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2 «LA SABIDURÍA ES EL SABER DEL GOCE»*
ОглавлениеEl analista no es un sabio. El analizante tampoco. Con todo, las llamadas sabidurías no dejan de ofrecer tanto al uno como al otro un recurso, incluso una escapatoria frente a lo que está en juego en la transferencia, tal como se actualiza en un psicoanálisis. Esto puede ser elucidado a partir de la distancia que hay entre las últimas fórmulas de «Subversión del sujeto y dialéctica del deseo» y la forma en que estas son retomadas en la década de 1970.
LA SABIDURÍA COMO RECURSO
Lacan describe en «Subversión del sujeto y dialéctica del deseo» un momento de la experiencia analítica que podría resultar un final algo corto si el analizante opta por conformarse con él. A quien, en un momento de su análisis, elige enfrentarse no ya con la demanda del Otro, sino con su voluntad, se le abren dos vías. Lacan presenta este momento de la cura como un avance. Es un avance para el neurótico, en la medida en que esto supone por su parte que haya podido desprenderse algo de las demandas del Otro y, en particular, de los puntos de referencia que estas aportaban a su deseo.
A quien opta por experimentar la voluntad del Otro, o sea, enfrentarse al deseo, incluso al goce que le supone al Otro, se le abren, por una parte, la vía de la iniciación búdica y, por otra, la vía de lo trágico griego, tal como lo sostiene cierto catolicismo. Realizarse como objeto comprometiéndose en la vía de la iniciación búdica, o satisfacer la voluntad de castración inscrita en el Otro haciéndose defensor de la Causa perdida.
Ambas vías tienen en común que ofrecen al neurótico una salida a la incertidumbre que lo caracteriza. La neurosis es una posición del sujeto que exalta y cultiva el escabullirse, el no elegir, la renuncia, el sacrificio. El neurótico se satisface con las preguntas y teme las respuestas. En el universo indeciso que lo caracteriza, el encuentro con un Otro que se deja conocer y que manifiesta lo que le falta es una gran oportunidad. Le aporta un plus de orientación. Le ofrece la posibilidad de orientarse en función de la falta del Otro tomando dicha falta a su cargo. A este respecto, la vía de las sabidurías puede tener para el neurótico valor de tratamiento. Le permite tratar mediante el falo las faltas de las que sufre. Ciertas sabidurías le ofrecen al neurótico una salida. Le permiten identificarse con lo que le falta al Otro y convertirse en su criado.
Lacan indica de entrada, a partir de esto, qué puede ser considerado un final de análisis aceptable, un final capaz de devolver al deseo sus cartas de nobleza. «La castración significa que es preciso que el goce sea rehusado» para que algo del deseo pueda advenir. La castración significa que le sea negada al neurótico la satisfacción que obtiene de hacerse el criado de la falta del Otro. Es preciso que le sean negadas las satisfacciones que le ofrece la identificación fálica. La primera enseñanza de Lacan está dominada en gran parte por esta perspectiva. Se trata, en un psicoanálisis, de comprometer al sujeto en la vía de la desidentificación fálica. El final del análisis al que se apunta de este modo es un final que se enuncia a menudo bajo la forma de un «asumir la castración».
Este final, que se puede decir que es algo corto, deja al sujeto librado a la facticidad de su falta y no resuelve la pregunta «¿quién soy yo?». Es un final que exalta la falta y que, de este modo, se pone al servicio de la satisfacción que el neurótico extrae de ella. Asumir la castración significa, sin duda, que el sujeto deje de quejarse de ella. Pero que la castración como tal sea el objetivo es hacer de la castración un valor, y de su aceptación un ideal. Asumir la castración podría pasar, en tal caso, por una nueva figura de la sabiduría. ¿Es a esto, pues, a lo que aspira un psicoanálisis?
Ya sabemos qué resultado tiene esto a veces. Tratar la falta de la que se sufre mediante una falta de la que uno deja de quejarse abre la vía a prácticas inconsistentes, cuyas formas van desde la resignación más cobarde hasta el cinismo más mortífero. El realismo lacaniano nos abre otras perspectivas diferentes del recurso a las vías de la sabiduría esbozada en esta primera parte de la enseñanza de Lacan.
