Читать книгу Praga mortal - Philip Kerr - Страница 7
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ОглавлениеHay un montón de cosas en las que nunca acierto. Pero en lo que se refiere a los nazis pocas veces me equivoco.
Geert Vranken era un trabajador voluntario y había venido a Berlín en busca de un trabajo mejor del que tenía en Holanda. El ferrocarril de Berlín, en plena fase de crisis por las dificultades a la hora de reclutar personal de mantenimiento, se había alegrado de contar con un ingeniero ferroviario experimentado; sin embargo, la policía no se alegraba de tener que investigar su asesinato. De hecho, hubieran preferido no investigar el caso. Pero no había ninguna duda de que aquel hombre había sido asesinado. Cuando el viejo médico por fin examinó el cuerpo a regañadientes, dado que se había visto obligado a abandonar su retiro para ocuparse de la patología forense en la policía de Berlín, identificó las heridas de seis puñaladas en lo que quedaba del torso.
El comisario principal Friedrich-Wilhelm Lüdtke, quien estaba ahora a cargo de la policía criminal de Berlín, no era mal detective. Era precisamente Lüdtke quien había dirigido con éxito la investigación de los asesinatos acaecidos en la red de cercanías que había conducido al arresto y ejecución de Paul Ogorzow. Pero tal como él mismo me explicó en su despacho acabado de enmoquetar en el último piso del Alex, se había aprobado una importante ley en Wilhelmstrasse, y el jefe de Lüdtke, Wilhelm Frick, ministro de Interior, le había ordenado priorizar el cumplimiento de la ley a expensas de cualquier otra investigación. Lüdtke, un abogado, casi sintió vergüenza al explicarme en qué consistía esa nueva ley tan importante.
—A partir del 19 de septiembre —dijo—, todos los judíos de Alemania y el protectorado de Bohemia y Moravia estarán obligados a llevar una estrella amarilla con la palabra «judío» en sus prendas exteriores.
—¿Quieres decir como en la Edad Media?
—Sí, como en la Edad Media.
—Será más fácil distinguirlos. Una gran idea. Hasta hace poco me resultaba difícil reconocer quién era judío y quién no. Desde hace un tiempo se les ve más delgados y hambrientos que el resto de nosotros. Pero es lo que hay. Con toda sinceridad, aún no he visto a ninguno que se parezca a aquellos estúpidos dibujos que aparecieron en Der Stürmer. —Asentí con un falso entusiasmo—. Sí, no cabe duda de que eso evitará que se parezcan a nosotros.
Lüdtke, visiblemente incómodo, se ajustó los puños y el cuello bien almidonados. Era un hombre corpulento con una abundante cabellera oscura peinada sobre una frente ancha y bronceada. Vestía un traje azul marino y una corbata oscura con un nudo tan pequeño como la insignia del Partido que lucía en la solapa; es probable que la notase igual de apretada en el cuello cuando se trataba de decir la verdad. En una esquina de su mesa había dejado un bombín a juego, como si ocultase algo debajo. Tal vez el almuerzo. O quizá solo su conciencia. Me pregunté qué aspecto tendría aquel sombrero con una estrella amarilla en la copa. Como el casco de un Keystone Kop, pensé. De todas maneras, algo idiota.
—No me gusta esto más que a ti —dijo, y se rascó nervioso el dorso de las dos manos. No era difícil ver que estaba ansioso por fumar. Ambos lo estábamos. Sin cigarrillos, el Alex era como un cenicero en una sala para no fumadores.
—Creo que aún me gustaría muchísimo menos si fuese judío —dije.
—Sí, pero ¿sabes qué lo hace casi imperdonable? —Abrió una caja de cerillas y se llevó una a la boca—. Ahora mismo hay una tremenda escasez de tela.
—Tela amarilla.
Lüdtke asintió.
—Debería haberlo adivinado. ¿Te importa si cojo una de esas?
—Tú mismo. —Arrojó la caja de cerillas a través de la mesa y me observó mientras yo sacaba una y me la ponía en un extremo de la boca—. Dicen que son buenas para la garganta.
—¿Estás preocupado por tu salud, Wilhelm?
—¿No lo estamos todos? Por eso hacemos lo que nos dicen. No fuéramos a necesitar una dosis de Gestapo.
—¿Te refieres a asegurarnos de que los judíos lleven las estrellas amarillas?
—Correcto.
