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3 EL OTRO DEL OBSESIVO*

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El histérico y el obsesivo tienen algo en común: se prestan fácilmente, tanto el uno como el otro, a un abordaje humorístico, de acuerdo con una inclinación a la que cedemos con facilidad cuando tomamos como objeto el tipo de neurosis al que creemos no pertenecer. Esta tentación común llama la atención: solo es posible reírse de los rasgos de la neurosis a partir de lo que ya sabemos de ella. Jacques-Alain Miller observa que el humor se inscribe en una perspectiva precisa: la perspectiva de un Otro que existe, un Otro consistente, a veces en forma de un saber establecido. A este respecto, el humor le va al neurótico. En él recupera su esperanza de un Otro consistente capaz de ocuparse de las miserias de las que él se queja.

La última parte de la enseñanza de Lacan plantea los prolegómenos de una clínica que se basaría no ya en la consistencia del Otro, sino en su inconsistencia. Jacques-Alain Miller propone llamar a esta clínica irónica. Contrariamente al humor, «la ironía va contra el Otro». Proclama su inconsistencia. Esta clínica se adecua bien al abordaje de las psicosis. Va contra el sujeto supuesto saber y sus efectos patógenos para el psicótico. Se plantea entonces la cuestión de saber qué podría ser una clínica irónica de la neurosis obsesiva, de qué modo una clínica que se apoyara en el hecho de que no hay saber establecido en el Otro nos permitiría abordar los callejones sin salida propios de esta neurosis.

Para abordar esta cuestión, he optado por seguir la perspectiva que nos ofrece un enunciado de Lacan de 1979. «Mis analizantes [...] tratan de decirme lo que no va en ellos; y los neuróticos, eso que existe. Quiero decir que no es muy seguro que la neurosis histérica exista siempre, pero seguramente hay una neurosis que existe; es lo que se llama neurosis obsesiva».1

Hay en este enunciado diversas proposiciones que ponen de manifiesto en qué punto se encontraba Lacan al final de su enseñanza. En primer lugar: neuróticos, los hay. Es una toma de posición frente al DSM-IV. En este último, la neurosis histérica y la neurosis obsesiva no figuran como entidades nosográficas. La primera de ellas se diluye por el lado de los trastornos de conversión somáticos, y la segunda se vincula a los trastornos ansiosos en términos de comportamientos compulsivos. Como los síntomas evolucionan con la ciencia, los tipos clínicos se multiplican hasta el punto de llenar los miles de páginas del DSM-IV.

Esta toma de posición de Lacan reconoce una clínica que proviene de antes del psicoanálisis. Hay tipos de síntomas, hay una clínica. «Solo que resulta que esta clínica es anterior al discurso analítico».2 En otros términos, ni Freud ni Lacan recusan el saber psiquiátrico que los precede. Histeria y obsesión son categorías descriptivas a las que se refieren frecuentemente. La cuestión que se plantea es: ¿qué puede añadir a esto el psicoanálisis?

En segundo lugar, no es seguro que la neurosis histérica exista siempre, pero seguramente hay una neurosis que existe: la neurosis obsesiva. Este enunciado sorprende, porque parece ir en contra de todo lo que Lacan planteó constantemente sobre la posición inaugural de la histeria en el campo de las neurosis. Sin embargo, es un enunciado que retoma, tras cuarenta años de enseñanza, lo que ya planteaba en uno de sus primeros textos, titulado El mito individual del neurótico. Allí encontramos la idea de acuerdo con la cual el tipo clínico del Hombre de las ratas valdría como paradigma de toda neurosis.

Entonces, nos preguntamos: ¿qué es lo que le da a la neurosis obsesiva tal especificidad? Contrariamente a la histeria, la neurosis obsesiva no es planteada luego como discurso en la enseñanza de Lacan. Él habla de discurso del histérico, pero en ninguna parte se trata del discurso del obsesivo. Lo específico de la posición del obsesivo, ¿habría que buscarlo, entonces, del lado de lo que plantea una objeción al vínculo social?

