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II.
EN QUE EL PADRE CHAMIZO COMIENZA SU HISTORIA Y NO LA PUEDE TERMINAR

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Índice

El padre Chamizo sacó un cuaderno del bolsillo, lo leyó aquí y allá, y, dejándolo entreabierto, dijo:

—Bien; comenzaré. Primeramente permítame usted que le diga dos palabras acerca de mi vida. Soy de la provincia de Palencia, de un pueblo próximo al del abate don Sebastián de Miñano y Bedoya, célebre autor de las Cartas del pobrecito holgazán, que tanto ruido hicieron y tanta influencia tuvieron contra nosotros los pobres eclesiásticos.

Mi padre murió joven, dejando a mi madre viuda, con varios hijos, de los cuales era yo el menor. Me creían listillo, yo no tenía afición al trabajo manual, y por amistad de un fraile que solía venir a mi casa, a llevarse el pobrecito lo que podía, me metieron en un convento de Palencia. Estuve algún tiempo de fámulo, sufriendo mil perrerías, lavando ropa sucia, llevando recados y haciendo de pinche en la cocina, hasta que vino de superior un buen hombre que me hizo estudiar, ordenarme y profesar. Tenía yo afición a las letras y creo que alguna disposición. Creía ya resuelta mi vida tranquila, dedicado al griego, al latín y a la historia; me habían enviado a un convento de Lerma, cuando en 1822 aparece por allí una columna del infernal Empecinado, se apodera del convento, y sus soldados me arrastran a mí a ir con ellos. En esa columna iba el malvado Aviraneta, ese aborto del infierno...; no sigo porque es amigo de usted. Me incorporan a las fuerzas liberales, me llevan de la derecha a la izquierda, me hacen perder las tranquilas costumbres del convento, y, en 1823, cuando la entrada del duque de Angulema, me cogen prisionero en Valladolid y me traen a Francia.

—¿Y usted trataría en seguida de volver al convento de Lerma, padre Chamizo?

—No; no traté de volver, señor Leguía, y éste fué mi error. Iba ya por el mal camino. Al quedar libre marché a Bayona, donde me acogí a la protección de Miñano. Llevaba trabajando tres años con él, y, mi querido señor Leguía, nuestra fe comenzó a vacilar. Nos dedicamos a las malas lecturas, leímos las inmundas obras de Voltaire, de Diderot y de otros réprobos; comentamos las innobles chacotas del Diccionario crítico-burlesco, de Gallardo, contra los frailes, en donde se nos llama peste de la República y animales inmundos encenagados en el vicio...

—Y bebimos un poco de más, quizá, padre Chamizo.

—Tiene usted razón; bebimos un poco de más y cometimos otros actos poco morales. Sí, sí..., es cierto. ¡Yo! ¡Sacerdote aunque indigno! Quantum mutatus ab illo! Por entonces don Sebastián Miñano me propuso entrar de preceptor en casa de una señora viuda de Saint-Palais. Yo acepto, y paso durante unos meses una vida cómoda y agradable. Buena comida, buenos vinos... En esto empiezan a decir que si yo me entiendo con la viuda..., la eterna maledicencia... Yo no digo que no me gustara, no; la carne es flaca, y aunque uno haya vestido, bien indignamente por cierto, el glorioso sayal, uno es un hombre... No; puedo afirmar que nadie me vió a mí cortejar a la viuda; pero un primo suyo y pretendiente recogió estas calumnias y me desafió... ¿Yo qué iba a hacer? ¡Yo, un sacerdote! Naturalmente, no fuí al terreno, porque aunque uno es un mísero pecador, ama uno la vida..., y la señora, al saber que no había acudido al desafío, me despreció y me despidió de su casa... ¡Sexo frívolo! Vuelvo de Saint-Palais a Bayona, donde conozco al malvado Aviraneta, y voy con él a Madrid. ¡Cuántos errores comete uno en la vida!

Y aquí nos tiene usted ahora dominando el latín, el griego, el inglés, la literatura, la teología, la historia eclesiástica y los cánones, y ganando treinta duros al mes en un almacén de cuerda del muelle y algunas otras menudencias por dos o tres lecciones que damos. Y España, ¿qué hace entretanto por uno? Nada. ¡Ingrata patria, no poseerás mis huesos! No haga usted caso. Es hablar por hablar. ¿Qué quiere usted, señor Leguía? Soy una víctima del destino... No es que yo sea, ni mucho menos, partidario de la predestinación. Lejos de mí semejantes errores, que defendían algunos discípulos extraviados de San Agustín en el monasterio de Adrumet, en Africa, Lucidus, sacerdote de las Galias, Jansenius y Primacio, el autor de Proedestinatus. No, no. En ésta, como en otras muchas cosas, conocemos el buen camino, aunque no siempre vayamos por él.

—¡Padre Chamizo!

—¿Qué?

—Dejemos a Primacio y vamos, si le parece a usted, con Aviraneta.

