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INTRODUCCIÓN
ОглавлениеQuerido maestro: Estamos en los meses del amor; tengo diecisiete años. La edad de las esperanzas y de las quimeras, como se dice —y es así que me he puesto, niño tocado por el dedo de la Musa—, perdón si esto es banal, a decir mis buenas creencias, mis esperanzas, mis sensaciones, todas estas cosas de los poetas —yo llamo a esto la primavera.
Carta de Rimbaud a Théodore de Banville,
el 24 de mayo de 18701
A principios del siglo XIX, la estabilización y el «enfamiliamiento»2 de la sociedad reforzó el control de los adolescentes. La figura medieval del valiente caballero errante a la conquista de la salud y del Grial cede el lugar a la del vagabundo peligroso. Más tarde, la voluntad de controlar a los jóvenes no cesó de crecer, y de esta voluntad misma emergió la noción de crisis de la adolescencia.
En el momento en que la sociedad aspira a la calma, la juventud levanta barricadas y amenaza el orden establecido. Pero lo más peligroso, precisa Michel Foucault,3 es que el adolescente muestra claramente la importancia de la sexualidad. Es esto lo que le lleva lejos de su familia y es atraído hacia otro lugar, es El despertar de la primavera.4
Soñar con otro lugar puede tomar la forma de la fuga o de la errancia:
el adolescente que se fuga se convierte en una de las figuras clásicas de finales del siglo XIX, después del XX. El otro lugar aparece entonces como uno de los nombres de este lugar innombrable que atrae a la gente joven y que algunos llegan a fijar por un tiempo en la escritura. Es lo que Rimbaud llamaba «encontrar una lengua».5
En el momento de hacer la elección entre la pasión y la razón, el adolescente se confronta con «la cuestión del misterio doloroso que es el sujeto para él mismo». Entonces, bien sea el adolescente en juego «como si de un instrumento se tratara»,6 o condenado a encarnar este inquietante misterio; bien sea el olvido con los instrumentos de consumo que el mundo contemporáneo le ofrece para embaucarle y colmar su falta, ¿cómo «domesticar esta pasión» que puede conducirle a un cierto dolor de vivir?
Después de Freud, creemos lo suficiente en los efectos de la palabra en el cuerpo para saber escuchar este dolor y responder a la demanda «que emana de la voz de alguien que sufre de su cuerpo o de su pensamiento».7 El descubrimiento de Freud se ordena alrededor de algo que el sujeto no puede nombrar y que, haciendo «agujero en lo real»,8 lo reenvía a un vacío.
Este real con el que Freud se tropezó (y al que llamó das Ding, «la cosa freudiana»), fue formalizado por Lacan mediante una escritura: objeto a.
Es a este vacío al que se enfrenta el adolescente. Ahora bien, querer tratar este vacío o esta angustia en nombre de la seguridad, llenándolo con los ideales del bienestar, o predicando sobre su ser,9 conduce siempre a lo peor. Al contrario, la presentación de los síntomas de una clínica del ideal del yo —síntomas ligados al momento en que la adolescencia desea ser vista y reconocida de una nueva manera— permite leer de otra manera lo que se dice en estos momentos de depresión, de vagabundeo o de conductas de riesgo.
Es este real el que proponemos llamar aquí la mancha negra10 del sujeto, para designar la parte de él que desentona, que deja mancha en el cuadro de su existencia y que corre el riesgo, si se identifica demasiado con eso, de arrebatar su ser. Esta mancha negra estaba ya al principio de la fobia del pequeño Juanito,11 y es a ella a la que Lacan, con su objeto a, da la función lógica de ser lo que, en el corazón de todo ser humano, concierne a un real inasimilable por la función simbólica —su parte indecible donde se sostiene la causa del deseo del sujeto o la puesta en juego de su goce.
El adolescente está en un momento de transición en que se opera una desconexión para el sujeto entre su ser de niño y su ser de hombre o de mujer. Se juega ahí la implicación de una elección decisiva incluyendo la dimensión inédita de un acto. Si la dimensión del acto es tan importante en las patologías que aparecen en la adolescencia es porque el acto es una tentativa de inscribir, en las crisis de identidad que se convierten en crisis de deseo, la parte real ligada al objeto a. ¿No definía Lacan la pubertad como el tiempo lógico «función de un vínculo que debe establecerse entre la maduración del objeto a»?12
Esta dimensión del acto puede empujar a algunos a una clínica del odio, es decir, a querer demostrar, con una cierta urgencia, incluso con una cierta violencia, la dimensión de verdad de su ser. El acto sirve entonces de salida al impasse de la relación con el Otro, a lo que se experimenta como un imposible de decir según las modalidades clínicas del desasosiego, tan querido para Musil,13 y del enfado o tristeza, que llevan a este sentimiento del exilio del que las obras de Rimbaud14 y Hölderlin están atravesadas.
Los textos de estos autores nos permiten concebir al adolescente como ligado al hoy, al presente, al tiempo de la contingencia. Pues ¿no es él quien abre la vía nueva? «La poesía moderna, la que parte no de Baudelaire, sino de Rimbaud», según la pertinencia distintiva de Roland Barthes, ¿no nos conduce hacia el mismo Rimbaud adolescente —«apremiado por encontrar el lugar y la fórmula»—15 que atormenta todavía a los jóvenes?16 El adolescente vive siempre en «lo último»: esperar está más allá de sus fuerzas vivas,17 su tiempo concuerda con la rapidez. «Vine demasiado pronto a un mundo demasiado viejo», decía Rimbaud.18 Sin embargo, ¿quién puede decir que quien vive huyendo constantemente «vive más rápido»? Si permanece apremiado, el adolescente corre el riesgo de errar y de perder su vida corriendo detrás de otras vidas.