La cuestión aquí no es teórica. Se refiere también a la forma en que se anuda en la experiencia analítica la neurosis obsesiva con el discurso del histérico. Los psicoanalistas que toman a Lacan como su referencia están por lo general de acuerdo en decir que la entrada en análisis para un sujeto pasa por una histerización de su discurso. Pero resulta, precisamente, que esto es lo que supone un problema para el obsesivo. Le plantean una dificultad, tanto la histerización al comienzo del análisis como el mantenimiento de esa histerización durante el mismo.

Estas dificultades sitúan de entrada el debate allí donde el propio Freud lo situó. A la pregunta de qué es lo que el psicoanálisis puede aportar a la clínica descriptiva de las neurosis, Freud responde: las neurosis de las que se ocupa el psicoanálisis son las neurosis de transferencia. Tenemos que preguntarnos, por lo tanto, por lo que la transferencia del obsesivo nos enseña sobre esta neurosis. ¿Qué nos enseñan las dificultades de la histerización del decir obsesivo acerca de la neurosis obsesiva? Tres momentos en la puesta en forma de esta histerización pueden servirnos de orientación: el momento de eclosión de una neurosis obsesiva, la entrada del obsesivo en el dispositivo analítico y el mantenimiento de la histerización durante la experiencia.

MOMENTO DE ECLOSIÓN DE UNA NEUROSIS OBSESIVA

Freud y Lacan consideraban del todo empíricamente que hay una coyuntura propicia a la eclosión de una neurosis. Es una fórmula que Lacan empleaba en la década de 1960, marcando así la diferencia respecto a lo que llamaba desencadenamiento de una psicosis. Hablar de eclosión se refiere al hecho de que la aparición de una neurosis no es sino la reedición de una cuestión no resuelta. El neurótico viene al análisis porque algún tropiezo ha roto el equilibrio que él se había construido.

Tomemos el ejemplo del Hombre de las ratas. Antes de que se produjera un mal encuentro, el Hombre de las ratas era un hombre feliz. En el ejército, por un breve periodo de tiempo, estaba empeñado en demostrar que un oficial de reserva podía ser mejor soldado que un oficial de carrera. Su padre había sido oficial de carrera y Freud supo durante el análisis que aquel oficial había utilizado de forma deshonesta una suma de dinero que le había sido confiada. El Hombre de las ratas se presenta, pues, como un sujeto identificado por un significante que para él tiene valor de ideal: ser mejor oficial que su padre.

Cuando se encontraba en ese punto, el Hombre de las ratas tropieza con un oficial, designado como «el capitán cruel», que le pone en una situación análoga a la que había vivido su padre. Este hombre, a su vez, tenía que pagar una deuda, y su capitán se las había arreglado para hacerle particularmente difícil saldarla. El Hombre de las ratas tiene aquí un mal encuentro: se encuentra con otro que se complace en perjudicarlo, con un otro gozador. Se encuentra, al mismo tiempo, enfrentado a una vacilación del ideal que hasta entonces lo protegía de su división.

Esta pequeña secuencia condensa los elementos susceptibles de llevar a alguien al análisis. Un sujeto viene a análisis ya sea porque una de sus identificaciones vacila, ya sea porque tropieza con un goce al que no puede consentir. Se trata de lo que Freud situaba o del lado de la representación o del lado del afecto. Del lado de la representación el sujeto se topa con una idea incompatible con la imagen que tiene de sí mismo. Del lado del afecto, el sujeto se encuentra con un quantum de afecto que no puede admitir —el histérico se sitúa en un demasiado poco, el obsesivo en un exceso de afecto—. Aquí tenemos las dos grandes vertientes de una demanda de análisis. Esta se apoya o bien en la vacilación de una identificación o bien en un encuentro insoportable con el deseo del Otro. Una demanda de análisis empieza siempre por un tropiezo que se refiere a una u otra de estas vertientes, o a las dos al mismo tiempo. Y cuando no es así, se impone la mayor prudencia en cuanto a que un sujeto emprenda la vía de un análisis.