—Bueno, vamos con ese réprobo, con ese hijo de Satán. Déjeme usted consultar mis notas.

El padre Chamizo volvió a leer el cuadernito, concentró un momento la atención y dejó de desvariar.

Mientras iba leyendo se le cerraban involuntariamente los ojos, y se veía que estaba deseando echarse a dormir.

—Usted no puede conocer por su edad, señor Leguía—dijo el padre Chamizo—, la transformación verificada en Francia después de los sucesos de 1830. Los realistas españoles, que vivían en las ciudades del Mediodía como el pez en el agua, tuvieron que desaparecer de la superficie y hundirse en los líquidos abismos. A la emigración absolutista sucedió la emigración liberal.

En 1832 estaba yo en Bayona dando lecciones de latín y de español en un colegio, viviendo en una mala casa de huéspedes, cuando caí gravemente enfermo.

Mi protector Miñano se hallaba fuera, mis amigos realistas se habían marchado y mis ahorros eran nulos. Con todo esto no necesito decirle a usted que me encontraba lo más miserablemente que puede encontrarse un hombre, solo, abandonado, enfermo, y sin más asistencia que la de un matrimonio francés, avaro, que me robaba los libros raros que yo tenía para venderlos. En esto, una tarde, ya pensando en la ventura de morir, entra en mi cuarto su amigo de usted, el señor Aviraneta. Yo le conocí en seguida. Era el ayudante del infernal Empecinado, causante de mis desdichas. El no se acordaba de mí. Le habían hablado de un cura español liberal, enfermo, y venía a verme. Su amigo de usted, ese réprobo, me atendió y me cuidó cuando me encontraba yo tan débil y tan miserable, que no hubiera dado un ochavo partido por la mitad por mi vida. Cuando me curé nos reconocimos como habiendo peleado juntos con el Empecinado.

—Yo le creía a usted liberal—me dijo.

—No, no—y añadí—: enemigo de sus ideas siempre. Agradecido a su bondad siempre, también.

Yo, señor de Leguía, soy un hombre que ha practicado el culto de la amistad. Amigo de mis amigos. Esa ha sido mi divisa. No soy un fanático. Usted es turco, protestante, jansenista, revolucionario...; yo abomino de las ideas de usted; pero usted es un amigo mío y yo le favorezco si puedo. No me hable usted de sacrificarme por la República o por la Monarquía; no me diga usted que haga sucumbir a mis amigos por el Estado o por la patria. Esta severidad catoniana no está en mi alma. Dirá usted que es una debilidad. Lo reconozco. Voy a beber un poco más de vino.

Con la enfermedad—siguió diciendo el padre Chamizo—perdí la plaza que tenía en el colegio y me quedé en la calle. No tenía más recurso que Aviraneta y me uní a él. Naturalmente, si me pedía algún servicio, escribir una carta o redactar un escrito, lo hacía. Conocí también a algunos amigos suyos liberales, al auditor don Canuto Aguado, al coronel Campillo, a don Juan Olavarría, y a otros partidarios del tristemente célebre Mina. Yo no descubría entre ellos mis ideas, no me parecía oportuno. Me daba como moderado.

Después de una temporada que estuve sin trabajar encontré una plaza de corrector de pruebas en la imprenta de Lamaignere, y comencé de nuevo a ganarme la vida.

Los días de fiesta, aunque me esforzaba por quedarme en casa, no tenía bastante voluntad, y me iba a buscar a Aviraneta. Ese réprobo amigo de usted, como sabía mi flaco, me llevaba a una fonda de un navarro, un tal Iturri, de la calle de los Vascos, y me convidaba a una cena suculenta. ¡Qué bien se guisaba en aquella casa! ¡Qué merluzas, qué angulas, qué perdices rellenas he comido allí! Ante unas comidas como aquéllas, ¿qué quiere usted, amigo mío?, yo era un hombre al agua.

Hay perfecciones dañosas, perjudiciales. Una persona de olfato muy fino, poco a poco, sin quererlo, se hace antisocial y enemigo de la plebe; un gastrónomo, un hombre de paladar refinado, pierde, a veces, la dignidad y los principios por una buena comida... Pero divago, y no quiero divagar.

En esto se supo en Bayona la noticia de la enfermedad grave de Fernando VII, el otorgamiento de poderes a favor de la reina masona, y el decreto de la amnistía general.

A principios de 1833, todos los liberales se prepararon para entrar en España. Como yo tenía en Bayona mis relaciones entre ellos, vi con tristeza que se marchaban.

A mediados de febrero encontré a Aviraneta en la calle y me preguntó:

—Usted, ¿qué va a hacer?

—Me voy a quedar aquí. Aquí solamente cuento con medios de vida. No tengo dinero para ir a España.

