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FUGAS Y ERRANCIAS
ОглавлениеAy, aquella vida de mi infancia, carretera rápida a través de las épocas: sobrenaturalmente sobrio, más desinteresado que el mejor de los mendigos, orgulloso de no tener amigos ni país, qué majadería era. —Y acabo de darme cuenta ahora.— Tuve razón en despreciar a esos hombrecillos que no perderían la oportunidad de una caricia, parásitos de la limpieza y la salud de nuestras mujeres, hoy que ellas están tan poco de acuerdo con nosotros. Tuve razón en todos mis desdenes, ¡así que me escapo! ¡Me escapo! Me explico.
ARTHUR RIMBAUD1
Desde la época de Nizan, las fugas y las errancias no han desaparecido, han quedado conectadas a este tiempo de la adolescencia en sus formas contemporáneas, hoy calificadas frecuentemente de trastornos de conducta. Nos parece esencial examinar esta expresión desde un punto de vista ético, el del psicoanálisis, ligada decididamente a la singularidad de la realidad psíquica y opuesta a toda idea de norma preestablecida.
¿Cómo descifrar estas fugas y estas errancias? ¿Cómo situar lo que está en juego respecto a la ética del bien decir? Proponemos para esto seguir la indicación que nos daba Lacan calificando la conducta del sujeto de pantomima2 y examinar las relaciones precisas de la pantomima con el lenguaje.
La pantomima designa de entrada la mímica con la que se acompaña un texto; después, de manera más amplia, el arte de expresarse mediante el gesto sin recurrir al lenguaje. Podríamos hacer aquí la hipótesis de que el trastorno llamado por el conductismo trastorno de conducta sería la pantomima de un texto que no nos resulta conocido, que este texto estaría por producir, y que se trata ahí de un «deber» más exigente que el que apunta a un simple cambio de actitudes o de conducta.
La pantomima, ¿acompaña a un texto inaccesible o es un lenguaje?
Si el sujeto hace un signo con su conducta, ¿quién puede ser ahí su partenaire: la mirada que lo vigila, lo evalúa, lo clasifica, o un discurso que él ignora? Forcluyendo la «cosa psi» las terapias cognitivo-conductuales (TCC),3 que apuntan al retorno al orden de los trastornos de la conducta, se aferran al cuerpo suponiéndole guardar en él una capacidad instintiva de adaptación por reeducar; mientras que el psicoanálisis, suponiendo en el sujeto un texto que soporta su conducta, sostiene la importancia de la psique.
El conductista, aliándose con el discurso del amo, pretende tener la solución para hacer entrar en razón al causante del trastorno frente a la inseguridad que promete. Para él, el causante de trastorno no causa. Ahora bien, el trastorno de la conducta del sujeto es una respuesta frente a la inseguridad del lenguaje que sobrelleva desde su encuentro con el agujero de la significación de la lengua. Nos corresponde entonces entender lo que lo hace reaccionar, ayudándolo a encontrar un lugar de referencia para su sufrimiento o elaborar su propia fórmula, que tendrá valor de suplencia allí donde lo que se rechaza es la fórmula del Otro. Frente al excedente de goce que invade su cuerpo y le deja fuera de discurso, la fuga o el vagabundeo pueden, en efecto, representar una última tentativa de inscripción en un vínculo social.
¿Cuál es este excedente de goce que Rimbaud evoca en su poema «Sensación»?:
No hablaré, ni pensaré en nada,
Pero el amor infinito me inundará el alma,
Y me iré lejos, muy lejos, tal que un gitano,
Por los campos, feliz como una mujer.4
¿Cuál es este excedente al que el sujeto se consagra y que le deja sin una «traducción en imágenes verbales»?5 ¿Cómo la letra del poeta consigue frenarle?
Porque ésta es nuestra hipótesis: cuando fracasa el proceso de traducción, el proceso de nominación, surge el trastorno del comportamiento como formación del inconsciente más amplia, más continua de lo que lo es el síntoma freudiano. Allí donde el síntoma opera un anudamiento entre el significante y el cuerpo, una práctica de ruptura condena al sujeto a vagabundear lejos de toda inscripción significante que lo aferre al campo del Otro. Esta práctica puede también ocupar el lugar de un acto —de un trastorno de la conducta— por el cual el sujeto tiene que separarse del Otro, rehusando pasar por la palabra y por los semblantes que la denuncian.