Si el mal encuentro no deja al sujeto sin recursos, se hace posible un psicoanálisis. El Hombre de las ratas está perturbado por su encuentro con el capitán cruel. Para restaurar una continuidad de sentido, ¿qué es lo que hace? Por una parte, va a consultar a un amigo y le pide que le diga que no está loco. Por otra parte, apelando al saber, va a leer los libros de Freud. Hay en el neurótico una llamada al saber, él espera de ese saber que tapone la amenaza y el efecto de verdad que se han manifestado mediante la figura del capitán cruel.

No es este el único punto en el que tropieza. Por otra parte, sabemos que su madre había expresado el anhelo —incluso había iniciado gestiones para conseguirlo— de que se casara con una mujer rica que le habían destinado. Este plan familiar despierta en él un conflicto: entre casarse con la mujer pobre a la que amaba o con la mujer rica que se le había asignado. Se encuentra, entonces, enfrentado a una elección que no consigue resolver. Freud consideraba que la coyuntura propicia para la eclosión de una neurosis estaba vinculada a cierta clase de elección que el sujeto no consigue llevar a cabo. El neurótico tropieza con un «no sé qué quiero». El tiempo para concluir es una dificultad propia de él.

Sin embargo, no es esta dificultad para elegir lo específico de la neurosis obsesiva, sino la forma que en él adquiere. En efecto, ¿qué hace el Hombre de las ratas? Elige «caer enfermo» y «no dejarse arrastrar, como de costumbre, por acontecimientos fortuitos» para resolver su dificultad.

Esta elección conjuga dos elementos. El primero es el más sensible: el obsesivo es un sujeto que duda en cuanto se trata de comprometer su ser. Pero esto no basta para especificar su posición. Lo que la especifica es el complemento que aporta a esta duda. Por un lado, él duda, pero por otro muestra una extrema sensibilidad en relación con todo lo que proviene del Otro y le puede servir como referencia para orientarse. Así, trata cada indicio que encuentra no como significante, sino como signo de su destino. En otros términos, el obsesivo es un sujeto supersticioso. Lo que define la posición subjetiva del obsesivo es la conjunción en un mismo plano del máximo de incertidumbre con la mayor certeza.

Lacan refiere esta conjunción de elementos advertidos por Freud a la inmersión inaugural del sujeto en el mundo del Otro. La neurosis es «una pregunta que el ser plantea para el sujeto “desde allí donde estaba antes de que el sujeto viniera al mundo”».3 Esta fórmula se remonta a 1957. Vectorializa toda una parte de la enseñanza de Lacan. El histérico plantea la cuestión de qué es ser una mujer o ser un hombre. El obsesivo se plantea la cuestión de saber si es posible vivir sin estar constantemente acompañado por la muerte. Estas preguntas se deducen del hecho de que el sujeto está determinado por significantes que le vienen de sus padres, por lo que él mismo no puede decir quién es. El neurótico busca una respuesta a la cuestión que le plantea su ser en la vía del deseo del Otro. Refiere esta cuestión a las marcas que en él ha dejado el deseo del Otro.

Histérico y obsesivo no difieren únicamente en cuanto a la pregunta que se plantean. Difieren también en cuanto al estilo de la respuesta. La estrategia del histérico es simple: utiliza al Otro para responder a la pregunta «¿quién soy?». Es así, por ejemplo, como Dora alborota a su entorno y moviliza a todo su pequeño mundo para que hable de ella. Su problema se convierte, por así decir, en un problema colectivo que sitúa fuera de ella misma. El significante reprimido se presenta como falta en la cadena de los significantes que la determinan.

