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Septiembre de 1941

Pensar en el suicidio es para mí un verdadero alivio: algunas veces es la única manera en que puedo sobrellevar las noches de insomnio.

En esas noches —y eran muchas— solía desmontar mi pistola automática Walther y engrasaba meticulosamente ese rompecabezas de metal. He visto demasiados errores en el uso de armas por la falta de aceite, y demasiados suicidios fallidos porque la bala perforó el cráneo de un hombre en un ángulo demasiado pronunciado. Incluso vaciaba el cargador y pulía cada bala, una a una, para después alinearlas en fila como si fueran soldaditos de latón antes de seleccionar la más limpia, brillante y más dispuesta a complacerme y colocarla la primera de todas. Quería que solo la mejor de ellas abriese un agujero en la pared de la celda que era mi grueso cráneo, y luego taladrara un túnel a través de la espiral de desconsuelo de mi cerebro.

Bien mirado, todo esto podría aclarar por qué tantos suicidios se notifican erróneamente a la policía. «Estaba limpiando el arma y se disparó», decía la esposa del difunto.

Por supuesto las armas se disparan continuamente y algunas veces incluso matan a la persona que las sujeta; pero primero tienes que apoyar el cañón frío contra tu cabeza —la nuca es lo mejor— y apretar el maldito gatillo.

Una o dos veces incluso llegué a colocar un par de toallas dobladas debajo de la almohada y me acosté con la firme intención de hacerlo. Sale mucha sangre de una cabeza, incluso con un agujero tan diminuto. Me acostaba y observaba fijamente la nota de suicidio que había escrito en el mejor papel —comprado en París— y colocado con esmero en la repisa de la chimenea, dirigida a nadie en particular.

Nadie en particular y yo teníamos una relación muy cercana a finales del verano de 1941.

Después de un rato, algunas veces me dormía. Pero los sueños que tenía eran inadecuados para cualquier persona menor de veintiún años. Probablemente eran inadecuados incluso para Conrad Veidt o Max Schreck. Una vez me desperté de una de esas horribles y vívidas pesadillas que te paralizan el corazón, y llegué a disparar la pistola mientras me incorporaba en la cama. El reloj del dormitorio —el viejo reloj de pared vienés de mi madre— nunca volvió a ser el mismo.

Otras noches me quedaba acostado y esperaba a que la luz gris aumentase de intensidad en los bordes de las cortinas polvorientas y alumbrase el vacío total de otro día más.

Ni el coraje ni el esfuerzo servían ya de nada. El interminable interrogatorio de mi triste ser no producía arrepentimiento sino más desprecio por mí mismo. A los ojos de cualquier persona, yo seguía siendo el mismo hombre que siempre había sido: Bernie Gunther, comisario de homicidios del Alex; y sin embargo solo era una sombra de lo que fui. Un impostor. Un nudo de sentimientos experimentado con los dientes apretados, una presión en la garganta y un gran vacío retumbando en la boca de mi estómago.

Pero después de mi regreso de Ucrania, no era solo yo quien se sentía diferente, también Berlín. Estábamos a casi dos mil kilómetros del frente, pero la guerra se dejaba notar, y mucho, en el ambiente. Nada que ver con la Real Fuerza Aérea británica (RAF), que, a pesar de las promesas vacías del gordo Hermann de que ninguna bomba inglesa caería jamás sobre la capital alemana, había conseguido llevar a cabo irregulares pero muy destructivas apariciones en nuestros cielos nocturnos. Pero para el verano de 1941 apenas si nos visitaban. No, era Rusia la que ahora determinaba todos y cada uno de los aspectos de nuestras vidas, desde lo que había en las tiendas hasta cómo ocupabas tu tiempo libre —durante una época habían prohibido bailar— o hasta cómo te movías por la ciudad.

«Los judíos son nuestra desgracia», proclamaban los periódicos nazis. Pero para el otoño de 1941 nadie se creía de verdad el eslogan de Von Treitschke; y menos aún cuando existía un desastre mucho más obvio y autoinfligido con el que compararlo como el de Rusia. La campaña en el Este ya empezaba a perder impulso, y a causa de Rusia y de las imperantes necesidades de nuestro ejército, Berlín tenía todo el aspecto de ser la capital de una república bananera que se había quedado sin bananas, o de casi cualquier otra cosa que se te pudiera ocurrir.

