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LIBRO SEGUNDO
EL TRUENO

Índice

I.
EL PADRE CHAMIZO EN MADRID

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El padre Chamizo fué a vivir a un tercer piso de la calle de Cervantes. Encontró un cuarto, gabinete con alcoba, bastante espacioso. Este gabinete había sido amueblado, con pretensiones, sin duda hacía ya mucho tiempo. Tenía un papel verdoso, desgarrado en muchas partes, una consola, un espejo sin brillo, un sofá de caoba y seis sillas. La alcoba estaba oculta con cortinas verdes, con los pliegues desteñidos, y la cama era de madera y parecía un barco. Chamizo, para arreglar el cuarto a su gusto, compró en el Rastro una mesa, una estantería para libros y un sillón cómodo.

La casa aquélla, cuya dueña era una señora pensionista, doña Purificación Sánchez del Real, no era una casa de huéspedes, sino algo muy indefinido y madrileño. Doña Puri alquilaba dos cuartos a caballeros estables y les daba de comer si éstos le anticipaban de antemano el dinero para la compra. Naturalmente, daba de comer mal, cosa terrible para Chamizo, y, además de esto, servía la comida a los caballeros estables en una encrucijada a la que llamaba el comedor, que era un sitio obscuro, entre pasillos, con una ventana de cristales empañados que daba a la cocina, que a su vez daba al patio. Sólo de noche se veía algo en aquel comedor, que según doña Puri estaba bien por su decoración. Doña Puri llamaba la decoración a unos armarios simulados que tenía el cuarto en las paredes. Doña Puri era una vieja encorvada con una mirada suspicaz y una voz de característica de teatro. Tenía esta señora la nariz corva, la boca sumida y unos lunares como cerdas en el labio. Era muy redicha y muy sentenciosa.

Su hijo Doroteo, muchacho de unos veinte años, parecía por su aspecto una de esas aves estúpidas y perplejas de la orden de las zancudas. A fuerza de creerse sabio lo equivocaba todo y no hacía cosa a derechas.

Muchas veces don Venancio le dió encargos, que el joven Doroteo los equivocó completamente.

—Perdone usted, yo había entendido que usted quería decir...

—Pero, ¿por qué no entiende usted lo que se le dice simplemente?—le preguntaba Chamizo.

Tenía Doroteo una novia en la guardilla de enfrente; la pobre muchacha se pasaba el tiempo en la ventana bordando y Doroteo la escribía versos.

Doña Puri hablaba mucho al padre Chamizo de su hijo.

—Porque como usted, don Venancio, es como si fuera de la familia...—le decía, y le abrumaba con historias sin interés.

El otro huésped de la casa era un tal don Crisanto Pérez de Barradas, un señor de barba negra, alto, con melenas y anteojos ahumados. Don Crisanto tenía una voz hueca y campanuda de pedante. Chamizo, al verle por primera vez, aseguró que debía ser masón, y, efectivamente, resultó que lo era.

Don Venancio, los primeros días de su estancia en Madrid, se dedicó a andar por las calles, a recorrer los cafés y a visitar las librerías de viejo. Casi siempre volvía a casa con unos cuantos volúmenes empolvados, que colocaba con placer en los estantes.

—Mi marido—decía doña Puri—era también aficionadísimo a los libros. No sabe usted qué hombre más culto era.

Don Venancio leía mucho y leía de todo: libros religiosos y profanos, documentos históricos; tenía sus obras predilectas, que releía con frecuencia. Sus autores favoritos entre los profanos eran Horacio y Lucrecio, y entre los místicos, Malon de Chaide y fray Luis de Granada. La Guía de pecadores y el Símbolo de la fe, de fray Luis de Granada, le entusiasmaban por su lenguaje, y el libro de Malon de Chaide, La conversión de la Magdalena, por sus alusiones y sus chistes.

Chamizo era, como católico, poco practicante; se le olvidaba muchas veces la misa del domingo y no daba gran importancia a los rezos.

Para él esto era pura mecánica; probablemente, entre los rezos maquinales de los católicos, los molinos de oración de los tibetanos y de los chinos y las calabazas llenas de oraciones que los calmucos hacen girar con el viento, el ex fraile no encontraba mucha diferencia.

El padre Chamizo recorría Madrid de un extremo a otro, y le gustaba.

Madrid era entonces un pueblo curioso, más interesante que muchas ciudades de importancia y que muchos pueblos exteriormente típicos, por tener un carácter especial, el carácter del pueblo alto, seco, duro. Era difícil que por aquel tiempo hubiera en Europa una capital tan poco mezclada, tan poco cosmopolita como Madrid; no tenía esa vida arcaica de las ciudades viejas, como Venecia o Nuremberg; en España, como Toledo o Salamanca, ciudades todo fachada, ciudades que engañan y parecen existir para entusiasmar al extranjero ávido de lo pintoresco; no tenía grandes aspectos.

Madrid moral estaba en consonancia con el Madrid material: pobre, destartalado, incómodo, con casuchas míseras, con un empedrado malísimo, y, sin embargo, con rincones admirables, no tan suntuosos como los de Roma, pero con una gracia más ligera. Jorge Borrow comprendió en parte el carácter de Madrid como ningún otro escritor nacional y extranjero y notó su absurdo atractivo. Borrow sintió la extrañeza de Madrid mejor que Larra, que hizo la crítica un poco mezquina del señorito que se cree superior porque ha estado en París; sintió Madrid muchísimo mejor que Mesonero Romanos, que pintó el cuadrito de costumbres vulgar y ramplón, imitando a los costumbristas franceses del tipo anodino de Jouy.

Pueblo de poca tradición, no tenía Madrid, como las ciudades antiguas, el barrio típico, monumental, que interesa al arqueólogo; su carácter estaba en la vida de las gentes; no había allí la casa gótica, ni el alero con gárgolas y canecillos, ni la gran fachada del Renacimiento, pero dentro de la pobreza en la construcción, ¡qué tipo más acusado tenía todo, lo inanimado y lo vivo, las casas y las calles, como el alma de los hombres!

Chamizo se divertía en buscar los contrastes, en ver a los elegantes de la calle de la Montera y a los majos de Puerta de Moros, en oír a los políticos de la Puerta del Sol y a los paletos de la plaza de la Cebada, y se entretenía en mirar las tiendas, las pañerías de la calle de Postas, los comercios de cuchillos de las calles próximas a la Plaza Mayor. Quería apresurarse a sorber el espíritu castellano, que era el suyo; identificarse con su pueblo y hartarse de oír su idioma. Aunque comprendía que era absurdo, le gustaban, más que las plazas anchas y suntuosas de las capitales de Francia, aquellas plazoletas de Madrid como la de las Descalzas o la de la Paja, que no le parecían de ciudad, sino de aldea manchega.

La Isabelina

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