La posición del obsesivo es muy distinta. No es intersubjetiva, sino intrasubjetiva. El sujeto obsesivo no dialoga con el Otro, dialoga consigo mismo. Esto significa igualmente que evita con cuidado preguntarse por aquello que lo vincula al deseo del Otro. Él está presente en la misma cadena significante. «S1 y S2 permanecen presentes», explícitamente, cualesquiera que sean las contradicciones o los efectos de sinsentido que ello produzca. Cuando el Hombre de las ratas se pregunta qué mujer elegir, no se da cuenta de que la mujer rica es, precisamente, el significante reprimido del deseo del Otro. Este significante está presente explícitamente en lo que él dice. Freud califica dicho significante de «reprimido» en el sentido de que el Hombre de las ratas no sabe lo que dice.

HISTERIZAR AL OBSESIVO

Se comprende entonces hasta qué punto entrar en el análisis, o sea, ir al encuentro de su inconsciente, le puede plantear al obsesivo dificultades. Para que haya análisis, hay que sacarlo de su intrasubjetividad. Es lo que llamamos «histerización». Es importante en este punto no confundir discurso del histérico e histerización del discurso. Lo que marca la entrada en análisis de un obsesivo no es una petición de ayuda puesta en primer plano. Tampoco que suponga al Otro un saber susceptible de resolver el enigma de un síntoma. El obsesivo hace demandas. El problema es obtener una demanda que se dirija al sujeto supuesto saber. Se trata de pasar de una demanda de ayuda a una demanda de análisis.

Esto supone un cambio de posición del sujeto respecto al deseo del Otro. Histerizar a un sujeto consiste en volverlo sensible al deseo del Otro. Ello exige hacerlo sensible a la puesta en acto del inconsciente en la propia experiencia analítica. Y esto es lo que plantea dificultades para el obsesivo. Histérico y obsesivo divergen también en este punto. El histérico plantea de entrada el sujeto supuesto saber. Dirige al Otro una demanda de interpretación. El cambio que se debe obtener es que el sujeto sepa que él mismo debe producir esa interpretación. Lo difícil es estar a la altura de esta tarea y no tirar la toalla demasiado pronto. La dificultad, para el obsesivo, no es la interpretación. A veces muestra una gran comodidad en relación con la asociación libre. Esto se aviene con su gusto por el pensamiento. Lo difícil para él es ir al encuentro de su inconsciente en la transferencia. Lo difícil en su caso es abrir lo que él dice al sujeto supuesto saber.

¿Cómo dar cuenta de esta dificultad? En lo que a esto se refiere, la respuesta de Lacan se desplazó y ofrece dos puntos de vista distintos. El primero se sitúa en el plano de la cadena de los significantes. El neurótico trata el significante de un modo que le es propio. «El neurótico se entrega a una retransformación de aquello cuyo efecto padece».4 Se entrega a una retransformación del significante. Para que haya significante, primero es preciso que algo se borre. Lacan lo explica en su seminario sobre la identificación, tomando como ejemplo la huella dejada por Viernes en la arena de la isla de Robinson. La emergencia de un significante supone tres tiempos. Supone que primero haya habido una huella, que esta haya sido borrada y que advenga un significante para nombrar lo que ya no está ahí. Esta huella es el signo de un real que ha tenido lugar. Designa, por ejemplo, el paso de Viernes. La nominación de esta huella, en adelante ausente, la sitúa en la cadena significante. Le permite a Robinson referirse al hecho de que alguien pasó por allí. La emergencia de un significante supone un borramiento no del objeto, sino del signo que lo designa.

