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IV.
LA TINTA SIMPÁTICA
ОглавлениеAl día siguiente por la mañana Aviraneta contó a Eusebio de Lacy y a Ochoa lo que había hablado con Mina y con el intendente Aguado; expuso a los dos jóvenes su plan, que lo aceptaron con entusiasmo, y decidieron mandar un aviso a Campillo para hablar con él.
Le citaron para después de comer en el café del Comercio. Estuvieron Lacy, Aviraneta, Campillo, en mesas separadas como si no se conocieran, luego se levantaron uno tras otro, recorrieron el puente de Saint Esprit, cruzaron el barrio de los judíos y fueron al campo por la carretera de Burdeos.
Se sentaron en un ribazo al pie de un olmo, y Aviraneta contó su conversación con Mina y explicó su idea de tantear San Sebastián y Santoña, y las ventajas que tendría de poder realizarse su proyecto.
Campillo no era de los enemigos declarados de Mina, pero desconfiaba.
—¿Y cuál es el plan de usted?—preguntó Campillo.
—Mi plan sería contar con San Sebastián y con Santoña antes de la expedición. Teniendo estas ciudades y asegurado el paso de San Sebastián por la frontera, se podría hacer mucho.
—Ah, claro. ¿Y contaba usted conmigo para trabajar en Santoña?
—Sí.
—Pues, hombre, no puede ser. Yo soy demasiado conocido en mi tierra y me prenderían inmediatamente al llegar. ¿Usted piensa entrar en San Sebastián?
—Es posible; pero no diga usted a nadie nada.
—Descuide usted, nadie lo sabrá. ¿Usted cree que se podrá hacer algo?
—No sé; pero creo que vale la pena de verlo... hablar con los oficiales y soldados, ver lo que piensan.
—¿Usted está convencido de que en esta ocasión Mina obra de buena fe?
—¡Qué duda cabe!
Campillo quedó visiblemente preocupado. Dijo que el espíritu público no era del todo hostil a los liberales en Santander, donde la mayoría del comercio era liberal y de mucha influencia sobre la masa del pueblo; pero, según él, fuera de la ciudad, en la parte rural, el vecindario estaba sobrecogido por los voluntarios realistas fanatizados por el clero y dominados por los caciques.
—¿No hay por los pueblos gente de la nuestra?—preguntó Aviraneta.
—Cerca de Santander—contestó Campillo—vive un hermano mío, capitán ilimitado, relacionado con otros oficiales que están en la misma situación y cuentan con algunos soldados que sirvieron conmigo en la guerra de la Independencia y en 1823; mas esto no basta. ¿Cómo quiere Mina ganar la guarnición de Santoña?
—Si se llegara a este caso—contestó Aviraneta—se necesitaría dinero para sobornar a los sargentos y a la tropa.
—No sé si con los jefes y oficiales que hay en Santoña se podrá contar—dijo Campillo,—porque el batallón que ha reemplazado al que había es nuevo en el país. Los jefes y oficiales de los Cuerpos facultativos son también nuevos y no conozco a ninguno.
—Para sondear los ánimos de la guarnición de la plaza ¿no encontraríamos algún agente sagaz que fuera de los nuestros?—preguntó Aviraneta.
—Mejor que nadie, mi hermano. No está significado por liberal—contestó Campillo.—¿Pero cómo entendernos con él, habiendo, como hay, tan gran vigilancia en los correos?
Aviraneta dijo que había tintas simpáticas; pero era indispensable que el corresponsal supiese emplearlas.
Después de hablar largo rato y de hacer cábalas acerca de lo que podía pasar, volvieron al pueblo los tres separados. Aviraneta escribió a su primo Lorenzo de Alzate diciéndole que estaba en Bayona, e hizo pasar la carta con una cascarota de Ciburu. Citaba a su primo para la semana próxima.
Los días siguientes Aviraneta fué con Lacy y Ochoa a casa de su antiguo amigo Juan Olavarría, donde acudían de tertulia Mancha, Peman, el coronel Núñez Arenas y algunos otros militares en su mayoría partidarios de Valdés.
Uno de los contertulios amigo de Mina era Ramón Corres. Corres parecía un hombre pacífico y grave aunque en realidad no lo fuese tanto.
Corres había tomado parte en la guerra de la Independencia y en las luchas del 20 al 23 en las que se batió con denuedo a las órdenes de Labisbal. Después emigró, fué a la isla de Jersey y allí se estableció de chocolatero, oficio que tenía en Marañón antes de la guerra de la Independencia. Corres estaba dispuesto a seguir a Mina. En la tertulia de Olavarría se celebraba su candidez y su simplicidad.
Una de estas noches al salir de casa de Olavarría se encontraron Aviraneta y Lacy con Campillo. Como llovía a chaparrón fueron a pasear a los arcos de la Galuperie, que en aquel momento estaban desiertos.
Campillo dijo que acababa de entrar en el Adour un quechemarin de Santoña; que el patrón, un convecino suyo, era un hombre honrado y de toda su confianza, y que había pasado la tarde y parte de la noche en su compañía.
—Le he esperado a usted para decirle que se presenta una buena ocasión para escribir a mi hermano; y como yo no sé poner las cosas en claro, quisiera que lo hiciera usted.
—Muy bien—dijo Aviraneta.—¿Cuánto tiempo va a estar aquí el quechemarin?
—Estará un par de días.
—Entonces hay que escribir en seguida.
—Sí.
—Bueno; ahora me pondré yo a redactar las instrucciones, mañana las consultaré con usted y con Mina, y si están ustedes conformes las escribiré con tinta simpática y le enseñaré al patrón del barco la manera de emplear el reactivo para que él, a su vez, se la enseñe a su hermano de usted y aparezca lo escrito.
—Muy bien.
Salieron de los arcos de la Galuperie y fueron a casa. Aviraneta y Lacy se encerraron en un cuarto de la fonda de Iturri y estuvieron escribiendo disposiciones durante toda la noche, buscando el modo de sintetizar y de poner las cosas claras.
Durmieron un poco por la madrugada, y a media mañana Aviraneta buscó a Aguado y en su compañía fué a leer su plan a Mina. El general estaba en la cama. Oyó atentamente lo escrito por Aviraneta, y dijo:
—Está bien, muy bien. Es usted un maestro.
Después le leyeron las clausulas a Campillo, que también dió su aprobación.
Aviraneta escribió entonces con tinta simpática y con letra muy apretada sus indicaciones. Encima redactó, de manera corriente, una carta de comercio.
Llegó el patrón del quechemarin, se le enseñó la carta y se le dijo la manera de descubrir lo escrito con tinta simpática empleando el frasquito del reactivo.
Al anochecer, Lacy, Campillo y Aviraneta vieron cómo el quechemarin salía hacia la boca del Adour remolcado por una lancha.