—Sí, claro, por supuesto. Y mientras intento descubrir la obvia importancia de una ley como esa, aún tenemos entre manos el asunto del holandés asesinado. Por si lo habías olvidado, lo apuñalaron seis veces.
Lüdtke se encogió de hombros.
—Si fuese alemán sería diferente, Bernie. Pero el caso Ogorzow fue una investigación muy cara para este departamento. Nos pasamos mucho en el presupuesto. No tienes ni idea de cuánto costó pillar a ese cabrón. Policías de paisano, entrevistas a la mitad de los trabajadores del ferrocarril, aumento de la presencia policial en las estaciones; las horas extraordinarias que tuvimos que pagar fueron muchísimas. En realidad fue un momento muy difícil para la Kripo. Por no hablar de la presión que recibimos del Ministerio de Propaganda. Es difícil cazar a alguien cuando los periódicos no están autorizados a escribir sobre el caso.
—Geert Vranken era un trabajador ferroviario —dije.
—¿Tú crees que el ministerio se alegrará de saber que hay otro asesino suelto en el metro?
—Este asesino es diferente. Hasta donde yo sé nadie lo violó. Y aparte del tren que lo arrolló, nadie intentó mutilarlo.
—Pero un asesinato es un asesinato, y con toda franqueza sé muy bien lo que dirán. Que ya hay suficientes malas noticias circulando por ahí. Por si no te has dado cuenta, Bernie, la moral de la ciudad está más baja que el culo de una puta. Además, necesitamos a los trabajadores extranjeros. Es lo que nos dirán. La última cosa que queremos es que los alemanes crean que existe algún problema con nuestros trabajadores invitados. Ya tuvimos suficiente de eso durante el caso Ogorzow. Todos en Berlín estaban convencidos de que un alemán no podría haber asesinado a todas aquellas mujeres. Muchos trabajadores extranjeros fueron acosados y golpeados por berlineses furiosos que creían que alguno de ellos lo había hecho. No desearás que eso ocurra de nuevo, ¿verdad? Ya hay problemas de sobra con los trenes y el metro tal como están las cosas. He tardado casi una hora en llegar al trabajo esta mañana.
—Me pregunto por qué nos molestamos en venir, dado que el Ministerio de Propaganda ahora decide qué podemos y qué no podemos investigar. ¿De verdad se supone que debemos dedicarnos a comprobar si los judíos llevan la estrella correcta? Es ridículo.
—Me temo que así están las cosas. Quizá si hubiese más apuñalamientos como este entonces podríamos dedicar algunos recursos a la investigación, pero ahora preferiría que dejases a ese holandés en paz.
—De acuerdo; si es lo que quieres, así será, Wilhelm. —Mordí con fuerza mi cerilla—. Pero comienzo a comprender tu excesiva afición a las cerillas. Supongo que resulta más fácil no gritar cuando estás mascando una.
En el momento de levantarme para irme miré la foto colgada en la pared. El Líder me miraba triunfal, pero, por una vez, no decía gran cosa. Si alguien necesitaba una estrella amarilla era él; y cosida encima de su corazón, suponiendo que tuviese uno; una diana para el pelotón de fusilamiento.
El mapa de la ciudad de Berlín en la pared de Lüdtke tampoco me dijo nada. Cuando Bernhard Weiss, uno de los predecesores de Lüdtke, estuvo al mando de la Kripo de Berlín, el mapa estaba cubierto con banderitas que marcaban los sucesos criminales que tenían lugar en la ciudad. Ahora estaba vacío. Al parecer se habían acabado los crímenes. Otra gran victoria para el Nacionalsocialismo.
—Ah, por cierto. ¿No habría que informar a la familia Vranken en Holanda de que su principal sustento detuvo un tren con la cara?
—Hablaré con el Servicio Estatal de Trabajo —dijo Lüdtke—. Puedes estar seguro de que ellos se encargarán.
Exhalé un suspiro y moví la cabeza en círculos sobre mis hombros; la notaba pesada y espesa, como una vieja pelota de ejercicios.
—Ya me siento más animado.
—No lo pareces —dijo él—. ¿Qué pasa contigo estos días, Bernie? Antes eras un verdadero tocacojones, ¿lo sabías? Cada vez que entrabas aquí eras como un huracán. Es como si te hubieses rendido.
—Quizá lo haya hecho.
—Pues regresa. Te ordeno que te animes.
Me encogí de hombros.
—Si supiese nadar, Wilhelm, lo primero que haría sería quitarme el yunque que tengo atado a los tobillos.