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Оглавление2 BUENOS AIRES. 1950
Buenos Aires se parecía a cualquier capital europea anterior a la guerra, y olía igual. En medio del bullicio urbano, bajé la ventanilla y respiré con euforia los gases de los coches, el humo de cigarrillo, el olor a café, a colonia cara, a carne guisada, a fruta fresca, a flores y a dinero. Era como regresar a la tierra después de un viaje por el espacio. Daba la sensación de estar a un millón de kilómetros de Alemania, con su racionamiento, los destrozos de la guerra, el sentimiento de culpa y los tribunales aliados. En Buenos Aires había mucho tráfico porque abundaba el petróleo. La gente, despreocupada, se alimentaba y vestía bien porque las tiendas estaban repletas de ropa y comida. Lejos de ser un lugar atrasado, Buenos Aires era casi una retorno a la belle époque. Casi.
El piso franco estaba en el número 1429 de la calle Monasterio, en el distrito de la Florida. Fuldner decía que la Florida era la zona más elegante de Buenos Aires, aunque en el interior de aquel piso no se notaba. El exterior estaba protegido por un caparazón de pinos enormes y probablemente era un lugar seguro, porque desde la calle ni siquiera se veía. En el interior sí se veía, pero casi era preferible no verlo. La cocina era rústica, los ventiladores del techo estaban oxidados. El papel pintado era amarillo en todas las habitaciones, aunque no por diseño, y el mobiliario intentaba reintegrarse en la naturaleza, o eso parecía. Aquel piso venenoso medio en ruinas, vagamente fúngico, debió conservarse en un frasco de formol.
Me enseñaron un dormitorio con un postigo roto, una alfombra raída y una cama de latón cuyo colchón era tan fino como una rodaja de pan de centeno, y más o menos igual de cómodo. A través de la ventana mugrienta, llena de telarañas, vi un jardín cubierto de jazmín, helechos y enredaderas. Había una fuente pequeña que no funcionaba desde hacía tiempo: una gata había parido varios gatitos en su interior, justo debajo de un canalón de cobre tan verde como sus ojos. Pero no todo eran malas noticias. Al menos disponía de una habitación sólo para mí. El baño en sí estaba repleto de libros antiguos, lo que no impedía que me bañase. Me encanta leer en el baño.
Ya había otro alemán alojado en el piso. Tenía la cara roja y abotargada, con ojeras abolsadas como un coy de cocinero naval. El pelo era de color paja y no menos desaliñado que ésta. Su cuerpo era delgado, con cicatrices que semejaban orificios de bala. No era difícil verlas, porque llevaba una reliquia de bata maloliente con un hombro al descubierto, a semejanza de una toga. En las piernas tenía unas varices enormes como lagartos fosilizados. Parecía un tipo estoico que acaso dormía en un barril, a juzgar por la botella de licor en el bolsillo de la bata y el monóculo en el ojo, que le confería un toque distinguido y elegante.
Fuldner lo presentó como Fernando Eifler, pero supuse que no era su nombre verdadero. Los tres sonreímos con cortesía pero nos invadió una misma idea: que si permanecíamos el tiempo suficiente en el piso franco, acabaríamos como Fernando Eifler.
—Hola, amigos, ¿no tendrán un cigarrillo? —preguntó Eifler—. Creo que se me han acabado.
Kuhlmann le dio uno y le ayudó a encenderlo. Entretanto, Fuldner se disculpaba por la miseria del lugar, recalcando que sólo era para unos días y que, si Eifler seguía ahí, era porque había rechazado todos los empleos que le ofreció la DAIE, la organización que nos había traído a Argentina. Lo dijo con bastante naturalidad, pero nuestro nuevo compañero de piso se irritó visiblemente.
