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4 EL PARTENAIRE DEL PSICÓTICO Y SU SECRETARIO*

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El sujeto llamado psicótico incomoda, tanto en nuestras consultas como en nuestras instituciones. Incomoda por la forma en que trata la falta que nos habita. La singularidad de su saber-hacer nos interpela, porque él está menos sometido que el neurótico a los prêt-àporter que le vienen del Otro. Lacan consideraba al psicótico como el hombre libre por excelencia. Es verdaderamente libre porque está libre del Otro. No le pide nada al Otro porque este ya ha respondido, ya sea en forma de voces, o más simplemente en forma de certezas. Una de las preguntas que se plantean entonces es la siguiente: ¿cómo puede un psicoanalista hacerse el interlocutor de un sujeto a quien el Otro ya le ha respondido? La lista de lo que un psicoanalista puede hacer es indiscutiblemente más breve que la lista de lo que no puede hacer. Así pues, ¿a qué decimos «sí» cuando aceptamos conducir la cura de un sujeto llamado psicótico?

HACER RESPIRAR UNA INCAPACIDAD

A esta pregunta me enfrenta de entrada un hombre de unos cuarenta años. Además de una medicación importante, su médico le había prescrito un psicoanálisis para tratar una depresión recurrente. Lo que él llama su depresión sobreviene por primera vez cuando está a punto de terminar sus estudios universitarios. Es incapaz de presentarse a sus exámenes. Se ve invadido por ideas de suicidio. Desde entonces dice que es incapaz de vivir solo. Aunque trabaja más o menos con regularidad, este hombre vive desde hace muchos años en el hospital psiquiátrico o en una comunidad no psiquiátrica. Actualmente se encuentra en un piso protegido que se siente incapaz de abandonar a pesar de desear hacerlo.

Los episodios llamados depresivos aparecen cada vez que tiene que hacer frente a una situación de separación: muerte del padre, partida de la madre, mudanza, cambio de servicio, etc. Atribuye su incapacidad para vivir solo y sus ideas suicidas a la mala relación que tiene con su padre. «Mi padre creía que yo tenía una personalidad fuerte. De hecho, mi padre no es un padre: es un maestro. Yo era su éxito y su abanderado. Solo soy un perro a quien le lanzan un palo y lo trae de vuelta».

El sentido que para él tiene venir a verme se va precisando algún tiempo después. Un día me pregunta si está llevando a cabo un psicoanálisis. Lo que para él define a un psicoanálisis no es ni lo que él podría esperar, ni aquello a lo que un análisis apunta. Lo que para él lo define es su marco: el diván, el número de sesiones y su duración. Como nuestros encuentros no se conformaban a tales estándares, por fuerza tenía que preguntarse qué hacía allí. Sus sesiones le van bien, dice. Le permiten respirar. Pero, ¿es este el psicoanálisis que le había prescrito su médico? Al mismo tiempo que esta pregunta sobre el deseo del Otro, me confiesa lo que llama su convicción más íntima: «No voy a cambiar. Estoy mal desde siempre. Me gustaría vivir solo y, cuando esto fracase, sabré que soy incapaz de hacerlo».

Por un lado, pues, hay un imperativo —hacer un psicoanálisis— que lo enfrenta una vez más a la forma en que está atrapado en las expectativas del Otro. Y, por otro lado, una convicción en la que se anudan un significante que lo representa ante una serie de ideales —ser incapaz de...— y significantes que identifican una posición de objeto —ser un portaestandarte, un perro—. Entre lo uno y lo otro, se encuentra su dolor de existir, cuya intensidad depresiva adquiere a veces una forma análoga a los alaridos de Schreber abandonado por Dios.

Con lo que me interpela, pues, es con una dificultad muy específica: responder a un mandato del Otro lo enfrenta a lo que está en juego en su convicción. Su incapacidad confesa para realizar los ideales que se da a sí mismo parece tener una función muy concreta: parece servirle para mantener a cierta distancia lo que él es como ser de goce en el fantasma paterno. Una incapacidad localizada es ya una forma de tratamiento de ese exceso de goce que lo haría no ser nada más que un perro para el Otro. De este modo, revelaría lo que verosímilmente es su función de suplencia.

El margen de maniobra se revela, pues, más bien estrecho. ¿Qué vía queda abierta para sus encuentros con un psicoanalista? Se le podría interpretar su dificultad haciendo referencia al padre, destacando, por ejemplo, el lugar que parece ocupar él en el fantasma paterno. Tal intervención sería por lo menos arriesgada, ya que su dolor de existir se anudó, precisamente, en torno al encuentro con alguien que sabe qué es eso para él. Nadie puede ocupar ese lugar del Otro sin impostura. Una interpretación que le viniera desde ahí podría ofrecerle a este sujeto la oportunidad para otra desestabilización.

