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4 BUENOS AIRES. 1950

Pasaron varias semanas. Conseguí la cédula y me trasladé del piso franco de la calle Monasterio a un hotelito acogedor llamado San Martín, en el barrio de la Florida. Estaba a cargo de los propietarios, los Lloyd, una pareja inglesa. Por la cortesía de su trato, me costaba creer que nuestros respectivos países hubieran estado en guerra. Sólo después de la guerra se descubre cuántas cosas se tienen en común con los enemigos. Descubrí que los ingleses eran como los alemanes, pero con una gran ventaja: no les hacía falta hablar alemán.

El San Martín tenía el encanto del viejo mundo, con cúpulas de cristal, mobiliario confortable y buena cocina casera, principalmente para los devotos de los filetes con patatas. Estaba situado junto a la esquina del menos económico Hotel Richmond, en cuyo café me gustaba recalar.

El Richmond era un local exclusivo. Tenía un gran salón revestido de madera, con pilares, espejos en los techos, grabados ingleses con escenas de caza y sillones de piel. Una pequeña orquesta tocaba tangos y obras de Mozart y, si no me equivoco, unos cuantos tangos de Mozart. El sótano lleno de humo era el lugar donde los hombres jugaban al billar, al dominó y sobre todo al ajedrez. Las mujeres no eran bienvenidas en el sótano del Richmond. Los hombres argentinos se tomaban a las mujeres muy en serio. Demasiado en serio como para tenerlas cerca mientras jugaban al billar o al ajedrez. O bien era eso o bien es que las mujeres argentinas jugaban demasiado bien al billar y al ajedrez.

En mis tiempos berlineses, durante el estancamiento de la República de Weimar, yo solía jugar al ajedrez en el Romanisches Café. En una o dos ocasiones recibí una lección del gran Lasker, que era también un asiduo del lugar. Después de aquello no logré ser mejor jugador, pero sí más capaz de apreciar la derrota frente a un jugador tan bueno como Lasker.

Fue en el sótano del Richmond donde el coronel Montalbán me encontró enfrascado en un final de partida con un escocés diminuto, con cara de rata, llamado Melville. Podría haber forzado un final en tablas si hubiera tenido la paciencia de un Philidor. Pero Philidor nunca tuvo que jugar al ajedrez bajo la vigilancia de la policía secreta. Aunque poco le faltó. Por suerte para Philidor, estaba en Inglaterra cuando se desencadenó la Revolución francesa. Tuvo la sensatez de no regresar. Se pueden perder cosas más importantes que una partida de ajedrez. La cabeza, por ejemplo. El coronel Montalbán no tenía la mirada fría de un Robespierre, pero yo la sentía igual. Y en lugar de preguntarme cómo debía explotar mi peón adicional para sacar la máxima ventaja, empecé a preguntarme qué querría de mí el coronel. A partir de ahí, mi derrota fue sólo cuestión de tiempo. No me importaba perder ante un escocés con cara de rata. Ya me había ganado antes. Lo que me fastidió fue el consejo que llegó con el húmedo apretón de manos.

—Conviene poner siempre la torre detrás del peón —dijo en su español peninsular ceceante que suena y huele muy distinto del español latinoamericano—. Excepto, por supuesto, cuando es una decisión incorrecta.

Si Melville hubiera sido Lasker, habría recibido bien el consejo. Pero era Melville, un agente de ventas de Glasgow, con mal aliento y un interés malsano por las niñas.

Montalbán me siguió al piso de arriba.

—Juega bien —me dijo.

—Aceptablemente. Al menos hasta que aparecen los policías. Eso me desconcentra.

—Lo siento.

—No importa. Pero me alegra que lo sienta. Me quita un peso de encima.

—En Argentina no somos así —dijo—. Está bien criticar al gobierno.

—No es eso lo que me han dicho. Y si me pregunta quién, verá que tengo razón.