—No he recorrido medio mundo para trabajar —dijo Eifler con acritud—. ¿Por quién me toman? Soy un oficial alemán y un caballero, no un empleado de banco de pacotilla. La verdad, Fuldner, no sé cómo pretenden semejante cosa. Cuando estábamos en Génova, nadie nos dijo que tendríamos que trabajar para ganarnos la vida. Desde luego, yo no habría venido, si hubiera sabido que pretendían que me ganase el pan. Ya es bastante fastidioso tener que abandonar la casa familiar en Alemania para encima aceptar la humillación de estar bajo las órdenes de un jefe.
—¿Prefería caer en manos de los aliados, Herr Eifler? —preguntó Eichmann.
—La soga americana o el ronzal argentino —dijo Eifler—. No es mucha elección para un hombre con una trayectoria como la mía. Francamente, preferiría que me hubieran matado los Popov antes que sentarme todos los días a las nueve de la mañana delante de una mesa de oficinista. Es poco civilizado. —Sonrió fríamente a Kuhlmann—. Gracias por el cigarrillo. Por cierto, bienvenidos a Argentina. Y ahora, si me disculpan, caballeros. —Con una fría reverencia entró renqueante en su habitación y cerró la puerta.
—A unos les cuesta más que a otros adaptarse —dijo Fuldner, encogiéndose de hombros—. Sobre todo a los aristócratas como Eifler.
—Debía haberlo imaginado —dijo Eichmann con desdén.
—Lo dejo aquí con Herr Geller para que se acomoden —dijo Fuldner a Eichmann. Luego se dirigió a mí y añadió—: Herr Hausner, tiene una cita esta mañana.
—¿Yo?
—Sí. Vamos a la comisaría de policía en Moreno —dijo—. Al Registro de Extranjeros. Todos los recién llegados tienen que presentarse para obtener una cédula de identidad. Le aseguro que es un mero trámite rutinario, Herr Doctor Hausner. Fotografías y huellas, ese tipo de cosas. La necesitan todos para trabajar, por supuesto, pero para guardar las apariencias es mejor que no vayan todos a la vez.
Al salir del piso franco, Fuldner confesó que, aunque era cierto que todos necesitábamos una cédula de la comisaría local, no era ahí adonde íbamos en ese momento.
—Comprenda que tenía que decir algo —dijo—. No podía mencionar adónde vamos sin herir los sentimientos de ellos dos.
—No, sería terrible —dije mientras subía al coche.
—Y, por favor, cuando volvamos, por el amor de Dios, no les diga dónde hemos estado. Gracias a Eifler, ya hay bastante resentimiento en esa casa para que usted ponga la guinda.
—Claro. Guardaré el secreto.
—Tómeselo de guasa, si quiere —dijo mientras encendía el motor y arrancaba el coche—, pero yo soy el que se va a reír cuando descubra adónde vamos.
—No me diga que ya me van a deportar.
—No, de eso nada. Vamos a ver al presidente.
—¿Juan Perón quiere verme?
Fuldner se rió tal como había anunciado. Supongo que puse cara de idiota.
—¿Pero qué he hecho yo? ¿He ganado algún premio importante? ¿Soy el forastero más prometedor que acaba de llegar a este país?
—Aunque no lo crea, a Perón le gusta recibir personalmente a muchos oficiales alemanes que llegan a Argentina. Siente predilección por Alemania y los alemanes.
—No se puede decir eso de todo el mundo.
—Al fin y al cabo es militar.
—Supongo que por eso lo nombraron general.
—Sobre todo le gusta recibir a los médicos. El abuelo de Perón era médico. Él también quería ser médico, pero acabó en la Academia Militar Nacional.
—Es fácil caer en ese error —dije—. Matar a gente en lugar de curarla. —Y vertiendo un par de cubitos de hielo en mi voz, añadí—: No crea que no me honra la deferencia del presidente, Carlos. Pero la verdad es que hace muchos años que no cojo un estetoscopio. Espero que no me pida un remedio para el cáncer o que le ponga al día de la última revista médica alemana. Al fin y al cabo, me he pasado los últimos cinco años escondido en la carbonera.
—Relájese —dijo Fuldner—. No es usted el primer médico nazi que presento al presidente. Y no crea que será el último. El hecho de que sea médico sólo indica que es un hombre culto, un caballero.