Invitar a leer estos trastornos como pantomimas neuróticas es proponer descifrar la manera en que el sujeto se sitúa frente al deseo del Otro, se separa de él (como en el caso de Lucie mencionado más arriba), lo provoca o lo hacer surgir (como en el caso de Fritz, héroe de las obras de Walser).
UN SIGNO PARA TRATAR O UNA PANTOMIMA POR DESCIFRAR
El inconsciente, una vez percibido, hace objeción no sólo a la unidad de la conciencia, al dominio de la voluntad, sino también a la unidad del ser y del cuerpo. Pone al día pensamientos, representaciones desprovistas de Yo pienso, pensamientos sin pensador, saber sin sujeto. Es esto mismo lo que evoca la célebre fórmula de Rimbaud: «Yo es otro. Es falso decir: yo pienso: debería decirse se me piensa».6
Para Lacan, el hombre piensa a partir de su imagen; pero, por el hecho de estar atravesado por esta estructura de lenguaje, que recorta su cuerpo, hay una imagen del cuerpo que no tiene nada que ver con la anatomía. Se encuentra también dotado de un inconsciente que, estructurado como un lenguaje, crea en él otra escena que determina algunos de sus actos y de sus síntomas. Es por ello que el sujeto del inconsciente no toca al comportamiento más que por el cuerpo, introduciendo la fórmula de su pensamiento. Situando decididamente el pensamiento del lado del lugar del inconsciente, Lacan hizo también de este lugar el del goce, lugar de la experimentación de la sensación múltiple que Rimbaud había presentido con su «se me piensa». Después de su esfuerzo de poesía, Rimbaud fue tomado por la necesidad de viajar en busca de «un lugar para el reposo» de sus pensamientos: «Tuve que viajar, distraer los hechizos concentrados en mi cerebro».7 Únicamente el lenguaje que incluye en sí mismo una inercia fundamental de reposar sobre «lalengua» puede, de manera paradójica, refrenar o emparejar este goce. Diferenciando la lalengua del lenguaje, Lacan permite entender cómo el hecho de inscribirse en el lenguaje implica para todo sujeto una mortificación de su lalengua íntima y particular: está ahí el lugar de la pulsión de muerte que se aloja en el corazón de todo sujeto. Este neologismo inventado por Lacan sitúa la ética de la psique en el corazón del anudamiento del goce con la lengua.
Es este anudamiento el que el discurso científico del conductismo y del cognitivismo ignora. Las TCC fracasan en entender en qué el inconsciente es el testimonio de un saber que, en gran parte, escapa al ser hablante. Por el hecho de desconocer el lugar central del goce, es decir, la puesta en acto de la pulsión, desconocen lo que empuja al sujeto a la repetición y al pasaje al acto. Ésta es la parte del goce que el sujeto no consiente en modificar por las palabras que le empujan a errar.
Lacan aporta una precisión a la raíz etimológica del verbo errar. Esta raíz comporta una convergencia: «Errar resulta de la convergencia de error con algo que no tiene estrictamente nada que ver, y que está emparentado con ese errar del que les acabo de hablar, que es estrictamente la relación con el verbo iterare. ¡Y encima iterare! Porque si no fuera más que eso, no sería nada. Allí está únicamente por iter, que quiere decir viaje. Es precisamente por ello que “caballero errante” es simplemente “caballero itinerante”. Sólo que, sin embargo, errare viene de iterare, que nada tiene que ver con un viaje, pues iterare quiere decir repetir, de iterum».8 La advertencia de Lacan sobre este «falso amigo» aclara aquí la errancia de Rimbaud: en la etimología misma de la palabra la repetición está presente.
Para Lacan, el no incauto desea guardar «su campo libre» con respecto al lenguaje, rehúsa la captura del Otro del lenguaje y, consecuentemente, se encuentra condenado a errar. Tal es el precio de la libertad en la lengua, libertad que lleva, más allá del error, en la errancia de los neologismos, a una verdadera búsqueda de una nueva lengua.