—Hay críticas y críticas —dijo el coronel Montalbán, encogiéndose de hombros mientras encendía un cigarrillo—. Mi trabajo consiste en captar esa sutil diferencia.

—Supongo que no le costará mucho con los oyentes, ¿no? —Los oyentes eran el nombre que daban los porteños a los espías de Perón, los que escuchaban a escondidas las conversaciones en bares, autobuses, o incluso por teléfono.

—¿Así que ya ha oído hablar de los oyentes? —preguntó el coronel arqueando las cejas—. Me impresiona. Aunque no es de extrañar, tratándose de un famoso detective de Berlín como usted.

—Soy un exiliado, coronel. Conviene mantener la boca cerrada y los oídos abiertos.

—¿Y qué es lo que oye?

—He oído el chiste de las dos ratas de río, una de Argentina y la otra de Uruguay. La rata de Uruguay se moría de hambre, así que cruzó el río de la Plata con la esperanza de encontrar algo que comer. A mitad de camino se encontró con una rata argentina que nadaba en sentido contrario. La rata uruguaya se sorprendió y le preguntó por qué una rata tan bien nutrida se iba a Uruguay, cuando había tanto que comer en Argentina. Y la rata argentina le dijo...

—«Yo sólo quiero abrir la boca de vez en cuando.» —El coronel Montalbán sonrió cansino—. Es un chiste muy viejo.

Señalé una mesa vacía, pero el coronel negó con la cabeza y apuntó hacia la puerta. Salí detrás de él a la Florida. La calle estaba cortada al tráfico entre las once de la mañana y las cuatro de la tarde, para que los peatones examinasen con comodidad los escaparates de atractivos ornatos en las grandes tiendas como Gath & Chaves, pero quizá también para que los hombres examinasen a las mujeres de atractivos ornatos. Las había en abundancia. Después de Munich y Viena, Buenos Aires parecía una pasarela parisina.

El coronel había aparcado fuera de la Florida, en Tucumán, frente al Hotel Claridge. Tenía un Chevrolet de color lima descapotable con puertas de madera pulida, neumáticos de banda blanca, asientos de cuero rojo y, en el capó, un enorme reflector por si necesitaba interrogar a algún encargado de parking. Al sentarse en el interior, uno sentía el deseo de remolcar a un esquiador acuático.

—¿Así que la bofia de Buenos Aires usa estos coches? —dije extrañado, pasando la mano por la superficie de la puerta. Tenía tal altura que daba la sensación de estar en la barra de un hotel de lujo. Supongo que era coherente. Una hermosa casa rosada para el presidente, un descapotable lima para su número dos de seguridad e información. Nunca el fascismo había sido tan bello. Los pelotones de fusilamiento probablemente irían vestidos con tutús.

Nos dirigimos hacia el oeste por Moreno con la capota cerrada. Aquel día, agradablemente primaveral para mí, debía de ser frío para el coronel. La temperatura rondaba los quince grados, pero la mayor parte de los porteños caminaban con sombrero y abrigo como si fuera Munich en enero.

—¿Adónde vamos?

—A la jefatura de policía.

—Mi lugar favorito.

—Relájese —me dijo, riéndose—. Quiero que vea una cosa.

—Espero que sean los nuevos uniformes de verano. Si es así, puede ahorrarse el viaje. En mi opinión, deberían hacerlos del mismo color que la CasaRosada. Así los policías serían más populares en Argentina. ¿A quién no le caería bien un policía vestido de rosa?

—¿Usted siempre habla tanto? ¿No decía que procuraba mantener la boca cerrada y los oídos abiertos?

—Después de doce años de nazismo es agradable abrir la boca de vez en cuando.

Atravesamos el portal de un hermoso edificio del siglo xix que no parecía una jefatura de policía. Empezaba a entender un poco la cultura argentina a través de la iniciación en su arquitectura. Era un país muy católico. Hasta la policía tenía una especie de basílica dentro, probablemente dedicada a san Miguel, el patrón de los policías.