Escaseaba la cerveza, y a menudo se acababan las existencias. Las tabernas y los bares empezaron a cerrar un día a la semana, luego dos, en ocasiones toda la semana, y después de un tiempo solo había cuatro bares en la ciudad donde pudieras conseguir de forma regular una jarra. Además, cuando conseguías dar con algo de beber distaba mucho de parecerse al conocido sabor de la cerveza. El agua agria, marrón y salobre que te servían en el vaso me recordaba sobre todo a los agujeros de los obuses llenos de agua y las charcas inmóviles de la tierra de nadie donde, algunas veces, nos habíamos visto obligados a buscar refugio. Para un berlinés aquello era una auténtica desgracia. Era imposible encontrar bebidas alcohólicas, y todo eso significaba que era casi imposible emborracharse y escapar de uno mismo, cosa que, al llegar la madrugada, me obligaba a menudo a limpiar mi pistola.

El racionamiento de la carne no era menos decepcionante para una población para quien las salchichas, en todas sus variadas formas, eran una forma de vivir. Se suponía que todos teníamos derecho a quinientos gramos a la semana, pero incluso cuando había carne, lo más probable era que recibieses solo cincuenta gramos por un cupón de cien.

Después de una mala cosecha, las patatas habían desaparecido. Y también los caballos que tiraban de los carros lecheros, aunque no es que eso importase mucho porque no había leche en las lecherías. Solo había leche y huevos en polvo, y ambos tenían el sabor de la polvareda de yeso que caía de los techos por culpa de las bombas de la RAF. El pan tenía gusto a serrín y muchos juraban que no era otra cosa. Los cupones de ropa servían para pagar unas pocas prendas y poco más. No podías comprar un par de zapatos nuevos y era casi imposible encontrar un zapatero que te reparase los viejos. Como casi todos los artesanos, la mayoría de los zapateros de Berlín estaban en el ejército.

Los productos de menor calidad o sucedáneos estaban por todas partes. El cordel se partía cuando intentabas apretarlo. Los botones nuevos se te quebraban en los dedos cuando intentabas coserlos. La pasta dentífrica era solo yeso y agua con un poco de sabor a menta, y de poco valía la diminuta pastilla de jabón del tamaño de una galletita que te suministraban, porque ni siquiera daba para limpiar toda la suciedad que cogías haciendo la cola para obtenerla. Y era para todo un mes. Incluso aquellos que no éramos miembros del Partido comenzábamos a oler un poco.

Con todos los técnicos en el ejército, no había nadie que se ocupara del mantenimiento de los tranvías y autobuses; el resultado era que líneas enteras —como la número uno, que recorría Unter den Linden— habían sido suprimidas sin más, mientras que la mitad de los trenes de Berlín se los habían llevado para colaborar en la campaña rusa transportando al frente los suministros de carne, patatas, cerveza, jabón y pasta de dientes que nos faltaban en casa.

No era solo la maquinaria la que se descuidaba. Allí donde mirases, la pintura se desconchaba de las paredes y la madera. Los pomos de las puertas se te quedaban en las manos. Las tuberías y las calefacciones se rompían. Los andamios en los edificios dañados por las bombas no se retiraban nunca porque no quedaban albañiles para terminar las reparaciones. Por supuesto, las balas funcionaban a la perfección, como siempre habían hecho. La munición alemana siempre era buena: soy testigo de la continuada excelencia de la munición y las armas que la disparaban. Pero todo lo demás estaba roto, era de baja calidad o un mero sucedáneo, estaba cerrado, o no disponible, o la oferta era insuficiente. Y la paciencia, al igual que las raciones, iba muy escasa. El oso negro de mirada amenazadora del escudo de armas de la ciudad comenzaba a parecerse de verdad al típico berlinés, que gruñía a los otros pasajeros en el metro, que rugía al carnicero indiferente que te servía solo la mitad del beicon al que tenías derecho según la cartilla de racionamiento, o que amenazaba a los vecinos de su edificio con traer a algún jefazo del Partido para ponerlos en su sitio.