También se le podría decir, citando a Lacan, que un psicoanálisis es la cura que se espera de un psicoanalista y que las modalidades de la cura están subordinadas a su finalidad. Esta intervención, más cercana a lo que él dice, tiene el inconveniente de poner en peligro la poca estabilidad que ha conseguido hasta ahora. Al igual que el hospital o el piso protegido, define el psicoanálisis por el marco. Lo importante para él es el marco, en cuanto le permite localizar su goce. Le permite localizar su ser por medio de un significante que lo identifica como «incapaz de». Poner en tela de juicio este punto de capitón podría llevarlo a lo peor.

Insistí, por lo tanto, en tranquilizarlo en cuanto a esta cuestión del marco, añadiendo que acababa de dar una excelente definición de lo que podría ser para él un psicoanálisis. Un psicoanálisis es, efectivamente, un trabajo de respiración. Ahí hay una indicación precisa: en mi trabajo con él, se tratará de hacer respirar la identificación que lo encierra. Hacerla respirar no es cuestionarla. De ahí la pregunta: ¿cómo y hasta qué punto conviene decir «sí» a las invenciones sintomáticas que el psicótico sostiene en su decir, incluso en sus actos?

LA CERTEZA COMO «PARTENAIRE»

Para precisar la naturaleza de nuestro consentimiento al sujeto psicótico, preguntémonos por lo que caracteriza a la pareja formada por el psicótico y su terapeuta, cuando el terapeuta está orientado por el psicoanálisis —además, lacaniano—. Una indicación de Lacan nos puede servir aquí para orientarnos. En uno de sus comentarios al texto de Schreber, Lacan invita al psicoanalista a calcar la posición de lo que llama el genio freudiano. El genio de Freud fue hacer lo que quiso con el saber e introducir al sujeto en el texto de Schreber. «Lo cual significa no medir al loco en términos de déficit», sino, al contrario, referir lo que dice a las categorías lógicas que valen para todos. Esto define uno de los principios fundamentales de la práctica lacaniana.

Tomemos esto de la forma más simple, o sea, precisamente, por el lado de la lógica. Introducir al sujeto en el texto del psicótico significa introducir en este texto una «magnitud negativa». Cuando alguien se enfrenta a enunciados que tienen demasiado sentido, se precisa que intervenga una sustracción para aliviar la atracción que dicho texto ejerce sobre él.

El paciente en cuestión viene un día a su sesión en un estado de gran zozobra. Acaba de enterarse de que la casa de su padre iba a ser vendida, decía él, «con todo lo que contiene». Esta nueva confrontación con un momento de separación había vuelto a sumergirlo en un estado de depresión grave, hasta el punto de considerar una nueva hospitalización. Me chocaba su insistencia en decirme que «todo iba a ser vendido». Introducir algo negativo adquirió aquí la forma de una operación de extracción. No lo dejé hasta que me precisó qué era lo que, dentro de ese conjunto, lo afectaba hasta ese punto: un marco, algunos CD, un álbum de fotos, o sea, algunos objetos que dice ser incapaz de recuperar. Esta operación de circunscribir sus angustias de separación a algunos objetos que habían descompletado el «todo» dio paso a un periodo de sosiego.

¿Dónde está la dimensión del sujeto en esta secuencia? Sin duda, podríamos situarla en esta operación de extracción de detalles susceptibles de descompletar el conjunto. Con mayor seguridad, podríamos situarla en la opción que se tomó de no interpretar estos detalles y dejar que el sujeto se limitara a contabilizarlos, fuera de sentido.

Lo que se llama «sujeto» refiriéndose a la enseñanza de Lacan no es, por lo tanto, un individuo dotado de cualidad. No es una persona calificada por tal o cual predicado. Es una categoría lógica que sirve para ordenar la experiencia. Para poder pensar un cambio cualquiera, cualquier modificación subjetiva, de entrada hay que plantear lo que Jacques-Alain Miller declina con el término «función de indeterminación». Basta, por ejemplo, con referirse a la experiencia del sueño de la que habla Freud. El sujeto del sueño está indeterminado entre sus diversos elementos. Podría ser cualquier personaje del sueño, pero también todos los personajes. Introducir al sujeto significa introducir un vacío en la experiencia.

El abordaje lacaniano de la experiencia analítica introduce de entrada al sujeto como magnitud negativa. Es una posición resueltamente antipsicologizante, que sitúa un agujero en el Otro a partir del cual podrá elaborarse la producción del psicótico. Se trata de una maniobra que vale para todos, aunque esta magnitud negativa varía de acuerdo con los discursos.