El neurótico introduce en esta estructura mínima una curiosa distorsión. Quiere «retransformar el significante del que él es el signo». Quiere hacer de tal modo que este borramiento no haya tenido lugar. Quiere alcanzar aquello que el significante tiene de más real, o sea, aquel punto donde el significante lo enfrenta a algo que no tiene otro sentido más que estar allí o no estar. En el ejemplo de Robinson, el hecho de que haya habido una huella es ese punto de real. El neurótico quiere alcanzar, mediante el significante, un «hay» originario, un «hay» desprovisto de toda significación. Hay diversas formas de concebir esta retransformación. Los estilos divergen de acuerdo con las neurosis. La tendencia del histérico es a buscar por el lado de su historia la causa de su malestar. La noción de trauma es una noción a la que es particularmente afecto. Le permite asegurar su decir a partir de un punto de capitonado situado en su historia.

El modo obsesivo de borrar el borramiento es volver a poner sin cesar los relojes a cero. Para el Hombre de las ratas, se trataba de hacer de modo que aquello que había sucedido no hubiera tenido lugar (ungeschenhen machen), o bien hacer de tal manera que lo que podría ocurrir no tuviera lugar. Su tendencia natural es anular el hecho de que se inscribe en una historia que va más allá de él. Una forma simple de anular la historia es eternizarla, situando en el horizonte de la cadena un punto ideal. El obsesivo capitona la cadena significante haciéndola converger hacia un punto ideal, a saber, la muerte. Todo lo que dice el obsesivo está orientado, incluso polarizado, por este significante amo. Así, el sujeto siempre capta su existencia a partir de lo que Lacan llama «la mirada de la muerte». No deja de juzgarse y de medirse a partir del «ojo eterno», lo cual sitúa su vida en un tiempo pretérito.

Podemos remitirnos en esto al Hombre de las ratas. El desciframiento de su obsesión por las ratas converge hacia la muerte del padre. Por ejemplo, él había oído decir que echaban ratas a una caldera para desinfectar las cloacas. Un día, al ver a un obrero que arrojaba un saco a una caldera, se había dicho que era su padre quien estaba en el saco. También está presente la muerte como punto ideal en sus dificultades amorosas. En la realidad, el Hombre de las ratas está atrapado entre dos mujeres, la mujer pobre y la mujer rica, mientras que el inconsciente ya ha suscitado una tercera mujer que, con sus «ojos de alquitrán», lo mira con la mirada de la muerte.

Los efectos de esta estrategia son notables. Situando a la muerte en posición de ideal, el obsesivo opera cierto retorno al discurso del amo. Esta es una aporía a la que nos enfrenta la histerización de su discurso. Ir al encuentro de su inconsciente en la transferencia adquiere la forma de una restauración del discurso del amo. Sitúa en el Otro un significante ideal del que se hace esclavo. «Todo para el Otro», dice el obsesivo, con tal de que dicho Otro esté muerto. Introduce de este modo una curiosa distorsión en la transferencia. Este «todo por el Otro» tiene un efecto de capitonado del sujeto supuesto saber. El obsesivo satura, por así decir, el significante de la transferencia situando, en el lugar del significante cualquiera, un significante del ideal: la muerte.

Aquello a lo que apuntaba la histerización se encuentra, así, contrarrestado por el resultado obtenido. La transferencia ya no se manifiesta en su función de apertura del inconsciente, sino como cierre. Debido a este significante amo que es para él la muerte, hay sutura de la cadena significante y rechazo del sujeto del inconsciente. De ahí la impresión que da alguna vez de querer estar «tan intacto como lo está imaginariamente un muerto». Esta posición fuera de juego, que Lacan comparaba con la del bufón imperial en el palco principal del circo, especifica la posición del obsesivo y constituye una dificultad inherente a su cura. Esta supone por parte del analista una maniobra de transferencia que la segunda parte de la enseñanza de Lacan permite esbozar.