LA SUBVERSIÓN SOCRÁTICA
Es lo que se desprende de las pocas indicaciones que da Lacan a este respecto en una sesión del seminario ... o peor, y un poco más tarde en los seminarios R.S.I. y El sinthome. Esta sesión del seminario ... o peor se apoya en una oposición simple entre el saber de las sabidurías y el saber no iniciático que pone en juego la experiencia analítica. La experiencia analítica no es iniciática, pero esta posición no se puede defender sin tener en cuenta la subversión que dicha experiencia introduce en toda forma de sabiduría. Lo que diferencia a la experiencia analítica de las vías de la sabiduría no está dado de entrada. Una reducción de la una a la otra siempre es posible.
Lacan retoma esta cuestión por la vía de la historia del psicoanálisis. La forma en que Freud, dice, concebía «la organización a la que creyó que debía confiar el relanzamiento de su doctrina», o sea la IPA, tenía como objetivo constituir la «guardia de un núcleo de verdad». Es así, incluso, como se presentan los representantes de esa guardia. Se sirven de su condición de garantes de dicho núcleo de verdad de la doctrina freudiana. Lacan se plantea, entonces, la siguiente pregunta: ¿podemos considerar esta organización como «una escuela de sabiduría»? Esta pregunta conserva hoy en día toda su actualidad: nuestra escuela, tal como no cesamos de construirla, ¿es una escuela de sabiduría?
Lacan define la sabiduría mediante una muy bella fórmula que extrae del libro bíblico del Eclesiastés. La sabiduría, dice, «es el saber del goce». Esta fórmula hay que tomarla en su equivocidad gramatical. La sabiduría es al mismo tiempo saber sobre el goce y saber para el goce. Como prueba, Lacan se remite al uso que de ella se hace. La manera en que algunas religiones se apropian de este saber, adornándose con él al mismo tiempo, indica muy bien cuál es su lugar. Para ello basta con recordar los tantras en cierta religión, los sufís en otra, o también las filosofías presocráticas. Estas diferentes escuelas de sabiduría tienen en común el hecho de haberse dotado de un saber planteado «como esotérico». Un saber esotérico es un saber reservado a un círculo restringido de oyentes que de él dependen y que no han participado en modo alguno en su elaboración.
Este planteamiento de la sabiduría es lo que subvierte Sócrates. «Lo sustituye —dice Lacan— por la relación con el objeto a», lo cual tendrá el efecto de relegar ese saber del goce a los márgenes de la sociedad. «De vez en cuando algún chiflado brama cuando pilla el hilo de esta subversión. La cosa no es memorable salvo que sea capaz de hacer que se oiga (o sea, hacer que se oiga esa subversión) en el discurso mismo que ha producido tal saber».1 Todo nos indica que ese chiflado puede ser Freud, pero también Lacan. En otros términos, es preciso un psicoanalista para hacer oír a la filosofía la subversión que Sócrates introduce en este saber del goce.
La cuestión, sin embargo, no es solo filosófica. Lacan insiste años más tarde en el hecho de que limitarse al alcance filosófico de esta subversión conlleva un riesgo. Nos arriesgamos no solo a errar en cuanto a lo que está en juego en un psicoanálisis, sino sobre todo a arrastrar a aquel que viene a vernos a «una errancia irremediable». A menos, añade, que nos volvamos hacia el recurso, siempre posible, de la religión.
Lacan emplea raramente el término «subversión». Este designa siempre un cambio de posición en la estructura. Aquí Lacan enuncia en algunas palabras lo que nos recuerda que desplegó en su seminario sobre la transferencia. La subversión introducida por Sócrates en la historia del pensamiento apunta a algo muy preciso. Sócrates pone la relación con el objeto a en el lugar del adorno ofrecido por ciertas sabidurías. El efecto que tiene esta sustitución es transformar las relaciones del sujeto con lo que está en juego en toda forma de sabiduría.