Pero posiblemente era en las colas para comprar tabaco, cada vez más largas, donde encontrabas los temperamentos más exaltados. La ración era solo de tres cigarrillos al día, pero cuando eras lo bastante extravagante como para fumarte uno resultaba fácil comprender por qué Hitler no fumaba: tenían el sabor de las tostadas quemadas. En ocasiones la gente fumaba té, siempre que pudieran conseguirlo, pero si era el caso, siempre resultaba mejor echarle agua hirviendo y bebértelo.

En la jefatura de policía de Alexanderplatz —zona que se había convertido en el centro del mercado negro de Berlín, que, a pesar de las severas penas que aplicaban a los que pillaban, era la única cosa en la ciudad que se podía describir como próspera—, la escasez de gasolina nos afectó a todos tanto como la escasez de tabaco y alcohol. Íbamos en tren y autobús a las escenas del crimen, y cuando estos no funcionaban, caminábamos, a menudo durante los largos períodos de apagón general debidos a los bombardeos, lo cual no dejaba de tener su riesgo. Casi una tercera parte de las muertes accidentales en Berlín eran resultado de esa oscuridad. Ninguno de mis colegas en la Kripo estaba interesado en ir a los escenarios de los crímenes, sino más bien en resolver el constante problema de dónde encontrar una nueva fuente de salchichas, cerveza y cigarrillos. Algunas veces bromeábamos sobre el hecho de que el crimen estaba disminuyendo: nadie robaba dinero por la simple razón de que no había nada en las tiendas donde gastarlo. Como la mayoría de los chistes que corrían en Berlín en otoño de 1941, eran más divertidos cuando describían la realidad.

Por supuesto, aún había muchos robos: cupones, ropa, gasolina, muebles —los ladrones los convertían en leña—, cortinas —la gente las utilizaba para hacerse prendas—, conejos y cobayas que la gente criaba en los balcones para tener carne fresca; lo que fuese, los berlineses robaban todo lo que podían. Con esa total oscuridad había crímenes de verdad, crímenes violentos, si estabas dispuesto a buscarlos. La falta de luz es fantástica si eres un violador.

Durante un tiempo regresé a Homicidios. Los berlineses aún continuaban matándose los unos a los otros, y no pasaba un día que yo no encontrara ridículo el hecho de seguir preocupándome de estas cosas, sabiendo como sabía lo que estaba pasando en el Este. No había día que no recordase la visión de los hombres y mujeres judíos que eran llevados hacia las fosas de ejecución, donde eran despachados por pelotones de fusilamiento de SS borrachos que se reían. Sin embargo, seguía actuando como un detective de verdad, si bien a menudo tenía la sensación de estar apagando un fuego en un cenicero cuando, un poco más allá, toda la ciudad era el escenario de un incendio gigantesco.

Fue mientras investigaba varios homicidios a principios de septiembre de 1941 cuando descubrí algunos nuevos móviles para el asesinato que no figuraban en los libros de jurisprudencia. Eran móviles que surgían de las curiosas nuevas realidades de la vida en Berlín. Un pequeño propietario en Weissensee que se volvía loco por beber vodka casero y después mataba al cartero con un hacha. Un carnicero en Wilmersdorf apuñalado con su propio cuchillo por el vigilante de bombardeos aéreos del barrio durante una discusión por una ración de beicon escasa. La joven enfermera del hospital Rudolph Virchow que, debido a la gran escasez de alojamientos en la ciudad, envenenó a una solterona de sesenta y cinco años en Plotzensee para quedarse con la habitación de la víctima. Un sargento de las SS que venía con licencia desde Riga y que, habituado a los asesinatos en masa que tenían lugar en Letonia, mató a sus padres porque no veía ninguna razón para no hacerlo. Pero la mayoría de los soldados que volvían a casa desde el Frente Oriental y no estaban de humor para matar a nadie, salvo a sí mismos.

Podría haber hecho lo mismo de no haber sido por la certidumbre de que nadie me echaría de menos y por el claro conocimiento de que había muchos otros —judíos sobre todo— que parecían seguir adelante con su vida con mucho menos de lo que yo tenía. Sí, a finales del verano de 1941 fueron los judíos, y lo que les estaba pasando, los que me ayudaron a convencerme de no acabar con mi vida.