MANTENER LA HISTERIZACIÓN

La dificultad que se encuentra en la cura del obsesivo por el hecho mismo de la histerización de su posición nos obliga a plantear la cuestión de otra manera. Si le es tan difícil al obsesivo mantener la histerización de su decir en la experiencia analítica no es solo porque él distorsiona el significante, sino porque lo utiliza con fines de goce. Ya no se trata de abordar la neurosis obsesiva en términos de identificación («¿estoy muerto o vivo?»), sino en términos de pulsión o de goce («¿qué es lo que me empuja a pensar sin cesar?»). Lacan, en su retorno a Freud, nos invita a abordar la neurosis no ya en términos de pregunta, sino en términos de defensa. La neurosis es enteramente una defensa contra el goce, pero esta defensa es en sí misma, en segundo lugar, un goce. Tal es la paradoja a la que el histérico y el obsesivo responden de modos diferentes.

Lacan abordó en primer lugar la neurosis en términos de elección: «La neurosis es la elección de la defensa, en vez de la pulsión». Entonces, la subjetividad del histérico se considera como centrada en una versión de esto mismo: un demasiado poco de placer. La del obsesivo se considera como centrada en un demasiado placer que necesita frenar. El sujeto obsesivo se constituye como sujeto mediante su rechazo. Es una constatación clínica a menudo destacada por Freud y por Lacan: el obsesivo es un sujeto que dice «no».

Esta negativa constituye una defensa del sujeto frente a aquello que el goce tiene de problemático. ¿Qué hace al goce problemático? El hecho de que no puede reducirse a un asunto de significante. El hecho de que falta en el Otro un significante capaz de reducir el goce a algo simbólico. Hay en el goce algo arbitrario que lo hace problemático. La neurosis obsesiva está enteramente construida contra esta arbitrariedad del goce.

Esto ilustra —en parte, de todos modos— el lugar de la culpabilidad en esta neurosis. En efecto, ¿cómo defenderse de la arbitrariedad, sino considerando ese goce prohibido? El obsesivo trata de colmar la sinrazón arbitraria del goce inscribiéndola en la dimensión de la falta. El goce siempre es gratuito y la culpabilidad es una tentativa de reducir el goce a un asunto de significante. La neurosis obsesiva es, a este respecto, de entrada, una defensa contra el goce. El obsesivo busca una respuesta por el lado del significante para no encontrarse con lo que ex-siste al significante.

Pero, por otra parte, esta defensa revela igualmente el carácter ineluctable del goce arbitrario con el que el sujeto obsesivo se enfrenta. Como nos lo enseña el caso del Hombre de las ratas, toda una instauración de un sistema de defensa contra el surgimiento del goce no basta para mantenerlo a distancia. El goce retorna en forma de un pensamiento apremiante, no controlable. El obsesivo no puede evitar pensar. El histérico pone de relieve un «no soportar»; el obsesivo centra su subjetividad en un «no poder evitar». No puede evitar pensar en los suplicios a los que sometería a los seres a quienes ama con un amor sublime, idealizado. Pero al mismo tiempo confiesa aquello mismo que quisiera evitar, absolutamente. Su «pienso» equivale así a un «goce», cuyo contenido lo traiciona. Esto es lo que permite considerar su defensa contra la pulsión como siendo ella misma un goce. Tal defensa tiene el carácter ineluctable de un goce que se impone por sí mismo y ante el cual la renuncia no ofrece ninguna salida. También resulta en vano plantear una renuncia al goce o plantear un goce bueno, pues este siempre tiene un lado malo por definición.

Un sujeto obsesivo en análisis hablaba un día en su sesión de su pasión por la música clásica. Le complacía poseer y comparar las diferentes versiones de una misma obra musical. Para ello compraba gran número de discos. Pero pasaba tanto tiempo clasificándolos que se encontraba en la imposibilidad de escucharlos. Mientras que su placer era la música, su goce era coleccionar discos, hasta el punto de no poder disfrutar de su audición. Era, en otros términos, un sujeto que había optado por «gozar de la defensa, no de la pulsión».

