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III.
CONVERSACIÓN CON AGUADO

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Estaba lloviendo; ni Aguado ni Aviraneta tenían ganas de entrar en sus casas, y se metieron en los soportales del Puente Nuevo.

—¿Qué le ha parecido a usted, Mina?—le preguntó Aguado.

—Sencillo, atento. Me lo figuraba así—dijo Aviraneta.—¿La opinión íntima acerca de la expedición que se proyecta es la que ha expuesto?

—Sí.

—¿No hay alguna cosa que nos haya callado?

—No. Es decir, no ha insistido en las diferencias que hay entre nosotros.

—¿Y cómo no se ha zafado de esta empresa, en la que tiene tan poca confianza?

—Esta pregunta me demuestra que lleva usted lejos de nosotros mucho tiempo—dijo Aguado.—Usted le ha conocido a Mina cuando era un general liberal, uno de tantos; hoy es el mayor prestigio del liberalismo activo y no se puede zafar de una empresa así como en tiempo de Renovales. Mina viene arrastrado. A raíz de la Revolución de 1830, Mina se encontraba en los baños de Bath. Se le escribió contándole con detalles las jornadas de Julio. Los emigrados que habían acudido a París creían que aquella era la ocasión propicia para emprender un movimiento favorable, con la ayuda de los liberales franceses y del Gobierno de Luis Felipe.

—Y lo era, sin duda.

—Mina—siguió diciendo Aguado—se trasladó a París, conferenció con los emigrados españoles y quedó de acuerdo con ellos en hacer una intentona en la frontera, con ciertas condiciones. Decidido esto, Mina tuvo una conferencia secreta con el ministro de la Guerra, general Gerard.

—Y Gerard ¿qué dijo?

—Gerard recibió muy bien al guerrillero español, y le dijo que preparase su expedición a la chita callando. Mina fué también en compañía de Toreno a visitar al general Lafayette, pero no le pudo ver. Mina quería formar una falanje con los prestigios del liberalismo internacional y lanzarla sobre la frontera española.

—Era una magnífica idea.

—Y era lo que habían prometido todos. Ya que los franceses habían acabado con la libertad en España en 1823, justo era que intentaran restablecerla cuando pudieran. Sin embargo, no han hecho nada.

—No me choca. El francés siempre ha sido egoísta y roñoso para los demás.

—Mina quería el mando único, y tenía razón, porque lo que se intenta no es una revolución, sino un movimiento militar. La revolución, en tal caso vendrá después. Al mismo tiempo que Mina hacía sus trabajos, un grupo de impacientes que querían obrar con independencia se puso de acuerdo con Calvo y con Ardouin el banquero, que tenían hechos empréstitos a España desde la primera época constitucional, y los banqueros ofrecieron su concurso. Llamaron a Mendizábal y le dieron fondos para los primeros trabajos, y decidieron entre todos nombrar la Junta sin consultar con Mina.

—Siempre la divergencia y los celos—murmuró Aviraneta.

—El Directorio provisional del levantamiento de España contra la tiranía se formó en París y se trasladó en seguida a Bayona. Desde aquí escribió a Mina preguntándole si se podría contar con él. Era en el fondo una impertinencia. Mina, un poco molesto, contestó que sí y en la segunda semana del mes de Septiembre se presentó en Bayona. El 22 de este mes se verificó la primera Junta del Directorio provisional, y al día siguiente Mina, violentándose un poco, manifestó públicamente su adhesión a ella. Desde el primer momento comenzaron las rencillas y las diferencias.

—¿Por qué?

—Los partidarios de Torrijos y los militares independientes veían que allí donde estuviera Mina naturalmente tenía que ser la figura principal, cosa que no les agradaba.

—¿Pero hay algún motivo nuevo de odio?

—Ninguno. Las causas de esto son muchas y antiguas; pero la más principal no es ideológica, sino de temperamento. Mina es un vasco como usted, maquiavélico, de palabra confusa y enmarañada, pero por dentro, claro, lucido y calculador. Sus enemigos Torrijos, Valdés, Alcalá Galiano, San Miguel, López Baños y otros muchos son castellanos, andaluces, asturianos, más fáciles de palabra, más conceptuosos, más retóricos...

—Por una cosa o por otra, los españoles siempre estamos así—dijo Aviraneta con amargura.—Empiezo a sentir el haber venido. Allí, al menos, en Cuba tenía asegurada mi existencia.

—Sí, será verdad; pero no se puede vivir más que en el propio país; lo demás es vegetar, llevar una vida mísera y disminuída.

—En eso tiene usted razón. Lo que yo no comprendo bien es por qué si Mina no tiene defectos no se le unen los demás.

—Es que los tiene. Uno de los defectos del general, que a veces es un medio de defensa, es la desconfianza excesiva; otro es su tendencia burocrática y reglamentaria. Mina, que ha conspirado desde la primera emigración, está siempre en guardia con cualquiera que se le acerque; en cambio, Torrijos y Valdés son más efusivos y, al parecer, más francos. Mina trata a sus enemigos por el silencio, no habla de ellos; cosa que irrita; en cambio sus enemigos le intentan desacreditar. Se ha llegado a decir que Mina tiene miedo. Los partidarios de Valdés y de los otros echaron a volar esta especie, y un señor Chevallon, un francés majadero que venía con unos miles de francos de la Junta de París, ha llegado a decírselo cara a cara a Mina.

—¿Y Mina no le contestó con un puntapié?

—No, porque el general es hombre que se lo guarda todo. Los enemigos han inventado otra porción de calumnias estúpidas.

—¿Y esto influye algo en la opinión?

—Nada. En España no se cree más que en el general.

—¿Y cómo no mandan ustedes agentes a España para saber qué hacen allí?

—Los mandamos. Ahora tenemos algunos italianos carbonarios esparcidos aquí por el Norte, gente activa; tenemos a José Monti, napolitano, comerciante que vive en Vitoria y va a veces a Pamplona; a Pedro Galloti en San Sebastián, que se sirve para sus informes de los quincalleros paisanos suyos; a un tal Arrigoni, que ha ido a Santander, y a un D. Juan Rumi en Gibraltar. Estábamos comenzando la organización. Este movimiento quizás eche a abajo lo que habíamos preparado y tengamos que comenzar de nuevo.

—De todo esto se deduce que hay muy pocas probabilidades de éxito—dijo Aviraneta.

—Sí; tal creo yo también.

—A pesar de esto—repuso Aviraneta—yo le voy a hablar a Campillo. Si él quiere intentar algo en Santander, donde debe tener amigos, yo iré a San Sebastián.

—Bueno—dijo Aguado;—ténganos usted al corriente de lo que haya.

—Descuide usted—contestó D. Eugenio.

Y los dos hombres, después de darse la mano, salieron de los arcos y se separaron.

Los Caudillos de 1830

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