Esto tiene una consecuencia importante. La introducción de esta función de indeterminación permite definir la experiencia psicoanalítica como «el lugar de donde debe emerger una determinación». Toda la experiencia de un psicoanálisis, pero también la experiencia de cada sesión, es la de la emergencia de una determinación específica, de una determinación que tiene valor de ficción. Este término hay que tomarlo en su equivocidad homofónica. Una ficción conlleva siempre una dimensión de fijación.* Una fijación es una «estructura de distribución del goce», en el sentido de que pone en forma y fija dicho goce.

Esta determinación de ficción varía según las situaciones clínicas. Sin embargo, permite definir de un modo constante algo que se presenta para cada cual bajo la forma de lo que Jacques-Alain Miller llama el partenaire. El partenaire fundamental del sujeto no es otra persona. No es esencialmente el otro cónyuge, ni cierta figura del amo. El partenaire fundamental del sujeto es, en primer lugar, algo de él mismo. Es, subraya Miller, aquello con lo que el sujeto juega su partida. Y nosotros también tenemos que ver con eso. La clínica del sujeto resulta ser, de entrada y esencialmente, una clínica centrada en el partenaire. Cada uno, ya sea neurótico, perverso o psicótico, se enfrenta siempre a esa parte de sí mismo a la que está vinculado de un modo esencial.

Esto se presenta de un modo relativamente simple en la neurosis. El partenaire del obsesivo son sus pensamientos. De lo que se queja a veces es de no poder evitar pensar. El partenaire de la histérica es más bien su cuerpo. Es un cuerpo que no responde como se quisiera, ni de acuerdo con las leyes que se le conocen. El partenaire del fóbico es el objeto de sus miedos. No se necesita escuchar mucho rato a un sujeto fóbico hablar de las arañas para captar hasta qué punto puede formar pareja con ellas. El neurótico está constantemente enfrentado a un partenaire que le devuelve su «propia parte de eclipse». Por este hecho revela su dependencia del efecto de significación que le puede venir de dicho partenaire. La relación del neurótico con su partenaire adquiere, así, la forma de una repartición simple entre, por un lado, su indeterminación de sujeto y, por otro, el saber supuesto del partenaire.

A veces ocurre que el neurótico apele al psicoanalista para que le permita soportar, incluso descifrar, a ese partenaire. El psicoanalista se convierte en tal caso en un partenaire suplementario. La primera teoría de Lacan nos invita a referir este partenaire a los significantes de una historia particular. La segunda teoría permite al sujeto reconocer en él, si lo desea, su propio goce. Le permite identificar a su partenaire como aquel «que le procura el plus de goce que le conviene».

El sujeto psicótico no presenta la misma elasticidad. La clínica más cotidiana nos enseña que el partenaire del psicótico es su certeza, ya sea que la diga o que se la calle. En el caso de la paranoia, son las palabras de los otros, lo que le dicen de él o el mal que le desean. Son a veces las voces que oye o las sensaciones corporales que lo atraviesan. En el caso de la melancolía, son las palabras que lo congelan en la imagen de su ser defectuoso, o bien la crueldad de los autorreproches con los que el Otro se deleita. Para el paciente que he mencionado, es lo que él llama su convicción más íntima, entre los significantes que lo definen como incapaz y la significación que define su posición de goce: ser un perro para el Otro.

Lacan destaca que es importante extraer la certeza que está en juego en nuestro diálogo con el sujeto psicótico. Esto supone que de entrada se reconozca en esta certeza un punto de estructura que vale para todos. El encuentro del sujeto con su partenaire, cualquiera que este sea, pone siempre en juego algo que corresponde a la estructura misma del lenguaje. Todo encuentro, sea bueno o malo, es por definición significante. Siempre supone un «no sé lo que me pasa». Que sea significante indica que quiere decir algo que no sabemos. Decir «esto significa algo» equivale a una certeza para cualquiera. Cualquiera que hable de su partenaire cree en él. Cree que dicho partenaire es «capaz de decir algo y que solo hace falta descifrarlo».

¿De qué certeza se trata en la psicosis? No es la certeza del neurótico. El neurótico supone una significación a lo que se le presenta de un modo enigmático. La certeza del psicótico no proviene de tal suposición. Proviene de algo que se le impone. Le viene del exterior. Lejos de remitir al sujeto a la parte enigmática de sí mismo, el partenaire del psicótico lo remite al Otro y a lo que él es como objeto para dicho Otro.

EL SECRETARIO NO ES EL «PARTENAIRE»

La cuestión que se plantea es, pues, la siguiente: ¿cómo podría un sujeto jugar su partida con algo que se le presenta como una certeza impuesta y no supuesta? Y si el partenaire del sujeto es su certeza, ¿qué lugar hay para el psicoanalista en este asunto? La respuesta de Lacan es clara: un psicoanalista no debe recular ante la psicosis. Y una forma de no hacerlo es hacerse lo que llama el «secretario del alienado». Lo anterior permite definir una orientación precisa: un secretario no es un partenaire. Contrariamente a lo que ocurre en la cura del neurótico, el psicoanalista no puede ser un partenaire suplementario para el psicótico. El margen de maniobra es, por lo tanto, estrecho.