Todos los neologismos inventados por Lacan provocan el pequeño desajuste necesario a la vida del lenguaje, haciendo sonar la resonancia de la palabra, a la manera en que la poesía desprende el brillo de «el escrito en la palabra». Aquí, estos neologismos se distinguen de simples ocurrencias. Si el neologismo afianza la ocurrencia, constituye también el punto de anclaje del recurso a la escritura desde el que se efectúa un paso de sentido: «Les propongo la fórmula del paso de sentido; como se dice paso de rosca, el Paso de Susa, el Paso de Calais»,9 precisará por otra parte Lacan. Es lo que expresa y realiza la escritura de «apensamiento» a la que Lacan recurre para demostrar la pertinencia de su clínica de los nudos borromeos10 —la escritura del nudo borromeo, siendo para él un apoyo al pensamiento—, «la escritura es entonces un hacer que da soporte al pensamiento».11 En su lección La escritura del ego,12 Lacan distingue el significante, lo que se modula en la voz, de lo escrito en la palabra que resulta de la precipitación del significante. Es precisamente esto lo que cambia «la mención del dicho»* del significante y la explicación de su recurso al neologismo. Se ve así cómo el sujeto piensa contra un significante: «Es el sentido que di a la palabra apensamiento. Uno se apoya contra un significante para pensar».13 Esta escritura, que mantiene el equívoco con el apoyo, nos permite entender, como lo escribirá también Rimbaud con su famoso «se me piensa», cómo el sujeto está más pensado que no piensa, y cómo le es necesario apoyarse al mismo tiempo en lo que le llega como pensamiento, como significante impuesto.
Para Lacan, el saber del inconsciente se funda en el goce tomado de la lengua —único soporte del pensamiento—. Por este hecho, el pensamiento ya no puede ser definido únicamente mediante el conocimiento, no es solamente un aparato para aprehender el mundo, el objeto o lo real. Postulando que existen aparatos de conocimientos separados de las exigencias de la libido, el cognitivismo pretende desarrollar un pensamiento objetivo, disociado de todo interés de goce. Niega la revolución freudiana que sitúa la sexualidad infantil en el corazón de toda curiosidad. Su postulado —que el pensamiento pueda ser corregido y la conducta rectificada— es al precio de este rechazo.14
Freud había condenado ya la deriva educativa mostrando que la represión no es asunto de sociedad, de educación, sino de angustia de castración, y que esta castración no puede ahorrársela ningún ser humano.
El postulado de los cognitivo-conductuales de la existencia de una «salud mental» remite a identificar el cuerpo con el organismo cuando todos los descubrimientos de Freud demuestran que el cuerpo sufriente ignora la anatomía pero no el lenguaje. Excluir la verdad del síntoma, dominar el goce del sujeto, tal es el objetivo de las terapias educativas. Y ante ello, el sujeto forcluido, ligado a lo real del goce siempre singular del síntoma, no cesa de aparecer de nuevo. En esta búsqueda de una causalidad, Freud tuvo siempre en cuenta la elección del sujeto, lo que Lacan llamó enseguida la insondable decisión del ser.
No quedarse del psicoanálisis más que con el nombre, negar al sujeto y a la pulsión, someterse a los aportes de la biología moderna, reducir el cuerpo al organismo, asimilar los afectos en general y la angustia en particular a una cuestión de neurotransmisores, todo esto participa de esta misma lógica que aborda la fuga y el vagabundeo como el signo de una delincuencia a tratar en los centros de internamiento de educación reforzada donde el índice de personalidades frágiles (los vagabundos de antes) debe ser corregido.
Fugas y errancias aparecen en el momento en que el sentimiento del vacío atormenta al adolescente. Separarse de lo que había sido como niño alienado al discurso del Otro, deja al descubierto un vacío, un agujero en la significación. Tratar este vacío saturándolo de los ideales del bienestar de la «pseudo salud mental», pretender regularlo en nombre de la seguridad, conduce a lo peor. Fugas y errancias son síntomas que ponen en evidencia una clínica del ideal del yo en relación con la función del Nombre del Padre. El Nombre del Padre introduce al sujeto en la construcción de ideales a partir del proceso de identificación y abre a la elaboración de su respuesta singular. El ideal del yo equivale al punto de acomodo que estabiliza el sentimiento de la vida, que da al sujeto su lugar en el Otro y su fórmula. Ahí está el punto de apoyo, el «punto desde donde» el adolescente puede verse digno de ser amado, verse amable para otro que sepa decir que sí a lo nuevo, a lo real de la libido que surge en él.