En primer lugar, podemos tomar esto, brevemente, por el sesgo de la propia historia de la filosofía. Los presocráticos son considerados habitualmente como los precursores de la filosofía. Para ellos, el saber, que por su esencia está ligado al logos, recubre al ser. El saber hace existir lo real. El logos es lo real. Adquirir el saber sobre el agua, el fuego, la tierra, el cielo, es adquirir el ser mismo. La verdadera filosofía empieza con Sócrates, en cuanto él introduce una separación entre saber y existencia. El logos se instrumentaliza, se convierte en un medio para abordar el ser. Por este mismo hecho, el saber revela que está atravesado por una falta irreductible (no es el ser al que apunta, está separado de él).
UNA SUBVERSIÓN PARA EL PSICOANÁLISIS
El Banquete de Platón permite captar la subversión socrática de un modo más preciso, de un modo que atañe incluso a lo que está en juego en un psicoanálisis, más allá de los apuros de la filosofía. Si releemos con Jacques-Alain Miller aquel pasaje de ... o peor, a partir de lo que Lacan plantea en el seminario La transferencia, así como a partir del complemento que aporta en la «Proposición de octubre», podemos extraer dos aspectos de esta subversión socrática. El primer aspecto se refiere a la oferta de Sócrates; el segundo, a la respuesta de Alcibíades.
Lo que hace a Sócrates amable no es el hecho de que tenga a su disposición el saber que le falta a Alcibíades. Si tal fuera el caso, volveríamos a encontrarnos en la misma posición que prevalecía anteriormente. Alcibíades y Sócrates, en el punto de partida, tienen algo en común. Ambos ignoran algo esencial. Alcibíades ignora qué le falta exactamente y Sócrates ignora qué lo hace amable. Hay ahí una discordancia esencial que condiciona el vuelco introducido por Sócrates. Esta discordancia indica que entre ellos algo se opone a que se puedan encontrar, lo cual constituye precisamente el punto clave de su relación.
Lacan sitúa la subversión de Sócrates en lo que Sócrates le ofrece a Alcibíades, o sea, una falta. Y además, precisa de qué falta se trata. Lo que falta no es un objeto. Sócrates se presenta, por el contrario, como pudiendo ser amado a partir de un objeto: «En el interior de Sócrates hay algo precioso». Sin embargo, nada indica qué sería este objeto precioso. Contrariamente al objeto de Karl Abraham, que puede ser designado como objeto parcial, este objeto precioso aparece como velado. El deseo «es encendido por algo que está velado». Aquí falta la nominación del objeto. Lo que hace a Sócrates amable es el lugar que ocupa en el campo del saber. Mediante su negativa a nombrar el objeto engendra en su interlocutor una llamada al saber. Engendra lo que Lacan llama, en su «Proposición de octubre», una significación de saber: «Sócrates sabe que no está en posesión de la significación que engendra al retener esa nada». Sócrates sabe que a partir de esta falta que le ofrece a Alcibíades, este podrá suponerle un objeto que lo hace deseable.
La subversión socrática se apoya, pues, en el hecho de que no ofrece un nuevo saber, sino que sustituye este saber por una relación con un objeto que no es nombrable: «No es a mí a quien amas —le dice Sócrates a Alcibíades—, sino a otra cosa a través de mí, que no es nombrable». Sócrates subvierte la sabiduría, sustituyéndola por la relación con el objeto a. Sustituye el saber del goce por una relación con un objeto que solo vale por su escritura, que solo vale por el lugar que designa. La subversión socrática revela ser, por lo tanto, una operación de incompletud. Sócrates introduce en los discursos de la sabiduría la dimensión de lo innombrado, la dimensión del no-todo en la nominación. De este modo aligera el peso que hace gravitar sobre la existencia de cada cual el exceso de significación del lenguaje.