Puede que no pareciese una comisaría, pero el olor era inconfundible. Todas las comisarías huelen a mierda y miedo.

El coronel Montalbán me guió por un laberinto de pasillos con suelo de mármol. Nos cruzamos con varios policías con carpetas en la mano, que se apartaban para dejarnos pasar.

—Empiezo a pensar que usted es un hombre importante —dije.

Paramos delante de una puerta donde el aire parecía más fétido. Eso me recordó una visita que hice al acuario del zoo de Berlín cuando era niño. O quizás era la Casa de los Reptiles. Algo húmedo y viscoso e incómodo, en cualquier caso. El coronel sacó una cajetilla de Capstan Navy Cut, me ofreció uno y luego encendió el suyo y el mío.

—Desodorantes —dijo—. Aquí dentro está la Morgue Judicial.

—¿Trae aquí a todas sus citas el primer día?

—Sólo a usted, amigo.

—Creo que debo advertirle que soy muy aprensivo. No me gustan las morgues. Sobre todo cuando tienen cadáveres.

—Venga. Usted ha trabajado en homicidios, ¿no?

—Eso fue hace años. Ahora que me estoy haciendo viejo, prefiero estar con los vivos, coronel. Ya tendré oportunidad de pasar tiempo con los muertos cuando me muera.

El coronel abrió la puerta y esperó. No me quedaba otra opción que entrar. El olor empeoró. Olor a algo húmedo, viscoso e indudablemente muerto, como un caimán muerto. Un hombre vestido de blanco con guantes de goma de color verde brillante se acercó a saludarnos. Tenía un aspecto vagamente indio, con la piel oscura y cercos más oscuros bajo los ojos, uno de los cuales era lechoso como una ostra. Tuve la sensación de que acababa de salir a rastras de un cajón de la morgue. El coronel y él se dirigieron una mímica gestual y luego los guantes verdes se pusieron a trabajar. En menos de un minuto me encontré ante el cuerpo desnudo de una chica adolescente. Creo que era una chica. Las habituales pistas en materia de sexo allí brillaban por su ausencia. Y no sólo en las zonas exteriores, sino también en las internas. Yo sólo había visto heridas más graves en el Frente Occidental de 1917. Todo lo que había al sur del ombligo se había esfumado.

—Me preguntaba si le recordaría a alguien —dijo el coronel, después de dejarme examinar el cadáver.

—No lo sé. ¿Alguien que ha muerto?

—Se llama Grete Wohlauf. Una chica germano-argentina. Apareció en el Barrio Norte hace un par de semanas. Creemos que la estrangularon. Como se puede apreciar, extrajeron el útero y otros órganos reproductivos. Probablemente el autor del crimen sabía bien lo que hacía. No fue un ataque desenfrenado. Como ve, se hizo con cierta eficiencia clínica.

Yo mantenía el cigarrillo en la boca, de manera que el humo servía de pantalla entre mi sentido del olfato y el cadáver tendido ante nosotros como una res en un matadero. En realidad, olía sobre todo a formol, pero cada vez que me llegaba a las narinas desencadenaba recuerdos de muchas cosas desagradables que había visto en mis tiempos de detective de homicidios en Berlín. Recordaba dos cosas en concreto, pero no vi ningún motivo para comentárselas al coronel Montalbán.

Fuera lo que fuese lo que quería de mí, yo no quería saber nada de ello. Al cabo de un rato, me aparté.

—¿Y bien? —dije.

—Sólo me preguntaba... si esto le refrescaba la memoria.

—No me recuerda nada que debiera estar en mi álbum de fotos.

—Tenía quince años.

—Qué lástima.

—Sí —dijo—. Yo también tengo una hija, algo mayor que ella. No sé qué haría si sucediese algo así. —Se encogió de hombros—. Sería capaz de cualquier cosa.

No dije nada. Supuse que iba a ir al grano.

Me guió de nuevo hacia la puerta de la morgue.