A partir de estos puntos de apoyo conviene descifrar de una u otra forma estos momentos de fuga y de errancias del adolescente. Cuando las crisis de identidad se convierten en crisis de deseo, el adolescente puede, entonces, en nombre de la «verdadera vida», intentar situarse por medio de un acto. Esta dimensión del acto empuja a algunos a la prisa —«el yo apremiado» de Rimbaud—, es decir querer poner a prueba el acto, y con una cierta urgencia, incluso con una cierta violencia, la dimensión de verdad de su ser.
LA FUGA DE LUCIE
La fuga de la joven Lucie, explicada desde el psicoanálisis, se inscribe en la relación al Otro para protegerse de este Otro. «Me marché porque mi madre me rayaba la cabeza», tal es el enunciado de Lucie para explicar su fuga. Éste es el origen de esta fuga: una noche, su madre, viendo que se le hacía tarde mientras veía el reality show Loft Story le dijo: «¡Acuéstate! Es tarde, es la hora de irse a la cama». Añadió que ella también quería dormir, pues Paul, su nuevo compañero, estaba cansado. «Se acostaron —relata Lucie—, y entonces, en vez de dormir, empezaron a hacer ruido, la cama chirriaba, era insoportable, oía a mi madre gemir. Me levanté y vi a mi hermana Hélène que tenía fiebre y que dormía con los ojos abiertos. No sé lo que me pasó, salí en pijama a las dos de la mañana». Durante otra sesión, Lucie dijo haberse sentido traicionada, abandonada, «dejada a un lado», y después haberse sentido invadida por el odio hacia su madre: «Quería ir a ver a un juez de niños. Es asqueroso hacer el amor delante de tus hijos».
La promesa que la ataba tácitamente a su madre parecía haberse roto. Frente a este en-más de goce oído, Lucie sintió que se caía en un agujero, un vacío que no pudo traducir en palabras. Incapaz de aislarse del ruido oído, o de cerrar su puerta, experimentó este momento como un rechazo de la niña que ella era.
El acting-out puntúa aquí el momento en que la puesta en escena de la madre coincide con la escena que Lucie organiza, sin saberlo ella. Ya no consigue separarse del goce que extrajo de allí. El encuentro con el rostro de su hermana y con los ojos abiertos le hizo toparse con algo insoportable, con esta cosa imposible de mirar, esta mancha negra que la mira, que la proyecta lejos de esta escena, y que la empuja a la fuga.
El objeto mirada la propulsa fuera de la escena del deseo del Otro, identificándolo al objeto ya caído, y decepcionado por no ser ya el niñofalo que le falta al Otro. Ella se siente entonces reducida a ser este objeto en exceso, del que no puede separarse, lo que le hace salir de la escena. «¿A qué llamamos fuga en el sujeto, siempre puesto más o menos en posición infantil, que allí se lanza, sino a esa salida de escena, esa partida errática hacia el mundo puro donde el sujeto sale a buscar, a reencontrar, algo expulsado, rechazado, por doquier?». Lacan15 añade que, por supuesto, el sujeto retorna, y que esto puede ser para él la ocasión de hacerse mala sangre. Se hace mala sangre. Lucie, en su relato, constituida en y para el lugar de referencia de su cura, se da importancia, exagera y no puede hacer otra cosa. La salida señala para ella el pasaje de la escena al mundo. Lacan distingue entonces dos registros: de una parte el mundo, el lugar donde lo real se apresura —para Lucie se trata de lo real de su pubertad—; de otra parte el Otro «donde el hombre como sujeto tiene que constituirse, ocupa su lugar como portador de la palabra, pero no puede ser su portador sino en una estructura que, por más verídica que se presente, es estructura de ficción».16 La fuga está del lado del sujeto, y se la puede tomar como un pasaje al acto, en tanto que éste aparece tachado totalmente por la barra. El sujeto se barra. El movimiento del pasaje al acto es el de la confusión más grande para el sujeto, «con el añadido conductual de la emoción como desorden del movimiento. Es entonces como, desde allí donde está —a saber, del lugar de la escena en que, como sujeto fundamentalmente historizado, puede mantenerse solamente en su estatus de sujeto—, se precipita y bascula fuera de la escena».17 Fue en el momento de ser encontrada en la calle en pijama, y después de que le hubieran preguntado qué es lo que hacía allí, cuando Lucie se escuchó decir: «Quiero ir a casa de mi padre».