Puede haber, en este momento de la cura, una inversión de la situación, problemática para la dirección del tratamiento. El «todo por el Otro» de los inicios de la experiencia es sustituido por un «nada por el Otro». Lo que predomina entonces es un goce que podría llamarse autístico. En sus síntomas, en sus defensas, el sujeto obsesivo está completamente solo. Está solo con el goce de sus obsesiones, de sus temores, sus dolores físicos o psíquicos. Así plantea su objeción al vínculo social. La neurosis obsesiva puede ser considerada una neurosis porque está enteramente construida en torno a un goce autístico, un goce que va contra el vínculo social.

Pero esto es también lo que hace tan arduo no ya la histerización del principio de la cura, sino su mantenimiento en la experiencia. ¿Cómo pasar de este goce solitario a tener en cuenta a un Otro verdadero? Este Otro no es el Otro del significante. El Otro del significante es aquel en el que el sujeto se reconoce como muerto. Es un Otro que no le es extraño y al que puede dirigir sus quejas. El Otro verdadero del que se trata, ¿cómo concebirlo? El Otro verdadero es aquel con el que se encuentra en el inicio de su neurosis y contra el cual se defiende. El Otro en cuestión es el capitán cruel, es un Otro que goza. Por este hecho, plantea una objeción a toda forma de recuperación significante, a toda forma de cuenta.

Sin embargo, hay que advertir que esta figura del capitán cruel es ya una interpretación. El Otro que goza es para el obsesivo un Otro transformado. El Otro del obsesivo es un Otro que goza de él. El obsesivo transforma al Otro que goza en agente de la castración. Esto es lo que hace difícil la histerización del obsesivo. Dice «no» a reencontrarse con su goce en el lugar del Otro. Se niega a tomar a su cargo el goce que supone al Otro. Se niega, porque tomar este goce a su cargo es aceptar exonerar al Otro. Esto es lo que el sujeto tiene derecho a esperar de un psicoanálisis, si lo quiere. Está en su derecho de esperar que un análisis le permita tomar la medida de lo siguiente: el sujeto equivale a su castración y, por lo tanto, no es necesario pedir al Otro que se haga cargo de ella.

En consecuencia, lo específico de la neurosis obsesiva en este punto no es el hecho de que esté en juego un goce. Esto es válido para cualquiera. Lo específico en su caso son las modalidades de la defensa. Las escasas indicaciones sobre la neurosis obsesiva enunciadas por Lacan al final de su enseñanza van todas en la dirección de privilegiar la forma en que el obsesivo hace uso del goce para devolver al Otro una consistencia de la que carece. A partir de ahí es posible esbozar qué sería una clínica irónica de la neurosis obsesiva, o sea, una clínica centrada en el hecho de que no hay saber establecido en el Otro. Hay tres indicaciones que merecen destacarse aquí, por la apertura que ofrecen en relación con las dificultades inherentes a la histerización del obsesivo en análisis:

1. Freud no solo «perpetúa la religión, sino que la consagra como neurosis ideal, vinculándola a la neurosis obsesiva, que merece ser llamada ideal, propiamente. Al hacerlo se engaña de la buena forma, la forma que no yerra. No es como yo, que solo puedo dar testimonio de que yerro. Yo yerro en los intervalos en los que trato de situarles, del sentido, del goce fálico [...] el goce en tanto que interesaría no al Otro del significante, sino al Otro del cuerpo, el Otro del otro sexo».5

2. «Nadie tiene la menor aprehensión de la muerte, de otro modo uno no estaría tan tranquilo. Para el obsesivo, la muerte es un acto fallido. No es tan tonta la cosa, porque la muerte solo es abordable mediante el acto. Aunque sea logrado, es preciso que alguien se suicide sabiendo que es un acto, lo cual solo ocurre raramente [...] El neurótico es alguien que no llega a alcanzar lo que para él es el espejismo en el que conseguiría satisfacerse, o sea, una perversión. Una neurosis es una perversión fallida».6

