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III.
LA CASA DEL JARDÍN

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El año 1833, el cuartel de la Montaña del Príncipe Pío, de Madrid, no estaba edificado aún, y el cerro que ocupa en la actualidad, con sus alrededores, formaba parte del Real Sitio de la Florida.

Esta posesión era muy extensa; se hallaba rodeada de una tapia de doce pies de altura, construída de cal y canto, con machones intercalados de ladrillo, y tenía para su comunicación con la villa cuatro puertas: una, la principal, que daba frente a las Caballerizas; otra, al cuartel de San Gil; la tercera, a la cuesta de San Vicente, y la más lejana, que comunicaba con el descampado de San Antonio de la Florida.

Dentro de los tapiales había varias huertas con sus pozos y sus fuentes, una granja de labor, un picadero y una cuadra para los caballos del infante don Francisco. Había también un edificio bastante grande, que se llamaba la Casa del Jardín. La Casa del Jardín, construída en el siglo xviii, ofrecía el carácter de las posesiones reales rústicas de aquel tiempo. Era de ladrillo amarillento, con los balcones muy espaciados, pintados de verde, y un tejado con lucernas. Rodeaban esta granja arriates abandonados, en los cuales las plantas parásitas habían sustituído a las cultivadas.

Por dentro, la casa tenía grandes salones de paredes pintadas con paisajes y guirnaldas, y los techos, llenos de amorcillos, y una galería de madera con los barrotes carcomidos por el sol y la lluvia.

La Casa del Jardín se hallaba desde hacía mucho tiempo abandonada, y sus grandes salas servían de guardamuebles y de graneros. Unicamente en un pabellón, adosado a una de las esquinas, vivía un domador de caballos con su mujer y dos chicos.

En la primavera de 1833, dos mozos hortelanos entraron una mañana en la Casa del Jardín, desocuparon una sala y un gabinete que daban a la galería, llevando los muebles amontonados allí al desván, y limpiaron los suelos; pocos días después un inquilino fué a vivir a la casa rústica. Era un joven demacrado, con aire de convaleciente de una enfermedad, flaco hasta vérsele los huesos, con las orejas que se le transparentaban a la luz. Este joven pálido tenía los ojos azules, el pelo rubio y el tipo elegante. El joven debía tener influencia sobre el mayordomo de Palacio, pues hizo que le dejaran entrar en las habitaciones cerradas y eligió varios muebles, que mandó llevar a la sala y al gabinete de que se había apoderado.

Eran estos dos salones hermosos; uno de ellos con una gran ventana que daba hacia el Campo del Moro; el otro, con una galería, desde donde se divisaba la Casa de Campo y el Pardo, con el fondo de las montañas azules del Guadarrama.

El joven de aire macilento mejoró pronto en la Casa del Jardín.

Al principio se pasaba allí todo el día contemplando el paisaje: el Manzanares, con su escasa corriente y las ropas blancas puestas a secar, que resplandecían al sol; la vega verde de los Carabancheles y de Getafe, el Palacio Real, que parecía de mármol al anochecer, y las notas de violeta que tomaba el Guadarrama al acercarse el crepúsculo. El enfermo, cuando se puso bueno, comenzó a pasear y a montar a caballo.

Al principio iba únicamente a verle un cura joven y tenían los dos largas conversaciones.

Poco después comenzó a visitar al joven otro señor que aparecía muy de tarde en tarde. Cuando llegaba éste, el joven y el cura esperaban, se encerraban los tres y charlaban largo rato.

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