—Ya le dije que estudié jurisprudencia en Berlín —dijo—. Fichte, Von Savigny, Erlich. Mi padre quería que fuese abogado, pero mi madre, que es alemana, quería que fuese filósofo. Y yo quería viajar. A Europa. Y después de la licenciatura en derecho me ofrecieron la oportunidad de estudiar en Alemania. Todos estábamos contentos. Sobre todo yo. Me encantaba Berlín.

Abrió la puerta y volvimos al pasillo.

—Tenía un apartamento en el Kudamm, cerca de la iglesia Memorial y aquel club donde el portero iba vestido de diablo y los camareros se disfrazaban de ángeles.

—El Cielo y el Infierno —dije—. Lo recuerdo muy bien.

—Exacto. —El coronel sonrió—. Yo era un chico formal, católico romano. Nunca había visto tantas mujeres desnudas. Te-nían un espectáculo que se llamaba Veinticinco escenas de la Vida del Marqués de Sade, y otro llamado La francesa desnuda: Su vida reflejada en el arte. Qué sitio. Qué ciudad. ¿Es cierto que ha desaparecido todo?

—Sí. Todo Berlín es una ruina. Poco más que una obra en construcción. No lo reconocería.

—Qué pena.

Abrió la cerradura de una sala pequeña situada enfrente de la Morgue Judicial. Había una mesa barata, unas cuantas sillas baratas y varios ceniceros baratos. El coronel abrió una persiana y una ventana sucia para que entrase aire fresco. Al otro lado de la calle vi una iglesia donde entraba gente ajena a la medicina forense y a los asesinatos, gente que se llenaba las narinas de algo más agradable que el olor a cigarrillo y formol. Suspiré y miré la hora, ya casi sin ocultar mi impaciencia. No tenía la menor intención de ver el cadáver de una chica muerta. Eso me contrariaba, así como lo que sabía que iba a venir a continuación.

—Discúlpeme —dijo—. Ya voy al grano, Herr Gunther. El asunto sobre el que quería hablar con usted. Mire, siempre me ha interesado el lado oscuro de la conducta humana. Por eso me interesó usted, Herr Gunther. Usted es una de las razones por las que me hice policía en vez de abogado. En cierto sentido, usted me ayudó a salvarme de una vida muy aburrida. —El coronel me acercó una silla y nos sentamos. Luego continuó—: En 1932 hubo dos crímenes sensacionales en la prensa alemana.

—Hubo muchos más que dos —repliqué agriamente.

—No como esos dos. Recuerdo que leí muchos detalles escabrosos sobre ellos. Eran asesinatos lascivos, ¿no? Dos chicas mutiladas de manera similar, como la pobre Grete Wohlauf. Una en Berlín y otra en Munich. Y usted, Herr Gunther, fue el detective que investigó los casos. Su fotografía salió en la prensa.

—Sí, era yo. Lo que no sé es qué tiene eso que ver con todo lo demás.

—Nunca lograron atrapar al asesino, Herr Gunther. Nunca lo detuvieron. Por eso estamos hablando ahora.

—Es cierto —dije, negando con la cabeza—. Pero mire, eso fue hace casi veinte años. Y a miles de kilómetros de distancia. No insinuará que este crimen guarda relación con aquéllos.

—¿Por qué no? —El coronel se encogió de hombros—. Tengo que considerar todas las posibilidades. Con la ventaja de la visión retrospectiva, me parece que aquellos crímenes eran típicamente alemanes. ¿Cómo se llamaba aquel otro tipo que asesinó y mutiló sexualmente a varios chicos y chicas? Haarmann, ¿no? Les arrancó la garganta a mordiscos y les amputó los genitales. Y Kürten. Peter Kürten, el Vampiro de Dusseldorf. No debemos olvidarlos, ¿no le parece?

—Haarmann y Kürten fueron ejecutados, coronel, como sin duda recordará. Así que no pueden ser ellos, ¿verdad?

