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3 BUENOS AIRES. 1950

Dejé el cigarrillo en un cenicero, tan grande como el cubo de una rueda, en la espaciosa mesa del presidente. Junto al cenicero había una caja de piel de la joyería Van Cleef & Arpels, de esas que se-rían por sí solas un regalo sensacional. Supuse que el contenido de la caja iba prendido en la solapa de la rubia. La mujer jugueteaba con los perros cuando inicié mi monólogo grandilocuente. Tardé sólo un minuto en captar su atención. Cuando me animo, puedo resultar más interesante que cualquier perrito. Además, supongo que no todos los días aparecía alguien en el despacho del presidente para decirle que se había equivocado.

—Señor presidente —dije—. Creo que debo comunicarle algo importante. Como éste es un país católico, tal vez pueda llamarlo confesión. —Al ver la palidez de sus caras, sonreí—. No tema, no voy a contarle todas las cosas terribles que cometí durante la guerra. Hubo cosas de las que no me enorgullezco, claro está, pero no cargo en mi conciencia con las vidas de hombres o mujeres inocentes. No, mi confesión es algo mucho más vulgar. Mire, no soy médico, señor. Hubo un médico en Alemania. Un tipo llamado Gruen. Quería marcharse a vivir a América, pero le preocupaba que algún día averiguasen lo que había hecho durante la guerra. De modo que, para evitar el mal trago, hizo creer a la gente que yo era él. Luego comunicó a los israelíes y a los investigadores aliados sobre crímenes de guerra dónde po-dían encontrarme. Comoquiera que fuese, convenció tan bien a todo el mundo de que yo era él que me vi obligado a huir. Al final recurrí a la ayuda de viejos camaradas de la Delegación Argentina de Inmigración en Europa. Carlos, aquí presente. No me malinterprete, señor, estoy muy agradecido por haber venido a este país. Me costó convencer a un escuadrón de la muerte israelí de que yo no era Gruen y me vi obligado a dejar a dos de ellos muertos en la nieve cerca de Garmisch-Partenkirchen. Así que, como ve, no soy el fugitivo que usted cree. Y no soy ni he sido nunca médico.

—Entonces, ¿quién demonios es usted en realidad? —Era Carlos Fuldner, y parecía irritado.

—Mi verdadero nombre es Bernhard Gunther. Estuve en el SD. Trabajaba en el servicio de espionaje. Me capturaron los rusos y me recluyeron en un campo, pero luego escapé. Antes de la guerra era policía. Detective del cuerpo policial de Berlín.

—¿Ha dicho detective? —Era el hombre de la barba corta y las gafas tintadas. El que yo había identificado como policía—. ¿Qué clase de detective?

—Trabajaba sobre todo en homicidios.

—¿Cuál era su categoría? —preguntó el policía.

—Cuando se declaró la guerra en 1939, era KOK. Kriminal Ober-Kommissar. Inspector jefe.

—Entonces se acordará de Ernst Gennat.

—Por supuesto. Era mi mentor. Me enseñó todo lo que sé.

—¿Cómo lo llamaban los periódicos?

—Ernst el Rollizo. Debido a su corpulencia y su afición a los pasteles.

—¿Y qué fue de él? ¿Lo sabe?

—Fue subdirector de la policía criminalista hasta su muerte en 1939. Murió de un infarto.

—Lo siento.

—Demasiados pasteles.

—Gunther, Gunther —dijo, intentando sacudirse una idea de la cabeza como quien agita la rama de un manzano que creciese en su coronilla—. Ah, sí, ya sé. Yo a usted lo conozco.

—¿Me conoce?

—Estuve en Berlín. Antes de la caída de la República de Weimar. Allí estudié jurisprudencia en la universidad.

El policía se acercó lo suficiente para que pudiera captar el olor a café y cigarrillos de su aliento, y se quitó las gafas. Supuse que debía de fumar mucho, porque tenía un cigarrillo en la boca y porque su voz sonaba como un arenque ahumado. Se apreciaban las arrugas de la risa alrededor de las limaduras de hierro gris que constituían el bigote y la barba, pero la nuez del ceño fruncido entre sus ojos azules inyectados de sangre me decía que tal vez había perdido el hábito de la sonrisa. Entrecerró los ojos mientras buscaba más respuestas en mi cara.

—¿Sabe? Usted era un héroe para mí. Aunque no lo crea, usted es una de las razones por las que renuncié a la idea de ser abogado y me hice policía. —Miró a Perón—. Señor, este hombre es un famoso detective de Berlín. Cuando fui allí por primera vez, en 1928, había un famoso estrangulador. Gormann, se llamaba. Éste es el hombre que lo detuvo. En la época fue una cause célèbre. —Volvió a mirarme—. ¿Verdad que sí? Usted es ese Gunther.

—Sí, señor.

—Su nombre aparecía en todos los periódicos. Yo intentaba mantenerme al corriente de todos sus casos. Sí, era un héroe para mí, Herr Gunther. —En ese momento me dio la mano—. Y ahora está aquí. Es increíble.

Perón miró la hora en su reloj de oro. Empezaba a aburrirse. El policía se percató también. Casi nada se le pasaba por alto. El presidente se habría desinteresado por completo si Evita no se hubiera acercado a mí para examinarme como si yo fuese un caballo con esparaván.

