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II.
ENTREVISTA CON MINA

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Una de las condiciones características de Aviraneta era el enterarse y darse cuenta rápidamente de una situación. Al tercer día de su estancia en Bayona don Eugenio había hablado con los más conspicuos constitucionales, sabía sus opiniones, lo que pensaban acerca de la expedición que se estaba preparando, las simpatías y las antipatías que tenían.

Con su prudencia habitual de zorro encanecido en la intriga, Aviraneta no se presentó en ningún sitio bullanguero ni paseó por las calles en grupo con otros españoles.

La tarde del tercer día de su estancia en Bayona, don Canuto Aguado le avisó para que acudiese a las nueve de la noche a su casa. Aguado vivía en un tercer piso de la calle de Santa Catalina en el barrio de Saint Esprit, en un cuartucho barato, sórdido y sombrío.

Aviraneta al anochecer, cenó, se embozó en la capa y se marchó por el puente de barcas a Saint Esprit.

Al llegar a la calle de Santa Catalina buscó el número hasta dar con él. Aguado se encontraba esperándole en el portal.

—Aquí está Mina—le dijo.—Le he avisado para que hable con usted.

Aviraneta y Aguado subieron la estrecha escalera de la casa, iluminándose con un cabo de vela, y entraron en un cuarto diminuto, con un armario lleno de papeles. Sentado a la mesa, a la luz melancólica de un pequeño quinqué de petróleo estaba el general don Francisco Espoz y Mina.

El general se levantó con trabajo y estrechó la mano de Aviraneta. Aguado cerró la puerta del cuarto y los tres hombres se sentaron. Estaba el caudillo de la guerra de la Independencia avejentado y con aspecto de enfermo; tenía el pelo y las patillas blancas y las mejillas hundidas; llevaba una chaqueta de tela gruesa, un pañuelo de lana en el cuello y un capote sobre los hombros.

—Yo recuerdo haberle visto a usted...—dijo Mina dirigiéndose a Aviraneta con un hablar inseguro y algo vacilante—si... recuerdo, hará ya quince años... cuando la conspiración de Renovales creo que era ¿no?... sí cuando la conspiración de Renovales. Entonces debía usted ser muy joven.

—Tenía veintitrés años.

—¿Y qué ha hecho usted desde esa época?

—¡Oh, tantas cosas! que ya no me acuerdo.

Aviraneta contó rápidamente cómo había sido ayudante del Empecinado, su viaje a Egipto y a Grecia, y después su estancia en Méjico.

—Ultimamente he hecho la expedición a Tampico con el brigadier Barradas—terminó diciendo—y por la defensa de este pueblo el general Vives ha pedido al Gobierno la confirmación del empleo de Comisario ordenador de Guerra. En este momento, cuando iba a tomar posesión del cargo, llegó a la Habana la noticia de la Revolución de Julio de París, y a mí me avisaron por la Venta Carbonaria lo que se intentaba. Esto me movió a presentarme al capitán general y a manifestarle francamente mis deseos. Vives, que es amigo mío, intentó disuadirme, pero viendo que era imposible me dió el pasaporte para España.

Aviraneta lo mostró a Mina, quien lo leyó despacio y después dijo:

—¿Y ahora qué piensa usted hacer?

—Me uniré a ustedes.

—El caso es—murmuró Mina—que yo no voy a poder darle a usted cargo alguno en esta expedición... es tarde... cada cargo es una nueva fuente de riñas y de rivalidades... sí; es verdad...; no hablo por hablar, no... no sabe usted cómo están los míos, los que llaman ministas, con los valdesistas y los gurreistas... yo quisiera... pero no puedo... cada jefe quiere tener su partido y así no vamos a ninguna parte.

—Si no tengo cargo oficial trabajaré independientemente.

—¿Usted puede entrar en España, Aviraneta?

—Estoy pregonado por el corregidor de Roa en la causa del Empecinado, pero supongo que ese proceso estará ya sobreseído.

—¿Tiene usted parientes en España?

—Sí.

—¿En dónde?

—Aquí en el Norte, en San Sebastián y en Irún.