—Si la ocasión lo requiere, puedo pasar por un caballero —dije. Me abotoné el cuello de la camisa, me estiré la corbata y miré la hora—. ¿Siempre recibe a las visitas con el desayuno y el periódico?
—Perón suele estar en el despacho antes de las siete —dijo Fuldner—. Allí. La Casa Rosada. —Señaló el edificio de color rosa que se alzaba al otro lado de una plaza bordeada de palmeras y estatuas. Parecía el palacio de un marajá indio que había visto en una revista.
—Rosa —dije—. Mi color favorito para un edificio gubernamental. ¿Quién sabe? Es posible que Hitler siguiera en el poder si hubiera mandado pintar la Cancillería del Reich de un color más bonito que el gris.
—Este rosa tiene su historia —dijo Fuldner.
—No me la cuente. Me relajará pensar en Perón como un presidente que prefiere el rosa. Créame, Carlos, me tranquiliza mucho.
—Eso me recuerda una cosa que dijo antes. Cuando insinuó que era rojo, lo decía en broma, ¿no?
—He estado casi dos años en un campo de prisioneros soviético, Carlos. ¿Usted qué cree?
Bordeó el edificio hasta una entrada lateral, donde mostró un pase de seguridad a un guardia, y continuó hasta un patio central. Había dos granaderos apostados ante una escalera de mármol ornamentada. Con sombreros altos y sable en mano, parecían una ilustración de un cuento infantil tradicional. Observé la galería superior de estilo logia que dominaba el patio, con la sensación de que aparecería en cualquier momento el Zorro para darnos una lección de esgrima. En cambio, vislumbré a una rubia menuda que nos miraba con interés. Llevaba más diamantes de lo que parecía decente a la hora del desayuno y un complejo tocado en forma de hogaza. Pensé en pedir prestado un sable para cortarme una rebanada si me entraba hambre.
—Es ella —dijo Fuldner—. Evita. La esposa del presidente.
—Algo me decía que no era la señora de la limpieza. Con todo el dineral que llevaba encima, parecía improbable.
Subimos la escalinata y entramos en un vestíbulo suntuosamente amueblado por donde pululaban varias mujeres. A pesar de que el gobierno de Perón era una dictadura militar, allí nadie iba uniformado. Cuando comenté este hecho, Fuldner me dijo que a Perón no le gustaban los uniformes; prefería cierto grado de informalidad, cosa un tanto chocante para algunos. También habría podido mencionar que las mujeres presentes en el vestíbulo eran muy bellas y que seguramente Perón las prefería a las feas, en cuyo caso era un dictador con el que me identificaba. El tipo de dictador que habría sido yo si un sentido sumamente desarrollado de la justicia social y la democracia no hubiese obstaculizado mi propio deseo de poder y autocracia.
A pesar de lo que me había dicho Fuldner, parecía que el presidente no estaba todavía en su despacho. Y mientras aguardábamos su anhelada aparición, una de las secretarias nos sirvió café en una bandejita de plata. Luego fumamos. Las secretarias fumaban también. Todo el mundo fumaba en Buenos Aires. Al parecer, hasta los gatos y perros consumían veinte cigarrillos diarios. Después oí un ruido como de cortacésped al otro lado de los ventanales. Dejé la taza y fui a echar un vistazo. Justo en ese instante un hombre alto bajaba de un escúter. Era el presidente, aunque nadie lo diría al ver su modesto medio de transporte o su atuendo informal. Comparé a Perón con Hitler e intenté imaginar al Führer vestido con ropa de golf y montado en una Vespa de color verde lima por la Wilhelmstrasse.