Buscar «el lugar y la fórmula en las que ser autentificado, buscar su nombre de goce a falta de haber encontrado un no al goce ruinoso surgido en el momento de su pubertad, es lo que permanece constante en la búsqueda central de la adolescencia. ¿Cómo acoger, entonces, lo que el adolescente dice de la crisis que atraviesa, creando prácticas del decir inéditas? ¿Cómo interpretar el furor de seguridad pública y legislativo que se apodera de Europa después de Estados Unidos? ¿Cómo separar al adolescente de la fuga loca en los objetos de consumo que le consumen? ¿Cómo abordar las conductas de riesgo que ocupan un lugar lógico en esta etapa de la vida?
La clínica del acto se fija en un real que no era evidente hasta ese momento: nos resulta sensible a la vez que imposible de soportar, y es algo de lo que paradójicamente el sujeto no puede desprenderse.
Para Freud, el esfuerzo del adolescente es el de «separarse de la autoridad de sus padres», y es, dice, «uno de los efectos más necesarios, aunque a la vez más dolorosos, de su desarrollo». «La actividad fantasmática —escribe— toma como tarea deshacerse de sus padres, en adelante, despreciados», ya sea bajo el modo de sueños diurnos, de lecturas, de escrituras de diarios íntimos, o de juegos diversos. Las neurosis han «fracasado en esta tarea», y es lo que retorna de nuevo en su existencia. En el momento de separarse de su familia, de «la única autoridad y de la fuente de toda creencia», se encuentran con un desasosiego, desgarrados entre la nostalgia del pasado, todavía más o menos mítico, y la dura condición de quien debe reconocerse vivo en el presente, en Stabitat que es lalengua.
Lalengua es un neologismo que inventó Lacan para nombrar el sustrato a partir del cual se elabora la lengua común, aquella en la que el sujeto debe consentir entrar si quiere poder decirse al Otro. Pues es en el encuentro con este Otro donde encontrará el auxilio de un discurso establecido. «Encontrar una lengua» está en el principio del enunciado de la joven de L’Esquive,19 que dice hablar la lengua de la ciudad, cargada de violencia y de insultos, puesto que es la que le permite «tomar posición». Tomar posición en la lengua; ésta es la manera más irrespetuosa e incómoda para el Otro, y a menudo la solución en forma de impasse, adoptada por algunos adolescentes.
Freud recordaba el paso franqueado por la civilización cuando el insulto sustituyó a la lanza —no olvidemos a los jóvenes fundadores del rap, que sustituyeron las riñas por el juego de rimas, y que consiguieron también dar a sus vidas ritmos más pacíficos y genuinos.20
Si el lenguaje confiere la legitimidad de ser, es porque resulta ser el vehículo de las dos identificaciones del serhablante: la identificación constituyente y la identificación constituida.
El exilio al que se identifica el adolescente verifica en su carne el dolor de todos aquellos que se encuentran privados de su lengua —la de su infancia que sostenía la identificación constituyente de su ser y el sentimiento de la vida. La identificación constituyente ocupa un lugar esencial, en el punto desde donde, que se le presenta a cada uno para inventar su solución —se espera ahí no al evaluador con su cuestionarios o sus casillas, sino un ser responsable de la autenticidad de su presencia, un ser que sepa hacer con su goce, y que demuestre cómo él ha sabido desenvolverse.
La identificación constituida desde el ideal del yo, siempre presente si el sujeto la consintió, representa para Freud el tiempo necesario en la salida del Edipo, que hace marca y localiza. Es también ahí donde el sujeto se ve digno «de ser amado, incluso amable»;21 y es el vector en el que toma apoyo la identificación constituyente el que le permite tener una idea de él y orientar su existencia.
El punto desde donde nos importa hoy, en este tiempo de soledad en que el ser está dispuesto a hacer de correlato de cualquier objeto para satisfacer su goce aunque sea al precio de hacerse adicto. Este punto desde donde nos importa también, ya que recuerda la función del ideal del yo que sitúa al sujeto en el eje de lo que le corresponde hacer como hombre o como mujer y que lo aleja de la pulsión de muerte.
Desde 1938, Lacan volvió a dar toda su medida a esta función del ideal del yo. Nos corresponde saber instalar este punto desde donde, ya que a partir de ahí el sujeto puede volver a encontrar «el gusto por las palabras»,22 procurar la apuesta por la conversación y poner a distancia lo que se presenta como mancha negra en su existencia, y aunque sea la vergüenza o el odio lo que le conduzca en ocasiones al arrebato de su ser.
El espacio de libertad de palabra que ofrecemos a los adolescentes que recibimos, en el contexto de la sesión analítica, dibuja un marco que ofrece al sujeto la vía de lo nuevo en el decir.
Un resto inasimilable puede aparecer ahí y depositarse. Este resto es esta mancha negra, este real insoportable, este indecible, esta parte oscura del ser, que no se cura, sino a la que uno se acomoda más o menos bien. Es el «testimonio del misterio doloroso que era para sí mismo y de los derroteros por los cuales, en su análisis, se mitigó ese dolor», escribe JacquesAlain Miller.23
Lo insoportable exilia a veces al sujeto de su sentimiento de humanidad, excepto si el encuentro con el Otro abre este punto desde donde, un tiempo para comprender de otra manera a partir de un «sí» en su toma de palabra, en su parte de excepción, en su enunciación siempre incomparable.
Lo nuevo surgido en lo dicho puede entonces orientar una palabra inédita, una nueva toma de posición en la lengua y permite al adolescente traducir la vía nueva que se le ofrece.
Éste es el refugio que puede ofrecer el encuentro con un psicoanalista en el trayecto de guiar al adolescente en la tarea de bien decir su ser.