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IV.
SILUETAS DE CONSPIRADORES

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Al día siguiente, por la tarde, don Venancio se encontró a Paquito Gamboa, el militar con quien había estado en el lazareto de San Sebastián, en la calle de Atocha; dieron un paseo, y, a la vuelta, entraron en el Café de Venecia, de la calle del Prado. Se sentaron cerca de la ventana. Era aquel local un sitio obscuro, ahumado, con un olor especial en que se mezclaban el aroma del café tostado, con el humo del tabaco, y un tufo como de polilla que echaban los divanes ajados de terciopelo.

—¿Y la mayoría de esta gente son militares?—preguntó Chamizo.

—No—contestó Gamboa—. Muchos de estos son vagos, que esperan que llegue el buen momento charlando en un rincón, fumando y jugando al billar. Algunos, que se dan por militares indefinidos y de la reserva, son aventureros, perdidos, cuando no estafadores.

Gamboa le habló después a Chamizo de que se conspiraba activamente. Suponía que Aviraneta andaba en el ajo y que debían estar complicados Calvo de Rozas, Romero Alpuente, Flórez Estrada, Gallardo y otros constitucionales.

Gamboa pensaba hablar a Aviraneta y ofrecerse a él. Le invitó a ir a Chamizo a casa de doña Celia, y se fué porque tenía que acudir a la guardia.

Acababa de salir el joven militar, cuando entraron en el café Calvo de Rozas, con un señor grueso, de patillas, y después, formando otro grupo, dos viejos carcamales, en compañía de Aviraneta y de un hombre con aire frailuno.

Se sentaron todos en una mesa: los dos carcamales, Flórez Estrada y Romero Alpuente, se sentaron en el diván, y los demás, en sillas alrededor. La conversación se refirió a motivos generales de política.

Calvo de Rozas, hombre de mal talante, de aspecto ceñudo y sombrío, hablaba con una sequedad antipática. Se decía que en el Sitio de Zaragoza había mandado despóticamente como un bajá. Se le tenía por aragonés, pero había nacido en Vizcaya. En Francia, en tiempo de la Revolución, hubiera figurado entre los jacobinos.

Romero Alpuente, un viejo repulsivo, amarillo, con un aspecto de cadáver y con los ojos vidriosos, hablaba despacio, de una manera petulante, y mezclaba en su conversación frases chocarreras, que él era el primero en reír con un gesto tan frío y tan triste, que daba horror.

Respecto a Flórez Estrada, parecía una sombra, un anciano decrépito, con un pie en la sepultura.

El señor grueso de las patillas era don Juan Olavarría, hombre que se tenía por sesudo y por serio y que vivía en una continua fiebre proyectista. Los canales, los puertos, las fábricas, el convertir los montes en llanuras y las llanuras en montes, era su obsesión.

El otro personaje era el masón Beraza. Beraza tenía un aire frailuno. Iba afeitado, tenía una calva hasta el cogote, la frente abultada y la nariz respingona. Su cuerpo era gordo y fofo, y sus ademanes, un tanto femeninos. Debía de ser un hablador frenético, porque constantemente se le veía perorando con un dedo en el aire y sonriendo con una sonrisa plácida y estólida.

Al cabo de algún tiempo salieron del café, en fila, los contertulios liberales, todos de capa y de sombrero redondo. Estos conspiradores de capa y copa iban muy serios y ceñudos.

Al salir, Aviraneta le vió a Chamizo y se acercó a él.

—¡Hombre! Le voy a presentar a usted a estos señores.

—No, no.

—¿Por qué no?

—Usted anda ahí en su fregado revolucionario, que a mí no me conviene.

—¡Bah! Usted es de los nuestros, padre Chamizo.

—No; no soy de los de ustedes. Yo soy católico, apostólico, romano y monárquico, y ustedes son unos impíos, unos anarquistas, unos conspiradores...

—¡Ca, hombre! No haga usted caso. ¿Quién le ha metido a usted esas bolas?

El ex fraile dijo primero lo que le había contado Gamboa, y después le habló de la visita del jesuíta que había tenido el día anterior.

Aviraneta se quedó serio.

—Y usted, ¿qué va a hacer?—preguntó.

—Yo, nada. Yo no le voy a espiar a usted, que es amigo mío.

—Gracias, don Venancio. Lo que vamos a hacer es una cosa. Yo le daré a usted de cuando en cuando alguna noticia que sepa, y usted se la comunicará al curita ése.

—No me gusta el procedimiento. No sé qué traman ellos y qué traman ustedes.

—¿Nosotros? Muy poca cosa. ¿Sabe usted cuál es nuestro objeto? Pues es hacer una partida del trueno para asustar a los realistas y decidir al Gobierno a que nos acepten a todos en el ejército y en los ministerios.

—Mal camino han elegido ustedes.

—¡Qué quiere usted! Gente joven. Cabezas locas. Y hablando de otra cosa, ¿quiere usted que le diga a don Bartolomé José Gallardo que le envíe algunos libros raros? Se los enviará, porque yo responderé por usted.

—Usted será responsable, señor Aviraneta, si mi alma se pierde—dijo con energía Chamizo.

—Sí, es verdad.

Salieron los dos del café. Llegaron a la calle del Lobo, donde vivía don Eugenio.

—¿Le ha dicho a usted Paquito Gamboa qué día tenemos que ir a cenar a casa de Celia?—preguntó Aviraneta.

—No; ha dicho que nos avisará.

Se despidió Chamizo de don Eugenio, y se fueron cada uno a su casa.

Al día siguiente, en la librería del señor Martín, Gallardo dijo al ex fraile que Aviraneta le había hablado de él, y añadió que le pidiera los libros que quisiera, que él se los daría con mucho gusto.

—Si yo encuentro algo que le convenga a usted...—dijo Chamizo.

—No, no. Eso es demasiado para un fraile—contestó con sorna Gallardo—. A un fraile no se le puede pedir que dé nada; ustedes están hechos para tomar lo que les den. Ya sabe usted lo que decía el padre Barletta, el predicador de Nápoles, en su latín macarrónico: Vos quoeritis á me, fratres carissimi quómodo itur ad paradisum? Hoc dicut vobis campanae monasteri, dando, dando, dando.

—¡Bah, invenciones!

—No, hombre, no. El padre Barletta es el mismo que, contando la entrevista de Cristo con la Samaritana, dijo que ésta conoció en seguida que Cristo era judío porque vió que estaba circuncidado.

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