Por supuesto, los crímenes berlineses de toda la vida —los que solían vender periódicos— se continuaban cometiendo. Los maridos continuaban asesinando a sus esposas como antes. En ocasiones las esposas asesinaban a sus maridos. En mi opinión, la mayoría de los maridos que acababan asesinados —matones que abusaban de las críticas y los puños— se lo tenían merecido. Nunca le he pegado a una mujer, a menos que hubiésemos hablado de ello antes. A las prostitutas las degollaban o las mataban a golpes, como antes. Y no solo a las prostitutas. En el verano anterior a mi regreso de Ucrania un asesino libidinoso llamado Paul Ogorzow se declaró culpable de la violación y asesinato de ocho mujeres y del intento de asesinato de por lo menos otras ocho. La prensa sensacionalista lo bautizó como el asesino del tren de cercanías, porque la mayoría de sus ataques los realizaba en trenes o cerca de las estaciones de la red de cercanías.

Es por eso que el nombre de Paul Ogorzow acudió a mi mente cuando, más tarde, una noche en la segunda semana de septiembre de 1941, me llamaron para que le echase un vistazo a un cuerpo que habían encontrado cerca de las vías entre las estaciones del tren de cercanías del puente Jannowitz y Schlesischer. De noche nadie estaba seguro de si el cuerpo era de un hombre o una mujer, algo comprensible si tenías en cuenta además que lo había atropellado un tren y le faltaba la cabeza. La muerte repentina pocas veces es agradable. Si lo fuese, no se necesitarían detectives. Pero esta era tan desagradable como cualquiera que hubiese presenciado durante la Gran Guerra, causada por una mina o un obús, que podía reducir a un hombre a un amasijo de ropas ensangrentadas y huesos partidos. Posiblemente por eso pude presenciarlo con tanto distanciamiento. Al menos eso quiero pensar. La alternativa —mi reciente experiencia en los guetos asesinos de Minsk me había dejado indiferente a la visión del sufrimiento humano— era demasiado terrible para aceptarla.

Los otros investigadores eran Wilhelm Wurth, un sargento que era toda una figura dentro del circuito deportivo de la policía, y Gottfried Lehnhoff, un inspector que había vuelto al Alex después de haberse retirado.

Wurth estaba en el equipo de esgrima, y el invierno anterior había participado en la competición de esquí de Heydrich para la policía alemana y había ganado una medalla. Wurth tendría que haber estado en el ejército, pero lamentablemente era un año o dos demasiado mayor. Sin embargo, era un elemento muy útil con el que contar en una investigación de asesinato, siempre que se tratase de una víctima que se había ensartado la punta de una espada mientras esquiaba. Era un hombre delgado y tranquilo con orejas como badajos y un labio superior tan grueso como un bigote de morsa. Resultaba un rostro de lo más adecuado para un detective en la actual fuerza policial de Berlín, pero no era tan estúpido como parecía. Vestía un traje cruzado gris, llevaba un bastón grueso y masticaba la boquilla de una pipa de cerezo que casi siempre estaba vacía pero que de alguna manera conseguía que oliese a tabaco.

Lehnhoff tenía el cuello y la cabeza en forma de pera, pero no era verde. Como muchos otros polis había estado viviendo de la pensión, pero como ahora la mayoría de policías jóvenes servían en los batallones de la policía en el Frente Oriental, había vuelto al cuerpo para buscarse un rincón cómodo en el Alex. La pequeña insignia del Partido que llevaba en la solapa de su traje barato le servía para que su trabajo como policía fuese lo más relajado posible.

Caminamos hacia el sur por Dircksen Strasse hasta el puente Jannowitz y luego a lo largo de la vía con el río debajo de nuestros pies. Había luna y la mayor parte del tiempo no necesitábamos las linternas que habíamos llevado, pero nos sentimos más seguros con ellas cuando la vía giró en Holtmarkt Strasse hacia la fábrica de gas y la vieja central eléctrica de Julius Pintsch; no había ninguna valla y hubiese sido muy fácil apartarse de la vía y sufrir una mala caída.

En la fábrica de gas nos encontramos con un grupo de agentes y trabajadores del ferrocarril. Un poco más adelante alcanzaba a ver la silueta de un tren en la estación de Schlesischer.

—Soy el comisario Gunther, del Alex —dije. No había ninguna necesidad de enseñar la placa—. Ellos son el inspector Lehnhoff y el sargento Wurth. ¿Quién ha llamado?

—Yo, señor. —Uno de los polis se acercó hacia mí y saludó—. El sargento Stumm.

