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DON EUGENIO
Un día, al anochecer, apareció en la fonda de Iturri un hombre que llamó la atención de Lacy y de Ochoa. Era un tipo seco, amojamado, con la cara y las manos curtidas por el sol. Tenía el aire de cansancio de los que vienen de países tropicales.
Vestía redingot negro, pantalón con trabillas, sombrero de copa de alas grandes y corbata de varias vueltas.
—¿Quién es este hombre?—preguntaron Lacy y Ochoa a Iturri.
—Es un vascongado que viene de la Habana. Ahí está su nombre.
Los dos jóvenes leyeron el nombre: Eugenio de Aviraneta.
—¿Es de los nuestros?—preguntó Ochoa.
—Yo le he conocido aquí en 1824—dijo Iturri—creo que es liberal.
El recién llegado escribió unas cuantas cartas y se metió en la cama.
Al día siguiente preguntaron por él dos o tres personas, entre ellas el auditor de guerra y amigo íntimo de Mina, don Canuto Aguado.
Por lo que dijo Iturri, Aviraneta traía pasaporte del capitán general de la isla de Cuba, para Madrid, por la vía de Francia, pero como no se había presentado al cónsul español de Burdeos, no podía pasar a España.
A la hora de almorzar Iturri sentó a la misma mesa donde comía su sobrino y Lacy al recién llegado y éste al saber que Eusebio era hijo del general Lacy estuvo muy amable con él y habló largamente con los dos jóvenes. Aviraneta les hizo alguna impresión. Tenía marcada tendencia por la frase amarga y el epigrama, lo que hacía creer que era tipo desengañado y sarcástico.
—¿Ha tenido usted larga conferencia con Aguado?—le preguntó Ochoa.
—Sí.
—¿Qué dice?
—Poca cosa.
—¿No está contento de la marcha de los acontecimientos?
—Eso parece.
—¿Y el general Mina no tiene confianza?
—Muy poca. Por lo que he podido traslucir no está contento de la organización de la empresa. Se me figura que va arrastrado por la fogosidad y la imprudencia de todos.
—Es que el general está viejo, enfermo y naturalmente es desconfiado. Ya verá usted como todo sale bien—dijo Ochoa.
—Mejor, mejor; ¡ojalá!
Aviraneta contó sus viajes, y estaba hablando de sobremesa cuando se presentó Iturri con el italiano de la subprefectura que había dado los informes de las dos damas del Chalet de las Hiedras.
El italiano era un hombrecito calvo, de unos cuarenta años, la nariz arqueada y roja, el pelo rubio y la mirada viva a través de los lentes. Vestía un traje raído y sin brillo y llevaba los pantalones con rodilleras.
El señor Pagani, así se llamaba, era al parecer, insustituíble en su oficina; sabía cuatro o cinco idiomas a la perfección, trabajaba constantemente y ganaba poco.
—Me ha explicado mi amigo Iturri su situación—dijo hablando el castellano perfectamente.—¿Qué documentos tiene usted?
—Tengo el pasaporte del capitán general de la Habana para dirigirme a Madrid—dijo Aviraneta.
—¿Quiere usted enseñármelo?
—Ahora vengo con él.
Aviraneta entró en su cuarto y volvió poco después con unos papeles.
—He salido de la Habana con mi pasaporte pensando ir a Madrid, pero como me he encontrado con esta agitación revolucionaria, inesperada, no me he atrevido a entrar en mi país.
—¿Usted ha tenido que ver algo en política?—preguntó el italiano mirándole por encima de sus lentes.
—Sí, en parte—murmuró Aviraneta—yo fuí miliciano como otros muchos... obligado... y tuve que emigrar en 1823, pero no me he mezclado nunca activamente en política.
El italiano contempló con desconfianza a su interlocutor, después tomando el pasaporte comenzó a leerlo despacio.
—Está bien... en regla—fué diciendo mientras leía—visado por el cónsul general francés del puerto de la Habana... falta la presentación al consulado de España en Burdeos.
—Sí, ha sido un olvido—dijo Aviraneta.
—Esta falta—repuso el italiano—le imposibilita a usted para entrar en España porque se le considerará a usted como sospechoso y en el acto se le reducirá a prisión.
—Entonces no, no quiero entrar en España.
—Dígame usted. ¿Cuál es el plan de usted? ¿Qué es lo que usted desea?
—Yo, la verdad, soy un hombre pacífico—afirmó Aviraneta—si hay esos peligros de que usted habla, prefiero quedarme aquí. En vez de visitar a mis parientes de Irún y San Sebastián, a quienes no he visto hace años, les pediré que vengan a verme. Mi plan se reduce a estar en Bayona un par de meses.
—Lo bastante para hacer la expedición que proyectan los liberales españoles—dijo el italiano con ironía.
Lacy y Ochoa sonrieron.
—No, no—exclamó Aviraneta—eso la gente moza, yo ya soy viejo para esos trotes.
—¡Hum! Quizás yo me engañe, pero no me parece usted menos peligroso que estos jóvenes; en tal caso más.
—Es usted muy amable, señor Pagani. No. Estoy cansado de verdad. ¿Y cómo arreglaremos el asunto para que yo me pueda quedar en Bayona?
—Yo lo arreglaré, y si quiere usted que no le molesten no concurra usted a los cafés, porque están muy vigilados por los agentes de los dos gobiernos y por los espías que tiene el señor de Calomarde entre los mismos liberales.
—No tenga usted cuidado. No iré a los cafés.
—Su pasaporte de usted con los de los demás españoles residentes aquí los colocaré en la subprefectura en carpeta separada de los emigrados políticos y mañana por la mañana traeré a usted la carta de seguridad con cuyo salvoconducto no le molestará la policía.
El señor Pagani se despidió de todos y al día siguiente por la mañana volvió trayendo la carta de seguridad. Aviraneta le dió un luis que al italiano debió parecer por los aspavientos que hizo al recibirlo un verdadero capital.
Recomendó de nuevo a Aviraneta que tuviese cuidado con quien hablaba y añadió que si alguna dificultad se le ofrecía no tenía más que avisarle a la subprefectura por mediación de Iturri.