La fuga es un momento de evitación de la angustia. Es su acting-out que precede el pasaje al acto de la fuga lo que se le aparecerá por descifrar en el marco de su cura: «Mi madre me rayaba la cabeza». Y es una sola vez en la calle y en pijama, después de que le hubieron preguntado qué es lo que hacía allí, cuando se escuchó decir: «Quiero ir a casa de mi padre».
El padre se revela ser la encarnación del punto desde donde Lucie podía todavía verse como la niño que Otro cuida. Punto desde donde el goce estrepitoso de su madre, como mujer, la había exiliado y precipitado a la angustia que culmina en el momento del encuentro con el objeto mirada. Ella está implicada con todo su ser a causa del objeto mirada, y de ahí la angustia. Desde entonces, se excluye de la escena para defenderse de esta angustia, pues se siente condenada al exilio, a la errancia. Por otra parte, se reprochará no haber despertado a su hermana para salvarla. Hará falta todo un trayecto alrededor del punto central establecido bajo transferencia para que esta chica se percate de que su exilio fue, en efecto, la consecuencia del despertar de su propia sexualidad, la que le empujaba a ver Loft Story. Este resto de goce escuchado la desubjetivaba de su posición de niña, como objeto del Otro, como objeto a del Otro, y provocaba el encuentro de este objeto en la mirada con la que se identificaba no sin experimentar una vergüenza que la empujaba a salir de la escena. De entrada, tratará este punto de angustia por el reproche y la culpabilidad de no haber salvado a su hermana, por darse cuenta después de que había querido siempre a su hermana. En esta mirada, lo que la angustiaba era que ya no era la niña que duerme tranquilamente, sino la que se despierta y debe hacerse responsable de la causa de su deseo. La fuga fue al inicio un momento de evitación de la angustia, pero, más tarde, Lucie organizará en el marco de su cura toda una serie de acting-out para hacer surgir en el Otro el objeto voz, provocando situaciones límite en las que el otro no podía más que dar la voz, cosa que le llevaba a verificar que era rechazada en todas partes.
LA FUGA DE FRITZ Y LA MANCHA DE TINTA
L’étang18 es un drama en el que Walser pone en escena la fuga de un adolescente y su suicidio simulado. Fritz se siente rechazado por su madre y sufre la preferencia de ésta por su hermano Paul —«¡es guapo, encantador, es el mejor muchacho del mundo, se podría creer incluso que es el único hijo de la casa!»—. Se queja de que nadie se da cuenta de lo que le pasa: «¡Si mi madre pudiera, una sola vez, ver en el fondo de mi corazón!». Esto le lleva a quedarse al margen: «Aquí estoy, mudo. Ninguna necesidad de la menor palabra».
Encerrado en el armario del granero, para esconderse de su madre y del mundo, Fritz había intentado, sin éxito, poner a prueba el deseo del Otro, ya que nadie se había dado cuenta de su ausencia.
«¿Cómo vivir si se tiene la certeza de que vuestra madre no os quiere?». «Temía a mi madre por lo extrañamente tierna que era cuando hablaba». En efecto, Fritz no está seguro de tener Una madre. Este pequeño dramolet narra las consecuencias para un sujeto de haber experimentado hasta lo más profundo de su ser, incluso de su alma, que algo del deseo de su madre no ha sido para él simbolizado; que su amor ha quedado para él indecible. Paul, su hermano, tiene todos los derechos; su hermana Klara no para de sacarle de sus casillas. Todo hace pensar que a Fritz le pega su madre, de lo que su hermana se alegra. Sintiéndose rechazado por su madre, Fritz se pregunta para qué puede servir el saber vivir.