—Pues entonces podrá usted pasar. Si usted quiere, yo haré que le firmen el pasaporte.

—No; de ir, iré sin pasaporte. Conozco el país y tengo amistades en la frontera. Diga usted, mi general, sus intenciones y sus planes; yo, conociéndolos, veré qué es lo que puedo hacer.

—Está bien. Habla usted con franqueza..., y a pesar de que yo tengo fama de zorro le hablaré a usted con la misma claridad. No tengo interés en engañarle.

—Ni yo tampoco a usted, general.

—Lo comprendo. Bien, no le diga usted esto a nadie... esto que le voy a decir... La gente lo sospecha... pero yo no quiero confesarlo...: voy arrastrado a una expedición en la que no creo... que me parece imposible pueda tener éxito...; usted me dirá ¿por qué he entrado en ella?... Por los amigos...; me decían que yo, como más viejo..., con más representación... quizás pudiera ordenar el movimiento... No se ha podido hacer nada...; mis informes me hacen creer que hay traidores en nuestro campo, que el Gobierno está advertido... y que vamos al fracaso.

—¿Y no se puede aplazar esto?—preguntó Aviraneta.

—No. Ya me echan la culpa a mí de las dilaciones...; el general Gerard me recomendó que esperase...; creí que haría algo por nosotros, y nada... ahora si no marcho todo el mundo dirá que yo he entorpecido la expedición... que soy un traidor..., y voy a marchar... Si usted hubiese venido... antes... cuando organizábamos nuestras tropas... le hubiera nombrado jefe de una de ellas, pero esto está constituído... mal constituído... pero ¿qué se va a hacer?

-Ah. Nada. De eso no hay que hablar.

—Si usted hubiese venido antes, Aviraneta, yo le hubiese encomendado un trabajo comprometido... y peligroso.

—¿Cuál?

Mina se detuvo, palideció y murmuró llevándose la mano al costado.

—Estos días de otoño... las heridas... me duelen...; dígale usted, Aguado, cuál era nuestro proyecto.

—La idea del general—dijo Aguado—era no emprender esta expedición sin tener un apoyo en la península. Hubiésemos querido contar con San Sebastián y con Santoña antes de comenzar el movimiento en la frontera. Las dos plazas son fuertes e importantes. Con San Sebastián y Pasajes tendríamos la defensa de la costa y el paso abierto a la frontera; con Santoña podíamos defender la parte de Santander, tener abierto el camino de Burgos hacia Madrid y marchando mal defendernos de las tropas que vinieran de Vizcaya en el portillo de Gibaja y en la barca de Treto, y de los que llegasen de Burgos o de Asturias en la línea de Torrelavega.

—¿Y por qué no han intentado ustedes eso?

—Amigo Aviraneta—dijo Mina, ya un tanto aliviado del dolor,—nadie ha estudiado con calma nuestros proyectos... Todo el mundo cree que basta presentarse en la frontera... echar un discurso... para que el pueblo venga con nosotros...

—¿Y no dieron ustedes, mi general, algunos pasos?—preguntó Aviraneta.

—Sí; yo había escrito a algunos amigos de San Sebastián... diciéndoles que esperaran órdenes.

—¿Tiene usted allí amigos de confianza?

—Sí. Legarda, Amilibia, Baroja... y sobre todo Lorenzo Alzate.

—Alzate es primo mío. ¿Y cree usted, mi general, que ya no se puede hacer tentativa alguna en ese sentido?

—Eso creo.

—Yo volveré de nuevo a estudiar la cuestión y hablaré con usted.

—¿Ah, bien... muy bien!... ¿Qué, nos vamos?

—Sí—dijo Aguado.—Encienda usted la vela, Aviraneta.

Den Eugenio encendió una pajuela y luego el cabo de vela, y Aguado apagó el quinqué.

Aviraneta tomó el candelero, y Mina, apoyado del brazo de Aguado, bajó las escaleras y montó en un cochecito que había en la calle esperándole. Aguado y Aviraneta marcharon a Bayona por el puente.

Los Caudillos de 1830

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