—Espero que no sea pariente del otro Stumm —dijo Lehnhoff.

El gordo Hermann había expulsado de la policía política a un tal Johannes Stumm porque no era nazi.

—No, señor. —El sargento Stumm sonrió paciente.

—Dígame, sargento —dije—. ¿Por qué cree que puede tratarse de un asesinato y no de un suicidio o un accidente?

—Es verdad que ponerse delante de un tren es la forma más popular de matarse en estos días —respondió el sargento Stumm—. Sobre todo entre las mujeres. Yo utilizaría un arma de fuego si quisiese matarme. Pero las mujeres no se sienten cómodas con las armas. La víctima tiene todos los bolsillos del revés, señor. No es algo que haces si piensas matarte. Tampoco es algo que un tren se tome la molestia de hacer habitualmente. Por lo tanto, descarto que se trate de un accidente, ¿está de acuerdo?

—Quizás alguien lo encontró antes que usted —sugerí—. Y le robó.

—Quizás un poli —dijo Wurth.

El sargento Stumm, con la máxima prudencia, hizo caso omiso de la sugerencia.

—Eso es poco probable, señor. Estoy seguro de que fui el primero en llegar a la escena. El maquinista vio algo en la vía cuando comenzaba a acelerar a la salida de Jannowitz. Pisó los frenos, pero cuando el tren se detuvo ya era demasiado tarde.

—Muy bien. Vamos a echarle una ojeada.

—No es un espectáculo muy agradable, señor. Ni siquiera en la oscuridad.

—Créame, he visto cosas peores.

—Le creo, señor.

El sargento uniformado nos guió a lo largo de la vía y se detuvo por un momento para encender la linterna e iluminar una mano amputada que yacía en el suelo. La miré durante un par de minutos antes de continuar caminando hacia donde otro agente esperaba paciente junto a un cúmulo de ropas destrozadas y restos que una vez habían sido un ser humano. Por un momento podría haber estado mirándome a mí mismo.

—Alumbre con la linterna mientras echamos un vistazo.

Parecía como si el cuerpo hubiese sido masticado y escupido por un monstruo prehistórico. Las piernas apenas si se sujetaban a una pelvis aplastada. El sujeto vestía un mono azul de trabajo con unos grandes bolsillos, que desde luego estaban vueltos del revés como había descrito el sargento; también lo estaban los bolsillos en el amasijo grasiento que era su chaqueta de franela. Donde había estado la cabeza había ahora un resplandeciente y cerrado arpón de huesos y tendones ensangrentados. Había un fuerte olor a mierda de los intestinos que habían sido aplastados y vaciados debajo de la enorme presión de las ruedas de la locomotora.

—No puedo imaginar que haya visto algo peor que este pobre tipo —dijo el sargento Stumm.

—Yo tampoco —manifestó Wurth, que se volvió asqueado.

—Yo diría que todos veremos algunas imágenes interesantes antes de que esta guerra acabe —comenté—. ¿Alguien ha buscado la cabeza?

—Tengo a un par de hombres rastreando la zona ahora mismo —respondió el sargento—. Uno en las vías y el otro abajo, por si acaso rodó hacia la fábrica de gas o al patio de la fábrica.

—Creo que tiene usted razón —manifesté—. Parece un asesinato. Aparte de los bolsillos, que están del revés, está la mano que vimos.

—¿La mano? —preguntó Lehnhoff—. ¿Qué pasa con ella?

Les llevé de vuelta a lo largo de la vía para echar otra mirada a la mano amputada, que recogí e hice girar en mis manos como si fuese un artefacto histórico o quizás un recuerdo que una vez perteneció al profeta Daniel.

—Estos cortes en los dedos me parecen defensivos —expliqué—. Como si hubiese intentado sujetar el cuchillo de alguien que trataba de apuñalarlo.

—No sé cómo puedes apreciar eso después de que lo haya arrollado un tren —protestó Lehnhoff.

—Porque estos cortes son demasiado finos para que los haya causado el tren. Mira dónde están. A lo largo de la carne de la parte interior de los dedos y en la mano entre el pulgar y el índice. Es una herida defensiva de manual, Gottfried.

—De acuerdo —asintió Lehnhoff casi a regañadientes—. Supongo que eres el experto. En asesinatos.