«Ay, los grandes banquetes familiares, no se puede abrir la boca sin temer ofender al saber vivir». Ni una palabra en la mesa, más que «ruido de cubiertos». Cansado de estar en esta casa donde no se siente ni amado ni reconocido, donde se lamenta desde siempre de pensar en lo mismo, Fritz se marcha para callejear. Se pregunta sobre lo que comporta quedarse en la casa. La verdadera vida, ¿no está fuera? Encuentra entonces a Paul y le dice que la vida no es más que una «chaqueta hecha de pedazos» y que hace falta que vaya a remendarla. Paul cuenta las palabras de Fritz a su hermana Klara —que estaba cansado de vivir, que no valía más que un pedo, y que se dirigía hacia el estanque—. Ella se sorprende de su poca inquietud y se alarma. La inquietud conquista el mundo. Paul corre hacia el estanque: únicamente, la ropa de su hermano y su sombrero flotan en el agua. Fritz, en efecto, había tirado su chaqueta sobre la hierba, había tirado su sombrero al agua, y saltado sobre un abeto desde donde podría así verlo todo.
Fritz, que puso en escena esta fuga y su desaparición, explica cómo quería verificar si su madre se preocupaba por él: «Van a llorar y eso está bien, pues hasta hoy nadie ha llorado nunca por mí. ¿Quizás, entonces, admitirán que también yo valgo alguna cosa?». Cuando el joven acabó entrando en casa, se sintió tranquilo; su madre le dijo: «Hay que hablar si uno quiere ser comprendido», y él pidió decir más cosas; Fritz le confiesa entonces haber creído que ella no le soportaba. Su madre le responde que, en efecto, él es simplemente el hijo más razonable y sobre todo que es ya mayor. Fritz se siente más tranquilo. Su fuga y su ficción le han permitido obtener este punto desde donde darse cuenta cómo es para su madre su muchacho, a la vez que un adulto ya.
L’étang es un relato clave para Walser, sobre todo este pasaje al final del texto, donde Fritz, sobre la mesa del comedor, se sirve de una mancha de tinta para recrear la escena del estanque. Nos parece que Walser indica allí cómo el trabajo de escritura está ligado al sufrimiento, hasta el punto en que el sujeto identifica su goce con su ser, y cómo, más que simular su suicidio, el sujeto puede —escogiendo recurrir a la mancha de tinta —conseguir la fijación de este goce en la escritura. El destino de Walser está ligado a la escritura, la delicada transición de su adolescencia, ilustrada en esta pequeña obra de teatro, hizo casar el estanque y la mancha donde pudo transformar un episodio de su vida en ficción.
EL PRÍNCIPE DEL ERRAR
Rimbaud es, como dice Michelle Perrot, el príncipe por excelencia de la juventud.19 Encarnando la posición del joven adolescente, capaz de romper todo lazo social para vivir a la vez un profundo vagabundeo interior y actos provocadores, se ha convertido en una figura histórica mayor de la cuestión adolescente.20 El muchacho hace de la prisa una de las condiciones de su vida y de su obra; es un pasaje obligado. Querer estar presente para sí mismo y para lo que surge en su ser le empuja, como a sus personajes, a vivir siempre a la última. Su amigo Delahaye cuenta cómo la espera estaba fuera de sus posibilidades: «¿Hace falta que un tiempo tan precioso se pierda?»;21 de ahí la necesidad lógica de su vagabundeo. Una temporada en el infierno es la escritura de un adolescente apremiado por acabar con el instante presente, que no es ni el del reposo ni el de la gloria. La relación con este instante presente difiere radicalmente del tiempo común: «Aquellos que se apremian... harán». Por el hecho de estar ausente para el mundo del Otro, el tiempo no tiene nunca para Rimbaud la duración a la que aspira. Intenta entonces captar este tiempo mediante la poesía, pero esto fracasa: «No pudiendo captarme en el campo de esta eternidad».
Rápido, hacerlo todo siempre rápido: «¡Rápido!, ¿hay otras vidas? Que venga, que venga / el tiempo en el que uno se enamora».22 La salvación está en la hora de la fuga hacia delante, fuera del tiempo: «Hace falta ser absolutamente moderno».
En su errancia, Rimbaud busca delimitar esta cosa exterior o extranjera, esta sensación, este goce fuera de sentido, que él expresa diciendo querer «buscar la vida».