La manera en que Alcibíades responde al ofrecimiento de Sócrates nos enseña que lo que está en juego en la subversión socrática no debe buscarse, por lo tanto, por el lado de la falta que ofrece, sino, ciertamente, por el de lo que puede venir a escribirse en ese lugar, o sea, una positividad. La operación de Sócrates «se ilustra suficientemente por el partenaire que se le asigna en El Banquete en la forma perfectamente histórica de Alcibíades, dicho de otra manera, el frenesí sexual». Sócrates, por su posición, provoca en Alcibíades un frenesí sexual, o sea, una exacerbación de la respuesta fálica. La introducción del notodo en el seno de las sabidurías provoca una respuesta de goce que sobrepasa los límites aportados habitualmente por el falo. Esta oscilación en torno al goce fálico es lo que hay que tratar, a falta de lo cual, dice Lacan, precipitamos al sujeto en una errancia irremediable.
En este punto, filosofía y psicoanálisis se distinguen. El amor de la sabiduría que define a la filosofía es amor del falo y, por lo tanto, celebración de la falta en el Otro. Una cura conducida solamente en el sentido de una desidentificación fálica no puede sino devolver al sujeto a las vías de una experiencia iniciática, a las vías de una experiencia en cuyo transcurso debería domesticar una falta irreductible, falta que las respuestas fálicas tratan en vano de esponjar. La vía de la experiencia psicoanalítica es muy distinta. Lejos de apuntar a domesticar la falta, desemboca en una positividad. Para ello se trata de introducir al sujeto en las vías de una recensión de sus respuestas fálicas para demostrar su vanidad, no respecto a la falta que pretenden colmar, sino respecto a un goce que tratan de velar.
Todos los sistemas de representación del mundo, todas las sabidurías «tienen en su corazón, oculto, un goce de lo viviente que no se puede decir». Curarse de esto resulta imposible, pero hay diferentes formas de arreglárselas con ello. Lacan destaca aquí una diferencia, incluso una oposición entre dos saberes y, por lo tanto, entre dos formas de abordar ese grano de locura que hay en el corazón de toda sabiduría. La subversión socrática inaugura un nuevo amor de la sabiduría, un amor cuyo efecto es inscribir dicha sabiduría en el rango de lo que Lacan llama un «saber no iniciático».
Un saber iniciático es un saber que pretende preceder al sujeto y que, por eso mismo, momifica a aquel que se hace su objeto. Este es uno de los recursos al saber iniciático, que Lacan describe al final de «Subversión del sujeto y dialéctica del deseo», cuando habla del sujeto que «se hace la momia de tal iniciación búdica». Esta posición proporciona a veces excelentes resultados psicoterapéuticos. Pero estos se pagan por lo común con un suplemento de alienación, no ya a los significantes del Otro, sino a su falta y a los objetos que no dejamos de inventar para colmarlo. Los síntomas de anorexia y de bulimia, física o mental, de los que se vanagloria el mundo contemporáneo entre la inhibición intelectual y el trabajo enloquecido, físico o mental, constituyen sus pruebas más vigentes. Demuestran que hay que pagar un precio para querer reabsorber este punto de locura en las vías de la razón.
Un saber no iniciático es algo muy diferente. Es un saber que procede «de un sujeto que un discurso sujeta, como tal, a la producción», sujeto que algunos califican de «creativo». ¿Creativo de qué? De sí mismo, se podría decir. El sujeto lacaniano no se sitúa ahí de entrada. La práctica cotidiana del psicoanálisis nos enseña que el sujeto lacaniano es un sujeto en vías de realización. Es un sujeto producido por el saber que produce. El saber no iniciático es un saber que depende enteramente del acto del sujeto. Tener en cuenta el núcleo de goce de toda sabiduría puede ser para el sujeto una nueva oportunidad: transformar el fardo que su neurosis lo había acostumbrado a llevar en una realización festiva. Esto es algo que, sin duda, se puede esperar de un testimonio de pase: que el sujeto diga cómo ha transformado el fardo de su neurosis en ocasión de fiesta. Uno de los beneficiarios podría ser el propio psicoanálisis.