—Puede ser. Solo que últimamente me ha salido mucha competencia. Hay muchos polis en el Este, polis jóvenes que saben mucho más de asesinatos que yo.

—No tengo noticia de ello —dijo Lehnhoff.

—Créeme, sé lo que digo. Allí hay toda una nueva generación de policías expertos. —Dejé que el comentario hiciese su efecto por un momento antes de seguir hablando, con sumo cuidado, por el bien de las apariencias—. Algunas veces me parece muy alentador que haya tantos hombres buenos preparados para ocupar mi lugar. ¿Eh, sargento Stumm?

—Sí, señor.

Pero percibí la duda en la voz del sargento uniformado.

—Acompáñenos —lo invité con aprecio. En un país donde el mal genio y la petulancia estaban a la orden del día, donde Hitler y Goebbels estaban siempre protestando furiosos por cualquier cosa, la imperturbabilidad del sargento resultaba alentadora—. Volvamos al puente. Otro par de ojos podrían ser útiles.

—Sí, señor.

—¿Qué estamos buscando?

Había un deje de cansancio en la voz de Lehnhoff, como si no encontrase sentido a seguir investigando el caso.

—Un elefante.

—¿Qué?

—Algo. Pruebas. Desde luego sabrás que lo son cuando las veas —dije.

De nuevo en las vías encontramos algunas gotas de sangre en una traviesa, y luego un poco más en el borde de la plataforma fuera del edificio de cristal de la estación del puente Jannowitz.

Abajo, alguien a bordo de una barcaza que avanzaba tranquilamente bajo los arcos de ladrillo rojo del puente nos gritó que apagásemos las luces. Esa fue la oportunidad para que Lehnhoff demostrase su poder. Era casi como si hubiese estado esperando el momento de emplearse con dureza con alguien, con quien fuera.

—Somos policías —le gritó al de la barcaza. Lehnhoff era solo otro alemán furioso—. Aquí arriba estamos investigando un asesinato. Así que ocúpese de sus asuntos si no quiere que acabe subiendo a bordo y comience a investigar en su barca.

—Ya, ya, pero será asunto de todos si los bombarderos ingleses ven sus luces —dijo la voz razonablemente.

Wurth arrugó la nariz en una muestra de incredulidad.

—Yo no diría que eso sea muy probable. ¿Tú qué crees? Hace tiempo que la RAF no se adentra tan al este.

—Es probable que ellos tampoco tengan gasolina —dije.

Apunté mi linterna al suelo y seguí el rastro de sangre hasta el lugar donde parecía empezar.

—Por la cantidad de sangre que hay en el suelo es probable que lo apuñalasen aquí. Luego avanzó tambaleante por el andén antes de caer sobre las vías. Se levantó. Caminó un poco más y entonces fue arrollado por el tren que se dirigía a Friedrichshagen.

—Era el último —dijo el sargento Stumm—. El de la una.

—Es una suerte que no lo perdiese —se burló Lehnhoff.

No le hice caso y consulté mi reloj. Eran las tres de la madrugada.

—Eso nos da una hora aproximada de la muerte.

Comencé a caminar a lo largo de las vías delante del andén y al cabo de un rato encontré en el suelo un libro gris verdoso del tamaño de un pasaporte. Era un documento de identificación laboral muy parecido al mío, pero el que tenía en las manos era para extranjeros. Dentro estaba toda la información del muerto que yo necesitaba: su nombre, nacionalidad, dirección, fotografía y empresa para la que trabajaba.

—¿Es la documentación de un trabajador extranjero? —preguntó Lehnhoff por encima de mi hombro mientras yo estudiaba los detalles de la víctima a la luz de la linterna.

Asentí. El muerto era Geert Vranken, de treinta y nueve años de edad, nacido en Dordrecht, en Holanda, un trabajador ferroviario voluntario; vivía en un hostal en Wuhlheide. El rostro de la foto mostraba una expresión de desconfianza, con una barbilla partida mal afeitada. Las cejas eran cortas y el pelo ralo en un lateral. Parecía vestir la misma chaqueta de franela gruesa que había visto en el cuerpo, y una camisa sin cuello abrochada hasta arriba. Mientras leíamos los hechos de la corta vida de Geert Vranken, otro policía subía las escaleras de la estación Jannowitz sosteniendo lo que, en la oscuridad, parecía una pequeña bolsa redonda.