El presidente aparcó el escúter y subió las escaleras de dos en dos, pisando los escalones de mármol con sus zapatos de cuero ingleses y un ruido como de golpes en el costal de un gimnasio. Por su pinta parecía un jugador de golf, con la gorra, el bronceado, el cárdigan de cremallera, los bombachos marrones y los calcetines gruesos de lana, pero tenía porte y complexión de boxeador. Con una estatura que no llegaba al metro ochenta, pelo oscuro peinado hacia atrás y una nariz más romana que el Coliseo, me recordaba a Primo Carnera, el peso pesado italiano. Tendrían también la misma edad, aproximadamente. Supuse que Perón rondaba los cincuenta y pocos. El pelo oscuro parecía lustrado y abrillantado a diario cuando los granaderos se limpiaban las botas de montar.
Una de las secretarias le entregó unos papeles mientras otra le abría las puertas dobles de su despacho, cuyo aspecto interior era autocrático en un sentido más convencional. Había multitud de bronces ecuestres, revestimiento de roble en las paredes, retratos todavía húmedos, lujosas alfombras y columnas corintias. Nos indicó que nos sentásemos en un par de sillones de cuero, soltó los papeles en una mesa del tamaño de un trabuquete y lanzó la gorra y la chaqueta a otra secretaria, que los apretó contra su pecho nada insustancial, de una manera que me hizo pensar que deseaba que no se los hubiese quitado.
Otra persona le trajo un café, un vaso de agua, una pluma de oro y una boquilla de oro con un cigarro ya encendido. Bebió un sorbo sonoro de café, se llevó la boquilla a los labios, cogió la pluma y empezó a estampar su firma en los documentos que le ha-bían entregado. Yo estaba lo suficientemente cerca para prestar atención al estilo de la firma: una «J» mayúscula con florituras egoístas, un trazo final agresivo y vistoso en la «n» de Perón. Al ver su letra, hice una rápida evaluación psicológica del hombre y concluí que era un tipo neurótico, retentivo anal, que prefería que la gente entendiese lo que escribía. No como un médico, desde luego, me dije con alivio.
Disculpándose en un alemán casi fluido por habernos hecho esperar, Perón nos acercó una pitillera de plata. Luego nos dimos la mano y noté una dura prominencia en el carpo del pulgar, cosa que me hizo pensar de nuevo en un boxeador. Eso, y las venas rotas bajo la fina piel de los pómulos prominentes, y la dentadura postiza delatada por su sonrisa fácil. En un país donde nadie tiene sentido del humor, el hombre sonriente es el rey. Yo también le sonreí, le di las gracias por su hospitalidad y luego lo felicité en español por su dominio del alemán.
—No, por favor —respondió Perón, en alemán—. Me encanta hablar en alemán. Me viene bien practicar. Cuando era cadete en la academia militar, todos los instructores eran alemanes. Fue antes de la Gran Guerra, en 1911. Había que aprender alemán porque las armas eran alemanas y todos los manuales técnicos estaban en alemán. Incluso aprendimos a desfilar con el paso de la oca. Todos los días a las seis de la tarde mis granaderos desfilan con el paso de la oca hasta la Plaza de Mayo para arriar la bandera del mástil. La próxima vez que vaya, intente que sea a esa hora y lo verá.
—Así lo haré, señor. —Dejé que me encendiese el cigarrillo—. Pero creo que mis tiempos del paso de la oca se han acabado ya. Ahora lo máximo que puedo hacer es subir un tramo de escaleras sin quedarme sin aliento.
—Yo también. —Perón sonrió—. Pero intento mantenerme en forma. Me gusta montar a caballo y esquiar cuando tengo ocasión. En 1939 fui a esquiar a los Alpes, en Austria y Alemania. Por aquel entonces, Alemania era maravillosa, una maquinaria bien lubricada. Era como estar dentro de uno de esos imponentes automóviles Mercedes-Benz. Suave, potente y fascinante. Sí, fue un momento importante de mi vida.
—Sí, señor. —Seguí sonriéndole, como si estuviese de acuerdo con él en todo lo que decía. Lo cierto es que me horrorizaba ver soldados desfilando con el paso de la oca. Para mí era una de las visiones más desagradables del mundo; algo terrorífico y ridículo que suscitaba la hilaridad del espectador. Y en cuanto al año 1939, había sido un momento importante para la vida de todo el mundo. Sobre todo para los polacos, franceses, británicos e incluso para los alemanes. ¿Quién olvidaba en Europa el año 1939?