—Desde luego que no. Pero hubo otros asesinatos lascivos, como recordará también. Algunos también con mutilación y canibalismo. —El coronel se inclinó hacia delante en la silla—. Bien. Aquí es adonde quería llegar. Muchos alemanes han venido a vivir a Buenos Aires. Antes y después de la guerra. Y no todos son gente civilizada como usted y como yo. Naturalmente he hecho un seguimiento de los juicios de los llamados criminales de guerra, y me parece bastante evidente que algunos de sus compatriotas han hecho cosas terribles. Cosas inimaginables. Así que mi teoría, si se puede llamar así, es la siguiente. No todos los alemanes que han venido a Argentina en los últimos cinco años son ángeles. Algunos pueden ser demonios. Igual que el viejo club berlinés, el Cielo y el Infierno. Estará de acuerdo, ¿no?

—Desde luego. Ya ha oído lo que le he dicho al presidente.

—Sí. Eso me hizo pensar que usted podía ser el hombre que me ayudase, Herr Gunther. Un ángel, si quiere.

—Nunca me habían llamado así.

—Seguro que sí, pero ya volveré a eso después. Déjeme acabar este razonamiento concreto. Así que reconocerá, espero, que a muchos de sus colegas de las SS les gustaba matar, ¿no? Quiero decir, parece razonable pensar que algunos de los miembros de las SS eran psicópatas, ¿no?

—Ya veo adónde quiere llegar, creo —dije asintiendo con la cabeza.

—Exacto. Tomemos el caso de Rudolf Höss, el comandante del campo de concentración de Auschwitz. Ya había asesinado antes de llegar allí. En 1923. Al igual que Martin Bormann. Un hombre no se vuelve psicópata por llevar un uniforme. Por lo tanto, cabe suponer que muchos psicópatas encontraron un lugar idóneo en las SS y la Gestapo como asesinos y torturadores con licencia.

—Siempre lo he pensado—dije—. Ya se imaginará mi placer cuando me destinaron a las SS en 1940. Es bastante sorprendente pasarse la vida investigando asesinatos y acabar destinado en Rusia con la misión de cometerlos.

—Oh, no pretendía insinuar que usted fuese un psicópata, Herr Gunther. Mire, pensemos que en 1932 no detienen a este asesino. En 1933 los nazis llegan al poder y él entra en las SS, donde encuentra un nuevo medio socialmente aceptable para satisfacer su deseo de crueldad. Durante la guerra trabaja en un campo de exterminio, donde mata a toda la gente que quiere con impunidad absoluta.

—Y luego ustedes lo invitan a venir a Argentina. —Sonreí—. Ya entiendo lo que quiere decir, pero no sé en qué sentido le puedo ayudar.

—Creía que era evidente. La oportunidad de reabrir un viejo caso.

—No soy muy ordenado, coronel. Y créame, había muchos otros casos no resueltos en nuestros expedientes. Ninguno de ellos me quita el sueño.

El coronel asentía, pero me di cuenta de que todavía tenía cartas que jugar.

—Ha desaparecido otra chica —dijo—. Aquí en Buenos Aires.

—Desaparecen chicas todo el tiempo. Darwin lo llamaba selección natural. Una chica elige a un muchacho y, naturalmente, a su padre no le gusta mucho, de modo que se escapa con él.

—Entonces, ¿no puedo apelar a su conciencia social?

—Apenas conozco todavía esta ciudad. Casi no hablo la lengua. Soy como un pez fuera del agua.

—No exactamente. La chica que ha desaparecido es de origen germano-argentino. Como Grete Wohlauf. He pensado que usted podría limitar sus investigaciones a la comunidad alemana de Buenos Aires. ¿No le acabo de explicar que tengo el presentimiento de que buscamos a un alemán? Para eso no hace falta que hable bien español, ni que conozca la ciudad. Lo importante es que sea alemán. Y para indagar entre las personas que nos interesan en este caso, tiene que pertenecer a su mismo grupo. Cuando dije que podría ser mi ángel, me refería a mi ángel negro. ¿No era así como llamaban los alemanes a los hombres de las SS? ¿Ángeles negros?

