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EL TIEMPO GRAMATICAL DE LA TRANSICIÓN
ОглавлениеHay que ser absolutamente moderno.
ARTHUR RIMBAUD1
Si la adolescencia es ante todo un significante del Otro que sirve para designar este momento particular relativo a un tiempo lógico y gramatical propio de cada uno, está claro que este tiempo, a diferencia del que corresponde a la infancia, que es un tiempo del pasado, es el del presente. El adolescente ha empezado ligado al presente, a lo inmediato, al instante. Los adolescentes están en un momento de verdad de su ser, de un modo en que no lo estuvieron antes y ya no lo estarán después. Para Marc Augé, antropólogo, «es el presente, el pensamiento en el presente que afirma la necesidad del futuro y del pasaje al acto».2 Estar ahí, en esa onda, vivir a fondo el instante presente; es eso lo que reivindican los adolescentes bajo el modo de una relación auténtica con su ser. El adolescente, solo o en grupo, está siempre en presente.
Proponemos llamar aquí estilo del tiempo presente, en homenaje al libro que Peter Utz3 consagró a Walser, este tiempo en el que el adolescente es particularmente más sensible a lo que se oye. La proximidad del otro, la pandilla de amigos, le resulta necesaria para charlar, para intercambiar lo que experimenta como inédito e inaudito en el instante presente. Este instante es el del redescubrimiento del objeto al que había renunciado en el final del Edipo, antes de entrar en el periodo de latencia. Es lo que Rousseau describe como el bramido del mar que precede de lejos a la tormenta», el anuncio tempestuoso, «el murmullo de las pasiones nacientes». Es a este murmullo al que conviene saber decir sí, pues si «la fermentación sorda» que recela no es escuchada, si no encuentra su fórmula, lleva la advertencia de la proximidad del peligro. Este peligro, lo conocemos desde Freud con su verdadero rostro: es el de la pulsión, de la que Lacan señalaba su silencio. Allí donde ello no habla, la pasión naciente murmura alguna cosa que agita el ser.
Esta pulsión no es una simple réplica de las pulsiones de la infancia; en la pubertad, el despertar de la pulsión por lo real biológico se acompaña de la represión del objeto parental que se ve definitivamente condenado como objeto sexual. La pubertad, en esto, es un traumatismo, en el sentido en que viene a hacer «agujero en lo real».4
UNA PRESENCIA DELICADA DEL CUERPO
Por metamorfosis de la pubertad, Freud designaba la reactualización de las elecciones de la infancia, elecciones de objetos, homosexuales o heterosexuales, elecciones de posición en cuanto a la sexuación; ya sea situándose al servicio de una pulsión parcial, ya sea poniéndose al servicio de una voluntad de goce. El sujeto debe decidir en el momento presente sobre su elección de objeto para su existencia, «lo que ilustra bien la pieza de Shakespeare El mercader de Venecia. Esta elección de objeto implica una referencia al sexo, al Otro sexo en su alteridad, al amor no siendo más que elección de un Otro idealizado, unario.
En este principio del siglo XXI, una serie de películas americanas, Long Way Home, Mystic River, Elephant y Ken Park,5 dan testimonio de este momento de pasaje de un estado de experiencia a otro, de la infancia a la edad adulta. Recogiendo a la vez los términos escogidos desde 1906 por Musil para describir este pasaje como un verdadero ojo del huracán, una mancha negra, los de Freud con la metáfora del túnel y, finalmente, el agujero en el saber del que habla Lacan, la película realizada por Gus Van Sant, Elephant, escenifica el tornado mortífero del pasaje al acto del joven Axel en su instituto de Columbine. Con la indiferencia total de su entorno, este adolescente recibe por correo una verdadera artillería de combate encargada por Internet. Medios ofrecidos como solución a su locura paranoica: borrar a sus camaradas reducidos en su universo mental a manchas que hacer desaparecer.
Estas películas escenifican una presencia inédita del cuerpo, que ilustra cómo este momento de la adolescencia se ha convertido hoy en «la mancha ciega de América». Presencia de los cuerpos en lo que tienen de opaco e inefable, presencia que se resiste a la esclavitud del relato, portadoras de un guirigay pulsional que puede conducir a lo peor si se desconoce el goce que está en juego, y del que uno de sus nombres es la pulsión de muerte.
El discurso, impotente para emparejar el goce con una cadena significante que lo articularía al vínculo social, no es ya un auxilio para estos adolescentes. El significante solo se desencadena, perturbando directamente al cuerpo, el lazo con el Otro. Surge entonces «la necesidad de actuar que provoca un desdén hacia todo obstáculo o peligro».6
Si es decisivo captar en este periodo de la adolescencia estos momentos de denuncia del Otro, es porque llevan la marca de la infernal ironía del esquizofrénico del que Jacques-Alain Miller7 precisa, siguiendo a Lacan, que es «un arma» que permite denunciar la raíz misma de toda relación social. Lacan, respondiendo a los estudiantes de filosofía, hacía referencia a su clínica para decir que la función social de la enfermedad mental es la ironía: «Cuando ustedes tengan la práctica del esquizofrénico, sabrán la ironía que lo arma, llevando la raíz de toda relación social».8
Incluso si los sujetos buscan, a través del hecho de ponerse en riesgo o del rechazo del Otro, dirigirse a un otro mítico e inalcanzable, la puesta en juego de su cuerpo depende de la manera en que el lenguaje les sirva o no para defenderse de lo real. Es importante entonces saber que ponerse en riesgo o rechazar al Otro no son equivalentes, pero revelan la estructura de la personalidad. Para los que saben defenderse de lo real mediante lo simbólico, la puesta en juego es a menudo una escapatoria. Para otros, aquellos para los que lo simbólico es el equivalente de lo real, la puesta en juego de su cuerpo puede conducir a su desaparición en lo real.