—¿Y cómo van las cosas en Alemania ahora? —preguntó.
—Para la gente corriente, bastante bien —respondí—. Pero depende de la zona en la que uno esté. Lo peor es la zona de ocupación soviética. Las cosas son siempre más difíciles allá donde están a cargo los rusos. Incluso para los rusos. La mayoría de la gente sólo quiere olvidarse de la guerra y seguir adelante con la reconstrucción.
—Es increíble lo que se ha conseguido en tan poco tiempo —dijo Perón.
—Bueno, no sólo me refiero a la reconstrucción de nuestras ciudades, señor. Aunque por supuesto eso es importante. No, me refiero a la reconstrucción de nuestras creencias e instituciones más fundamentales. Libertad, justicia, democracia. El Parlamento. Una fuerza policial justa. Un sistema judicial independiente. Cuando todo eso se haya recuperado, puede que recuperemos algo de dignidad.
—Debo decir que no parece usted nazi —dijo Perón entrecerrando los ojos.
—Han pasado cinco años, señor, desde que perdimos la guerra —repliqué—. No tiene sentido pensar en lo que se perdió. Alemania necesita mirar al futuro.
—Eso es lo que necesitamos en Argentina —dijo Perón—. Mirar hacia delante. Un poco de dinamismo alemán, ¿no le parece, Fuldner?
—Desde luego, señor.
—Disculpe que le diga esto, señor —dije—, pero por lo que he visto hasta ahora, Alemania no tiene nada que enseñar a Argentina.
—Éste es un país muy católico, Doctor Hausner —me dijo—. De costumbres muy arraigadas. Necesitamos un poco de pensamiento moderno. Necesitamos científicos. Buenos gestores. Técnicos. Doctores como usted. —Me dio una palmadita en el hombro.
En ese momento entraron tranquilamente en el despacho dos caniches, envueltos en un fuerte olor a perfume caro, y por el rabillo del ojo vi también a la rubia de los diamantes y el peinado de Kudamm. Con ella venían dos hombres. Uno de mediana estatura con el pelo rubio, bigote y aspecto tranquilo sin pretensiones. El otro tendría unos cuarenta años, pelo grisáceo, gafas oscuras de montura gruesa, barba corta y bigote, pero físicamente era más fuerte. En él había algo que me hizo pensar que era policía.
—¿Piensa volver a ejercer la medicina? —me preguntó Perón, y añadió—: Seguro que podemos ayudarle a que se establezca aquí. ¿Rodolfo?
El joven que estaba junto a la puerta descruzó los brazos y se apartó de la pared. Lanzó una mirada fugaz al hombre de la barba.
—Si la policía no tiene ninguna objeción —dijo el joven Rodolfo. Su alemán era tan fluido como el de su jefe.
El hombre de la barba negó con la cabeza.
—Le pediré a Ramón Carrillo que estudie la posibilidad, ¿de acuerdo, señor? —dijo Rodolfo. Del bolsillo de su traje, de raya diplomática bien cortado, sacó un cuaderno de piel y anotó algo con un portaminas de plata.
—Sí, por favor —asintió Perón, dándome una segunda palmadita en el hombro.
A pesar de su declarada admiración por el paso de la oca, el presidente me cayó bien. Me cayó bien por su escúter y sus ridículos bombachos de golf, por sus manos de boxeador y sus estúpidos perritos, por su cálida acogida y la informalidad de su entorno. Y, ¿quién sabe?, tal vez me cayó bien porque necesitaba que alguien me cayese bien. A lo mejor por eso mismo era presidente, no lo sé. Pero había algo en Juan Perón que me indujo a arriesgarme con él. Por ello, después de fingir durante varios meses ser otra persona que fingía ser el doctor Carlos Hausner, decidí revelarle mi verdadera identidad.