Eva Perón tenía una buena figura, si a uno le gustaban las mujeres de silueta interesante para la representación pictórica. Nunca he visto ningún cuadro que me convenza de que los antiguos maestros preferían a las mujeres flacas. La figura de Evita era interesante en todos los puntos sensibles entre las rodillas y los hombros. Lo cual no significa que me pareciese atractiva. Era demasiado fría, demasiado formal, demasiado eficiente, demasiado serena para mi gusto. Me gusta encontrar algo de vulnerabilidad en las mujeres. Sobre todo a la hora del desayuno. Con su traje azul marino, Evita ya parecía vestida para botar un barco o cualquier cosa más importante que hablar conmigo. En la parte de atrás del cabello rubio de bote llevaba una boina pequeña de terciopelo azul marino, y se había cubierto el brazo con martas cibelinas para todo un invierno ruso. No es que eso me llamase mucho la atención. Mis ojos se fijaron sobre todo en los caramelos de menta de su lujoso atavío, las arañas de diamantes en los oídos, el ramo floral de diamantes en la solapa y la deslumbrante bola de golf en el dedo. Parecía que había sido un año excelente para Van Cleef & Arpels.

—Así que tenemos en Buenos Aires a un famoso detective —dijo Evita—. Qué fascinante.

—No sé si famoso —repliqué—. Famoso es una palabra adecuada para un boxeador o una estrella de cine, no para un detective. Desde luego, la jefatura de policía de Weimar hizo creer a los periódicos que algunos éramos más hábiles que otros. Pero sólo eran recursos para proyectar una buena imagen del cuerpo policial y dar confianza al público sobre nuestra capacidad de resolver crímenes. Me temo que no se podrían escribir más de dos párrafos muy sosos en los periódicos actuales sobre mi labor de detective, señora.

Eva Perón ensayó una sonrisa fugaz. Su barra de labios era impecable y sus dientes perfectos, pero proyectaba una mirada inexpresiva. Era como recibir una sonrisa de un glaciar templado.

—Su modestia... cómo decirlo... es típica de sus compatriotas —dijo Evita—. Parece que ustedes nunca han sido muy importantes. Siempre atribuyen a otro los laureles o la culpa. ¿No es cierto, Herr Gunther?

Tenía muchas cosas que decir al respecto, pero cuando la esposa del presidente le pega a uno semejante sopapo, más vale recibirlo en el mentón como si la mandíbula fuera de hierro, aunque duela.

—Hace sólo diez años, los alemanes pensaban que debían dominar el mundo. Ahora lo único que quieren es vivir tranquilos y que los dejen en paz. ¿Es eso lo que quiere, Herr Gunther? ¿Vivir tranquilo? ¿Que lo dejen en paz?

Fue el policía el que acudió en mi ayuda.

—Por favor, señora —dijo—. Sólo está siendo modesto. Le doy mi palabra. Herr Gunther era un gran detective.

—Ya veremos —dijo ella.

—Tómelo como un cumplido, Herr Gunther. Si me acuerdo yo de su nombre, después de tantos años, estará de acuerdo en que, en este caso al menos, la modestia está fuera de lugar.

—Es posible —dije, encogiéndome de hombros.

—Bueno —dijo Evita—. Me tengo que ir. Dejo a Herr Gunther y al coronel Montalbán con su mutua admiración.

La vi marchar. Me alegré de verla por detrás. Sobre todo me alegré de ver su trasero. Incluso en presencia de la mirada del presidente, llamaba la atención. Yo no conocía ninguna melodía de tango argentino, pero, al ver sus posaderas bien enfundadas saliendo con garbo del despacho de su marido, sentí el deseo de tararear alguno. En otra sala y con una camisa limpia, habría intentado darle una palmadita. A algunos hombres les gustaba dar palmadas a una guitarra o a las fichas de dominó. Yo prefería darlas en el culo de una mujer. No era exactamente una afición. Pero se me daba bien. A un hombre se le debe dar bien algo.

Cuando Evita se marchó, el presidente tomó de nuevo el mando. Me pregunté cuántas cosas consentía Perón a su esposa sin darle siquiera una palmada. Probablemente bastantes. Es un defecto habitual en los dictadores entrados en años cuando sus mujeres son más jóvenes.

—No le haga caso a mi mujer, Herr Gunther —dijo Perón en alemán—. No entiende que usted hablaba desde... —Se dio palmaditas en el estómago—. Desde aquí. Habló porque sintió la necesidad de hacerlo. Me halaga que haya tenido esa confianza conmigo. Tal vez ambos vemos mutuamente algo en el otro. Algo importante. Una cosa es obedecer a otra persona. Hasta un idiota puede hacerlo. Pero obedecerse a uno mismo, someterse a la disciplina más rígida e implacable, eso es lo importante. ¿Verdad?

—Sí, señor.

Perón asintió.

—Así que usted no es médico. Entonces no podemos ayudarle a que ejerza la medicina. ¿Podemos hacer algo por usted?

—Sí, hay una cosa, señor —dije—. No sé si es que los viajes en barco me sientan mal o si estoy envejeciendo, pero últimamente no me encuentro muy bien, señor. Me gustaría que me viera un médico, si fuera posible. Uno de verdad. Para ver si me pasa algo o si sólo es morriña. Aunque ahora mismo esto último parece bastante improbable.

Una llama misteriosa

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