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Prólogo
ОглавлениеLunes-martes, 8-9 de junio de 1942
Era un día cálido cuando llegué de regreso de Praga a la estación Anhalter de Berlín junto con el SS-Obergruppenführer Reinhard Tristan Eugen Heydrich, el Reichsprotektor de Bohemia y Moravia. Ambos llevábamos uniformes de la SD pero, a diferencia del general, yo sentía que andaba con el paso ligero, música en la cabeza y una sonrisa en mi corazón. Estaba contento de encontrarme de nuevo en la ciudad donde nací. Esperaba disfrutar de una velada tranquila con una buena botella de Mackenstedter y unos cuantos puros que había cogido de la reserva personal de Heydrich en su despacho del castillo de Hradschin. No me preocupaba en absoluto que él pudiese descubrir este pequeño hurto. No me preocupaba absolutamente nada. Yo era todo lo que Heydrich no podía ser ya. Estaba vivo.
Los periódicos de Berlín publicaban la noticia de que el desafortunado Reichsprotektor había sido asesinado por un grupo de terroristas provenientes de Inglaterra que se habían infiltrado en Bohemia lanzándose en paracaídas. La verdad era un poco más complicada, solo que yo no iba a decir nada al respecto. Todavía no. Al menos durante mucho tiempo. Quizá nunca.
Resulta difícil explicar qué le ha pasado al alma de Heydrich, suponiendo que alguna vez haya tenido una. Esperaba que Dante Alighieri pudiese indicarme una dirección aproximada si alguna vez sentía la inclinación de ir a buscarla, en algún lugar del Inframundo. Por otro lado, tenía una idea muy clara de lo que había sucedido con su cadáver.
Todo el mundo tiene derecho a disfrutar de un buen funeral, y los nazis desde luego no iban a ser menos. Obsequiaron a Heydrich con la mejor despedida que cualquier asesino psicópata pudiese desear. Montaron el acontecimiento a una escala tan gigantesca que daba la impresión de que algún sátrapa del Imperio persa hubiera muerto después de ganar una gran batalla; de hecho, parecía que no se hubieran dejado nada salvo el sacrificio ritual de unos centenares de esclavos, pero, tal como resultaron las cosas para un pequeño pueblo minero checo llamado Lidice, ni siquiera habían olvidado ese detalle.
Desde la estación de Anhalter, llevaron a Heydrich a la sala de actos del Cuartel General de la Gestapo, donde seis guardias de honor vestidos con uniformes negros vigilaban junto al féretro abierto. Para muchos berlineses era la oportunidad de cantar aquello de «¡Ding dong! ¡La bruja se murió!» mientras se acercaban de puntillas para echar una ojeada con desconfianza al interior del palacio de Prinz Albrecht. De la misma forma que otras actividades un tanto arriesgadas, como trepar a lo alto de la vieja torre de emisiones en Charlottenburg, o conducir por el arcén de la autopista Avus, resultaba gratificante poder decir «yo lo he hecho».
Aquella noche en la radio el Líder elogió al difunto Heydrich, describiéndolo como «un hombre con el corazón de hierro», una frase que supuse que él decía como cumplido. Claro que también es posible que nuestro malvado Mago de Oz simplemente hubiese confundido al Hombre de Hojalata con el León Cobarde.
Al día siguiente, vestido de paisano y sintiéndome mucho más humano, me uní a los miles de berlineses que habían acudido a la cancillería del nuevo Reich e intenté parecer adecuadamente triste mientras todo el hormiguero de los esbirros de Hitler salían de la Sala de los Mosaicos, para seguir a la resplandeciente cureña que transportaba el ataúd de Heydrich, cubierto apropiadamente con la bandera nazi. Avanzaron en dirección este a lo largo de Voss Strasse, y luego hacia el norte por Wilhelmstrasse, camino del último lugar de reposo del general en el cementerio de los Inválidos, junto a otros verdaderos héroes alemanes, como Von Scharnhorst, Ernst Udet y Manfred von Richthofen.
No cabía ninguna duda del valor de Heydrich: su impetuoso servicio activo en determinadas misiones de la Luftwaffe, mientras la mayoría de los jefazos estaban a resguardo como lobos en sus guaridas, en sus búnkeres forrados en piel, era el ejemplo más patente de ese coraje. Supongo que Hegel hubiera reconocido el heroísmo de Heydrich como la encarnación del espíritu de nuestros tiempos despóticos. Pero, en pro de mi bolsillo, los héroes necesitan tener una estrecha relación con los dioses, no con las fuerzas titánicas de la oscuridad y el caos. Sobre todo en Alemania. Por lo tanto, no lamentaba lo más mínimo verlo muerto. A causa de Heydrich, yo era un oficial de la SD. E impresos en la insignia de plata deslustrada de mi gorra, que era el símbolo detestable de mi larga relación con Heydrich, estaban los distintivos del odio, el miedo y, después de mi regreso de Minsk, también la culpa.
De aquello hacía nueve meses. Por lo general intentaba no pensar en ello pero, como había comentado una vez otro famoso lunático alemán, es difícil mirar por encima del borde del abismo sin que el abismo te mire a ti.