cementerios que había visitado en mi vida, Recoleta era el único donde no había tumbas. Atravesamos una entrada de estilo griego y accedimos a una pequeña ciudad de mármol. Muchos mausoleos tenían un diseño clásico y parecían casi habitables. Al recorrer las calles de piedra paralelas uno tenía la sensación de estar visitando una ciudad romana antigua, deshabitada por alguna catástrofe natural. Al contemplar el cielo azul brillante, casi esperaba ver el cráter humeante de un volcán. Era difícil imaginar a una chica de catorce años visitando aquel lugar inhóspito. Las pocas personas vivas que vimos eran de edad avanzada, con el pelo cano. Supongo que pensaron lo mismo del coronel y de mí.

Volvimos al coche y nos dirigimos a la Casa Rosada. Yo llevaba tiempo sin conducir, aunque nadie se habría dado cuenta. Sólo había visto peores conductores que los porteños en Ben-Hur. Ramón Novarro y Francis X. Bushman se habrían sentido a sus anchas en las calles de Buenos Aires.

—Qué práctico para el presidente tener la sede de la policía secreta en la Casa Rosada —comenté, al ver de nuevo el inconfundible edificio rosa.

—Tiene algunas ventajas. Casualmente, ya ha conocido al jefe. El hombre joven del traje de rayas que estaba con nosotros cuando conoció a Perón, ¿se acuerda? Es él, Rodolfo Freude. Nunca se aleja mucho del presidente.

—¿Freude? Von Bader mencionó a un banquero llamado Ludwig Freude. ¿Son parientes?

—Es el padre de Rodolfo.

—¿Por eso consiguió ese puesto?

—Es una larga historia, pero sí, en efecto.

—¿Estaba también en el Abwehr?

—¿Quién? ¿Rodolfo? No, pero el número dos de Rodolfo, sí. Werner Koennecke. Werner está casado con la hermana de Rodolfo, Lily.

—Qué íntimo parece todo.

—Buenos Aires es así. Es como el cementerio de Recoleta. Hay que conocer a alguien para entrar.

—¿Y a quién conoce usted, coronel?

—Rodolfo conoce a gente importante, es cierto. Pero yo conozco a gente muy importante. Conozco a una italiana que es la mejor puta de la ciudad. Conozco a un chef que hace la mejor pasta de Sudamérica. Y conozco a un hombre que puede matar y fingir que es un suicidio, sin que nadie sospeche nada. Ésas son las cosas importantes que conviene saber en nuestra extraña profesión, Herr Hausner. ¿Está de acuerdo?

—No suelo despertarme con la sensación de que necesito encargar un asesinato, coronel. Si fuera así, probablemente me ocuparía personalmente, pero supongo que en eso soy un poco raro. Además, soy demasiado viejo para que me impresionen esas cosas. Salvo lo de la italiana. Siempre me han gustado las italianas. Y eso que no he estado nunca en Italia.

Una llama misteriosa

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