Anudado enseguida a la cuestión de la escritura —Rimbaud no podía escribir más que marchándose—, su primera fuga, el 31 de agosto de 1870, fue en busca de París, el lugar de la poesía. Pero fue arrestado por la policía por errancia, ya que viajaba sin billete. En el poema «Sensación», el fundamento de su relación con el vagabundeo aflora: «E irá lejos, bien lejos, como un bohemio, por la Naturaleza —feliz como con una mujer». Más allá del famoso periodo de 1876-1877, en que fue a menudo arrestado, el vagar no cesará de acompañar su «sed de sensaciones nuevas»,23 su búsqueda: «esperaba paseos infinitos, reposo, viajes, aventuras, bohemiadas, finalmente».24 Sus cuartetos dan testimonio de ello, están ahí para, según palabras de Baudelaire, «glorificar el vagabundeo mediante la sensación múltiple». El trazado de estos vagabundeos, de Una temporada en el infierno a Abyssinie, se inscribe bajo el signo del peligro. Su «ruta blanca» donde suena su paso infinitamente: «Soy un peatón y nada más»; su marcha sin fin: «¡Has hecho bien en marcharte, Arthur Rimbaud!, dice un poeta detrás de su seto», nos indican el lugar inaccesible, el lugar buscado por todas partes, referido sin cesar, desplazado, el lugar mismo de la búsqueda del nuevo ser y el nuevo amor.
Rimbaud encarna la figura del «no incauto», aquel del que Lacan dice que se resiste a la captura del espacio del ser hablante, aquel que rehúsa los semblantes del Otro y denuncia la impostura. Si bien buscaba a los que reconocían su talento de poeta, Rimbaud rechazaba la ayuda de los que, diciendo sí a lo nuevo que él hacía surgir en la poesía, le habrían abierto la vía de un vínculo social. Verlaine, en 1871, le escribió: «Venid, amada gran alma, se os llama, se os espera», y explicó más tarde cómo un hombre que fue de tal manera el objeto de una también gentil fraternidad, reconocido como un genio que se alza, se convirtió en objeto de oprobio de la gente de letras con su «terrible aspecto, cínico y escandaloso». El joven poeta encarna lo que dice Lacan del hombre libre que rehúsa situar la causa de su deseo en el Otro, pues guarda el objeto del deseo en su bolsillo.
Su vida es entonces la del viator,25 que Lacan define como «los que en este bajo mundo —como ellos dicen —están como en el extranjero». Rimbaud nos da el texto de su pantomima en un extracto de Una temporada en el infierno. Este poema toma la forma de un debate entre el alma y el cuerpo de un adolescente. El alma se queja del cuerpo, su esposo, su compañero en el infierno. Ella se queja de ser la esclava de este esposo demoníaco que le hace perder la sabiduría y la empuja al exilio, a la tiranía de un goce desarrumado: «He olvidado mi deber humano para seguirlo. ¿Qué vida? La verdadera vida está ausente. No estamos en el mundo. Voy donde haga falta. Y a menudo se vuelve contra mí, yo, la pobre alma. El demonio es un demonio, usted lo sabe, no es un hombre».26
Rimbaud sería entonces uno de los primeros adolescentes modernos, «uno de los primeros fenómenos del gran desajuste espiritual moderno», que ya no encontraba su lugar en los ideales familiares o religiosos, se preguntaba Benjamin Fondane. Él decía: «Se haga lo que se haga, haga lo que haga, Rimbaud no puede escapar a “su caso”. Está destinado para siempre a no vivir más que en las situaciones inexplicables, equívocas, incluso escabrosas. Está destinado para siempre a no ser, allí donde se meta, allí donde se aventure (escriba o se calle, luche o se resigne, se convierta en un iluminado o en un loco muy malvado) más que una cosa insólita, extraña, inclasificable —un gamberro y nada más».27 Lacan, a propósito de los no incautos, evoca un lugar tercero, este lugar del Otro que adquiere paradójicamente cada vez más consistencia de la que tuvo por una insondable decisión del ser, rechazo de inscribirse en el mundo del Otro, rechazo del único país que el sujeto habita, el país del lenguaje en que aloje su ser.
Es lo que ilustra también aquí Fondane: «El hombre honesto hoy, ¿sería forzosamente el gamberro?».28 «Esta pureza en el barro, esta pureza exasperada e irracional, esta antinomia irreductible, esta santidad a contrapelo, esta santidad al revés, ¿se tratará igualmente de la santidad?».29 Haciendo eco de lo que dice Rimbaud: «Soy el santo rezando en la terraza».30