—He encontrado la cabeza, señor —informó el agente—. Estaba en el tejado de la fábrica Pintsch. —La sujetaba por la oreja, lo que, dada la ausencia de pelo, parecía una manera tan buena como cualquier otra para llevar una cabeza cortada—. No me ha parecido buena idea dejarla ahí arriba, señor.

—No, ha hecho bien en traerla, muchacho —dijo el sargento Stumm, y sujetándola por la otra oreja, depositó la cabeza del muerto en el andén para que nos mirase.

—No es una visión que se tenga cada día —dijo Wurth y desvió la mirada.

—Tendría que ir a la prisión de Plotzensee —comenté—. He oído decir que allí la guillotina anda muy ocupada estos días.

—Es él, desde luego —afirmó Lehnhoff—. El hombre de la documentación. ¿Tú qué dices?

—Estoy de acuerdo —asentí—. Y supongo que alguien pudo haber intentado robarle. ¿Por qué si no revisarle los bolsillos?

—Entonces, ¿insistes en la teoría de que esto es un asesinato y no un accidente? —preguntó Lehnhoff.

—Así es. Por esa razón.

El sargento Stumm carraspeó y luego se rascó la barbilla, que sonó casi igual de fuerte.

—Mala suerte para él. Pero también mala suerte para el asesino.

—¿A qué se refiere? —pregunté.

—Si era un trabajador extranjero, no puedo imaginar que hubiese algo más que pelusa en sus bolsillos. Es algo muy decepcionante matar a un hombre con la intención de robarle y luego descubrir que no tiene nada que valga la pena. Me refiero a que estos pobres tipos no cobran demasiado, ¿verdad?

—Es un trabajo —protestó Lehnhoff—. Mejor un trabajo en Alemania que estar desocupado en Holanda.

—¿Y de quién es la culpa? —señaló el sargento Stumm.

—Creo que no me gusta su insinuación, sargento —dijo Lehnhoff.

—Déjalo ya, Lehnhoff —intervine—. Este no es el momento ni el lugar para una discusión política. Después de todo ha muerto un hombre.

Lehnhoff gruñó y tocó la cabeza con la puntera de su zapato, cosa que fue suficiente para hacerme desear echarlo a puntapiés del andén.

—Si alguien lo asesinó, como usted dice, comisario, tuvo que ser otro de esos trabajadores extranjeros. Verá como estoy en lo cierto. En esos hostales en los que viven se devoran como perros los unos a los otros.

—No lo descarto —dije—. Los perros saben la importancia de llenarse el estómago de vez en cuando. Y por lo que a mí respecta, si tengo que escoger entre cincuenta gramos de perro y cien gramos de nada, puedes apostar que escogeré el perro.

—Yo no —manifestó Lehnhoff—. Puse mi límite en las cobayas. Así que de ninguna manera comeré perro.

—Una cosa es decirlo, señor —dijo el sargento Stumm—. Pero otra cosa muy diferente es intentar adivinar la diferencia. Quizá no lo sepa, pero los polis del parque zoológico están haciendo vigilancias nocturnas, debido a que los cazadores furtivos entran y roban los animales. Al parecer acaban de robarles un tapir.

—¿Qué es un tapir? —preguntó Wurth.

—Algo parecido a un cerdo —contesté—. Supongo que es como lo estará llamando ahora algún carnicero sin escrúpulos.

—Buena suerte para él —dijo el sargento Stumm.

—No lo dirá en serio —manifestó Lehnhoff.

—Un hombre necesita algo más que un elegante discurso del Mahatma Propangandi para llenar el estómago —dije.

—Amén —asintió el sargento Stumm.

—¿Así que mirarías para otro lado aunque supieses lo que era?

—No lo sé —respondí, y de nuevo tuve cuidado. Podía ser suicida pero no estúpido: Lehnhoff era la clase de tipo que denunciaría a alguien a la Gestapo por quedarse sus zapatos ingleses; y yo no deseaba en absoluto pasar una semana en la cárcel lejos del consuelo de mi pistola cálida y nocturna—. Pero esto es Berlín, Gottfried. Mirar hacia otro lado es lo que mejor se nos da.

Señalé la cabeza decapitada que yacía a nuestros pies.

—Dime si estoy equivocado.

Praga mortal

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