—Nada mejor que un ladrón para atrapar a otro ladrón, ¿no?

—Algo así.

—A mis viejos camaradas no les va a hacer ninguna gracia. Tienen nombres nuevos, caras nuevas en algunos casos. Nuevos nombres, nuevas caras, y amnesia. Podría llegar a ser muy impopular entre algunos de los hombres más despiadados de Sudamérica. Mejorando lo presente.

—Ya he pensado un modo de tratar el asunto sin que acabe usted muerto.

Sonreí. Era insistente, había que reconocérselo. Empezaba a tener la sensación de que el coronel ya había previsto todas mis objeciones.

—Apuesto que sí, coronel.

—Incluso he estudiado su situación financiera —dijo—. Después de convertir su dinero en el Banco de Londres y Sudamérica, en la sucursal de la calle Bartolomé Mitre, ¿no?

—Menos mal que hay secreto bancario en este país —dije.

—Como sabrá, veinticinco mil chelines austríacos no es mucho. Según mis cálculos tiene unos mil dólares, lo cual no le va a durar mucho en Buenos Aires. Un año, o tal vez menos si hay gastos imprevistos. Y la experiencia me dice que siempre hay gastos imprevistos, sobre todo para un hombre de su posición. Por otro lado, le estoy ofreciendo un trabajo. No del tipo que le ofrecería probablemente Carlos Fuldner, sino uno en el que puede desenvolverse francamente bien.

—¿Trabajar para usted? ¿En la policía secreta?

—¿Por qué no? Tendrá un salario, un despacho en la Casa Rosada, un coche. Hasta tendrá pasaporte. Un pasaporte adecuado. No esa mierda que le han dado en la Cruz Roja. Con un pasaporte válido quizá pudiera volver a Alemania sin tener que responder toda clase de preguntas impertinentes al llegar allí. Al fin y al cabo, sería ciudadano argentino. Piénselo.

—Tal vez sería posible si tuviese los expedientes originales. —Hice un gesto negativo con la cabeza—. Pero han pasado casi veinte años. Probablemente los expedientes se perdieron durante la guerra.

—No, señor. Están aquí en Buenos Aires. Conseguí que los enviasen desde la jefatura de policía de Alexanderplatz, en Berlín.

—¿Ah, sí? ¿Cómo?

El coronel se encogió de hombros modestamente, pero aun así no ocultaba su ufanía. Motivos no le faltaban, todo sea dicho. Me había impresionado.

—La verdad es que no me costó mucho. A los americanos les desagradan Perón y los generales, pero a los rusos no. Además, la Delegación Argentina para la Inmigración en Europa tiene muchos amigos en Alemania. Como sabrá mejor que nadie. Si la DAIE puede sacar a Eichmann de Alemania, no creo que le cueste mucho sacar unos papeles viejos.

—Lo felicito, coronel. Parece que lo ha pensado todo.

—En Buenos Aires más vale saberlo todo que saber demasiado —dijo el coronel.

Cruzó las piernas y recogió una pelusa de la rodilla mientras esperaba pacientemente mi respuesta. Yo estaba seguro de que iba a ganarle con un triunfo, pero su gélida mirada me hizo pensar que todavía escondía un as en la manga.

—Por favor, no crea que no me halaga su ofrecimiento —le dije—. Pero ahora mismo tengo otras cosas en mente. Lo ha pensado todo, es cierto. Salvo la única razón por la que no voy a trabajar con usted. Mire, coronel, no me encuentro bien. Tuve palpitaciones cardíacas en el barco. Pensé que era un infarto. He ido a ver al doctor Espejo, el que me recomendó Perón. Y dice que no tengo ninguna afección cardíaca y que las palpitaciones se deben a una tirotoxicosis. Tengo cáncer de tiroides, coronel Montalbán. Por eso no voy a trabajar con usted.

Una llama misteriosa

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