3. «[la forma] es algo que se hincha y cuyos efectos en el obsesivo ya he comentado, él, apasionado por ella como nadie. El obsesivo, dije en algún lado, me lo recordaron recientemente, es algo así como la rana que quiere hacerse tan gorda como el buey. Se sabe con qué efectos, por una fábula. Es particularmente difícil, como se sabe, arrancar al obsesivo de esta influencia de la mirada».7

El tiempo de la histerización es el tiempo de una elección para el obsesivo. Puede optar por huir. También puede optar por proseguir la experiencia fuera de los caminos trillados del significante. El mantenimiento de la histerización del decir del obsesivo impone una maniobra de transferencia. Impone una rectificación subjetiva, no ya por el lado de la implicación del sujeto en los significantes que lo determinan, sino por el lado de lo que emerge como huella de un goce no situable en términos de significante.

Esta vía no carece de obstáculos. Las astucias de la neurosis son múltiples y el obsesivo no es en esto una excepción. En este momento de la cura tropezamos con una dificultad muy sensible en un sujeto obsesivo. Lo que surge en el momento en que se levanta, se aligera el significante del ideal que obstaculiza la histerización, es un rasgo de perversión (o quizá más) cubierto por una escena de goce. Cuando acentuamos la división del sujeto para forzarlo a producir los índices de su goce, lo que aparece a menudo es un pedacito consistente de la cadena significante, un pequeño fantasma particularmente investido* en la historia del sujeto. Entonces, la cura parece focalizarse en torno a estos rasgos.

Lacan destacó sin cesar la diferencia que hay entre el estatuto lógico del objeto a y «lo imaginario que se le pega, que allí se acumula». El objeto a resulta de una operación lógica debida a la función del significante. Hay un significante que falta en el Otro; el objeto a designa el lugar de dicha falta. Esta operación, sin embargo, no puede producirse sin un soporte. Para constituir el a y, por lo tanto, el fantasma, «es preciso algo prêt-à-porter». El objeto a recibe una consistencia corporal a partir del pedazo de cuerpo que viene a alojarse en el lugar de la falta. Las distintas formas del objeto a, el seno, el escíbalo, la mirada, la voz, son piezas separadas del cuerpo, preparadas para hacerse soporte de esta operación lógica.

Las dificultades comienzan cuando un sujeto llega a confundir ambas cosas. Esto es lo que sucede en la cura del obsesivo: pone en primer término una escena de goce para no interrogar lo que dicho goce pone en juego. En la cura del obsesivo hay un hiato entre las coordenadas imaginarias y simbólicas del objeto y el objeto en cuanto soporte de un goce. Estas dificultades se originan en el hecho de que el goce no se deduce de lo simbólico, es lo que ex-siste a lo simbólico. Circunscribir este objeto implica, en consecuencia, algo distinto de la asociación libre; implica construcción y deducción a partir de cierto número de encuentros que el sujeto puede tener con su goce.

Esto supone por parte del analista que vaya al encuentro de las huellas dejadas en la lengua no ya por el Otro del ideal, sino por el Otro de lo concreto, el Otro tal como pudo darse en los detalles de la existencia del sujeto. Se trata, en la cura, de pasar del Otro del ideal al Otro del detalle, al Otro cuya única consistencia es la de lo uno por uno, del S1 separado de todo S2. Se trata, en otros términos, de pasar del Otro del Uno al Otro inconsistente. Ello supone, concretamente, la construcción de la secuencia significante, cuyos elementos puestos en serie son tomados uno a uno, no como significantes, sino como signos desprovistos de significación. El Hombre de las ratas nos da varios ejemplos de esto, especialmente cuando establece una equivalencia entre rata, heces y niño. Lacan nos invita a referir estos signos a la arbitrariedad del goce. Nos invita a tomarlos como «briznas de goce». Habría que definir las modalidades prácticas de su tratamiento a partir de las indicaciones de Lacan antes citadas. Pero esto es harina de otro costal.

La práctica psicoanalítica y su orientación

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