—Por eso no se preocupe usted—me dijo—. Si quiere usted entrar en España, venga usted. Yo tengo algún dinero y voy en compañía de mi primo Joaquín Errazu, que es un millonario mejicano. Este, si usted quiere, le pagará su viaje a Madrid. Para él es una bicoca.

Aviraneta me presentó a Errazu. Errazu me tomó por liberal y dijo que un hombre tan ilustrado y de ideas tan progresivas como yo era necesario en la patria, y que él, por su parte, con verdadero placer sufragaría mis gastos hasta que encontrara una colocación en España.

Pasé por liberal a la fuerza.

Se decidió que yo fuera a Madrid con Errazu y con Aviraneta. Por aquel tiempo había estallado con un ímpetu atroz el cólera morbo asiático y hecho estragos en París, Burdeos y en toda Francia. Si usted ha leído esa novela de Eugenio Sué titulada los Misterios de París, novela absurda, cínica, inmoral y de pésima literatura, habrá usted visto allá una descripción de los horrores del cólera.

Por entonces, en la frontera de España se hallaba establecido el cordón sanitario, y a los viajeros que intentaban entrar en la Península se les obligaba a una cuarentena rigurosa en el lazareto establecido en el puente del Bidasoa.

Salimos de Bayona en compañía de Errazu y de su criado, y, al llegar a San Juan de Luz, Aviraneta dispuso que nos embarcáramos en una escampavía, en el puerto de Socoa, y nos dirigiéramos a San Sebastián. Fuimos en la barca nosotros cuatro y un señor enfermo que viajaba con su mujer y su sobrino. Este señor, don Narciso Ruiz de Herrera, había sido embajador en Roma. Le acompañaba su mujer, doña Celia, que por la edad podía ser su hija, y el sobrino de don Narciso, un capitán de caballería, Francisco Ruiz de Gamboa, a quien luego llamamos siempre Paquito Gamboa.

Llegamos a San Sebastián, ingresamos en el lazareto, fuera de la muralla, en el cual no había nadie, pasamos unos días muy divertidos, y, concluída la cuarentena, entramos en la ciudad.

El señor Errazu fué llamado a Irún por sus parientes, y como Aviraneta tenía prisa para ir a Madrid, tomamos los dos la diligencia.

Aviraneta aseguraba que su propósito en la corte era hacer gestiones para reingresar en el ejército; yo me figuraba si tendría otros planes revolucionarios.

Llegamos a la corte; don Eugenio fué a vivir a casa de su hermana, a la calle del Lobo, y yo, a una de huéspedes de la calle de Cervantes.

Al llegar a Madrid fuí a visitar a don Sebastián Miñano, que me proporcionó varias cartas de recomendación para personas influyentes, y no encontré más que un trabajo mezquino de traducciones de noveluchas francesas del vizconde de Arlincourt y de otros autores por el estilo.

Mientrastanto, Aviraneta subvenía a mis necesidades, y yo, la verdad, me encontraba a mis anchas. Madrid, pueblo que no conocía, era un lugarón destartalado y feo, pero muy pintoresco y divertido. Iba a los cafés, recorría los puestos de libros viejos, hablaba en los corrillos de la Puerta del Sol y de San Felipe, me enteraba de una porción de cosas que ignoraba. Toda aquella gente, la que más bullía tenía su misterio en la política y algo que ocultar. Quién había servido al rey José, quién había estado en América de traidor contra España; otros podían dividir su vida en un período absolutista y otro liberal. Aquello era un Carnaval. En ningún sitio podía aplicarse mejor la frase de Goya, un pintor sordo que conocí aquí en Burdeos, que hizo una estampa de gente con careta, y puso al pie la leyenda: «Nadie se conoce».

Había por entonces una gran inseguridad en el origen de la mayoría de las personas conocidas; daba la impresión de que no se podía rascar mucho en la vida de la gente sin encontrar algo feo.

Todo el mundo era pretendiente a un destino, a un estanco, a una pensión, y por cada destino había cientos que lo solicitaban; se llamaba en broma a algunos aspirantes a pretendientes.

Yo también era aspirante, pues aunque don Eugenio seguía costeándome los gastos, quería independizarme lo más pronto posible.

En esto el padre Chamizo sintió que la nube de sueño que le venía encima era cada vez mayor, y balbuceó:

—Mi querido... señor Leguía... Creo la verdad, que he bebido demasiado...; tome usted el cuadernito éste, donde están mis notas... y haga usted lo que quiera con él... Me lo devuelve... o no me lo devuelve... Ahora me voy a dormir... porque no puedo más.

Leguía llamó al camarero y le mostró a Chamizo, que dormía.

—¿Qué se puede hacer con él?—le preguntó.

—Se le puede subir al hotel y echarle en la cama.

—Eso es. Muy bien.

Entre dos mozos cogieron a Chamizo como si fuera un saco y se lo llevaron. Leguía pagó la cuenta y se marchó a su casa. Las notas del ex fraile le sirvieron de base para escribir este libro.

La Isabelina

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