El secretario del psicótico es, en primer lugar, alguien que toma notas. «Testigo invocado de la sinceridad del sujeto, depositario del acta de su discurso, referencia de su exactitud [etc.], el analista tiene algo de escriba».1 Esto supone por su parte cierta humildad. La primera regla del secretario es no solo dejar en el vestuario cierto número de cosas, sino sobre todo saber no decir nada sobre un punto. Lo que debe dejar en el vestuario es, ciertamente, todo lo relacionado con su subjetividad, ya sean sus ideales o la forma en que es incapaz de realizarlos, ya sea su deseo de curar o sus ganas de «explicar, aconsejar, dirigir».

Pero con eso no basta. También tiene que saber guardar silencio en todo aquello que da consistencia, en la lengua del psicótico, a las figuras del todo. Los comportamientos fuera de norma del psicótico forman parte de los medios que se procura para introducir un poco de ausencia en este Otro que le estorba. Se trata, entonces, de que el secretario lo acompañe en esta vía. Se trata de hacer desconsistir, de descompletar, de indecidir lo que va en la dirección de una totalización: totalización inducida por los ideales, totalización inducida por los saberes, totalización inducida por las figuras del goce. El secretario tiene la función de introducir la negatividad en lo que se le presenta al sujeto psicótico en forma de un exceso de presencia.

El segundo punto se deduce de esta primera regla. Hacer desconsistir el todo del Otro solo es aceptable si introducimos al mismo tiempo puntos de apoyo para el sujeto. La segunda regla del psicoanalista secretario es: nada de indiferencia. El secretario no es solo alguien que toma nota. Es también alguien que toma posición. La introducción del sujeto en el texto del psicótico va a la par con la emergencia de una localización del goce. El secretario se hace, entonces, el destinatario del psicótico incluso en los detalles. Se hace destinatario de los signos ínfimos para capitonar el discurso, no con el sentido, sino con esos mismos signos.

Esto es lo que define la naturaleza de nuestro consentimiento. ¿A qué le decimos «sí» en nuestro encuentro con el sujeto psicótico? Decimos «sí» a los signos ínfimos que localizan su goce. La práctica del secretario pasa por una adecuada ubicación, incluso por la construcción, de las ficciones que localizan el goce allí donde este se hace totalitario.

Por ejemplo, se puede hacer el inventario de los pequeños detalles de la vida cotidiana mediante los cuales el psicótico embrida un goce que lo invade: usar un móvil, en vez de un teléfono, cuyo hilo se convertiría en canal para la persecución, aumentar el volumen de una radio para no oír las voces, escribir un testimonio sobre el lugar de las mujeres en la Biblia, para mantener a distancia el amor de un hombre de Dios.

También se puede estar atento a las modalidades de inscripción del goce en la propia lengua. En este caso, se trata menos de apoyarse en las virtudes de la anamnesis que de situar las inflexiones que la pregunta del sujeto impone a su lengua. No buscamos lo que está normativizado por el Otro. Buscamos aquello que, en la lengua, tiene resonancias particulares, ya sea en el plano de la gramática, de la semántica e incluso de la fonemática.

A esto invita el paciente antes mencionado a aquel a quien se dirige. Da testimonio en sus decires de una propensión real a deslizarse hacia la posición de desecho. En este caso, se trata de dar valor a todo aquello que le permite pasar de una posición de objeto del padre a una incapacidad contable tal como esta se dice en su lengua. Por ejemplo, se puede dar valor a lo que le sirve de ideal en la vida, «vivir solo», manteniendo la distancia que él sostiene respecto de dicho ideal en términos de incapacidad. También es posible ceñirse a la forma en que declina en sus palabras, en sus frases, las diferentes formas de su incapacidad. Se podría llegar a situar el uso que hace de la gramática para disociar las representaciones múltiples que lo identifican como incapaz, del predicado que determina la posición de goce a la que está reducido.

La figura del secretario es interesante porque nos invita a pensar en el uso que el psicótico puede hacer de nosotros. ¿Consentiremos lo suficiente a sus modalidades de transferencia, hasta el punto de aceptar las formas fuera de la norma que nos impone? Se quiera o no, la cuestión del goce es inevitable. El psicótico nos invita a pensar un nuevo uso de la lengua. Nos enseña a ejercitarnos en «lo vivo en la lengua» del que hablaba Nietzsche. ¿Seremos lo suficientemente dóciles como para ponernos a aprender en esta escuela? Esta es la cuestión.

La práctica psicoanalítica y su orientación

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