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V.
LA CANCIÓN DEL TRUENO

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A los tres días de esta conversación fué el padre Jacinto a casa del ex claustrado. Don Venancio se mostró con él bastante ambiguo, dándole a entender que haría lo posible para sonsacar a sus amigos los liberales, sin comprometerse formalmente a nada. El jesuíta proporcionó algunos trabajos, traducciones de documentos latinos; pero viendo después que las confidencias de Chamizo no le servían para gran cosa, dejó de visitarle. Solía ir Chamizo con frecuencia a ver a Aviraneta; le redactaba cartas y le traducía otras que le llegaban escritas en francés y en inglés.

Don Eugenio manejaba sumas respetables, tenía medios, aunque no los gastaba en sí mismo. A Chamizo le daba lo que le pedía, dinero que el ex fraile invertía en comprar libros y en comer bien, huyendo como de la peste del comedor de doña Puri para los caballeros estables.

Alguna vez le enviaron cartas a su nombre para entregárselas a Aviraneta, cosa que le hizo poca gracia, porque comprendía que allí se encerraba algo sospechoso.

Aviraneta le aseguró un día que no había nada oculto.

—Bueno; pues para convencerme—le dijo Chamizo—, enséñeme usted una carta de éstas y déjemela leer.

Le enseñó Aviraneta la carta; no se podía leer nada, lo que hizo pensar a Chamizo que estaba escrita con alguna clave.

—Bueno, don Eugenio—dijo el ex fraile—. Haga usted el favor de decir que no me envíen cartas así.

Aviraneta lo prometió, y, efectivamente, no se las volvieron a enviar.

Siempre le quedaba a don Venancio la curiosidad de saber qué hacía Aviraneta, con qué gente trataba y a qué casas iba.

Un día que estaba el ex fraile traduciendo unos trozos de una obra de Jeremías Bentham, en casa de Aviraneta, para Flórez Estrada, vió a don Eugenio sentado a la mesa ante un papel lleno de tachaduras.

—¿Qué diantre hace usted?—le dijo—. ¿No estará usted haciendo versos?

—Haciendo versos estoy.

—¡Usted!

—Sí. Parece que me cree usted absolutamente incapaz de hacer una copla.

—La verdad... Así es. Le tengo a usted por un hombre negado para eso. Pero, ¡quién sabe! Quizá sea usted un lord Byron o un Quintana. ¡Vamos a ver esos versos!

—Ya sé que le parecerán a usted mal—dijo don Eugenio—. Son versos de circunstancias hechos para cantar con la música del Al tun, tun, y para uso exclusivo de la gente del Trueno.

—No conozco ni ese Al tun, tun, ni ese trueno.

—El Al tun, tun es una musiquilla popular que no tiene nada que ver con Mozart, ni con Rossini. Respecto a la partida del Trueno, el otro día le hablaba a usted de ella...

—No recuerdo. He oído hablar del Trueno, de estudiantes nocherniegos y calaveras...; pero no creí que eso tuviera ninguna organización.

—No la tiene, pero a mí se me ha ocurrido darle un aire de organización, y de cuando en cuando uno de estos oficiales ilimitados, con quince o veinte amigos, van de ronda por los Barrios Bajos y se les reúnen algunos menestrales de nuestras ideas, y dan, de Pascuas a Ramos, un estacazo a un carlista enemigo y gritan por las calles: «¡Mueran los carlistas! ¡Viva la Constitución!» Cuando hacen alguna cosa de éstas se dice: «¡Es la partida del Trueno!» Al mismo tiempo, cuando se reúnen en los cafés poetas, periodistas, ex guardias de Corps, liberales y militares indefinidos, y hablan a gritos, y riñen, y salen embozados en sus capas hasta los ojos, se dice: «Es la partida del Trueno». Y esta partida del Trueno hace mucho ruido y no es nada. Se asegura que son jóvenes liberales exaltados de la aristocracia y de la clase media; se ha hablado de que con ellos anda Candelas, el ladrón... Con esto los realistas se asustan y creen que tienen un enemigo mayor.

—Es usted un farsante, amigo Aviraneta.

—No se puede aspirar a ser político sin ser un poco granuja, padre Chamizo. Todo político empieza por ser un pillastre. Yo acepto la pillastrería necesaria, íntegra; tomo un baño de picardía y sigo adelante.

—¡Oh! Usted no necesita eso. Tiene usted bastante bilis y bastante mala intención para desafiar el veneno de los escorpiones y de las víboras.

—¡Cómo se conoce que ha sido usted fraile!—dijo Aviraneta—. Tiene usted la manera de hablar rencorosa de todos ellos.

—¡Gracias! Vamos a ver sus poesías.

—Poesías, no; son versos deplorables, variaciones sobre la consigna de la partida del Trueno.

—No sé cuál es esa consigna.

—La consigna es ésta: Garrotazo y decir que nos pegan.

—¡Muy bien, muy cristiano!

—Ahora verá usted el sublime himno. No me elogie usted demasiado, padre Chamizo; me voy a ruborizar. Allá va:

Al tun tun, paliza, paliza;

al tun tun, sablazo, sablazo;

al tun tun, ¡mueran los realistas!;

al tun tun, que defienden a Carlos.

En la callejuela,

en el callejón,

darles buenas tundas,

sin vacilación.

Reinará Don Carlos

con la Inquisición,

cuando la naranja

se vuelva limón.

—¿Esta es la primera copla?

—Sí.

—Muy ática, muy culta.

—Sí; ya me figuraba yo que le conmovería a usted. Ahora va la segunda:

Al tun tun, garrote, garrote;

al tun tun, trancazo, trancazo;

al tun tun, ¡abajo los frailes!;

al tun tun, que se llevan los cuartos.

Por la portezuela

y por el portón,

¡duro y tente tieso!

¡leña a discreción!

Reinará Don Carlos

con la Inquisición,

cuando la naranja

se vuelva limón.

—¿Qué le ha parecido a usted la coplilla, padre?

—Una necedad y una salvajada.

—¿Ve usted? Eso me demuestra que la copla está bien: el que le indigne a usted. No puede usted negar que ese ritornelo:

Reinará Don Carlos

con la Inquisición...

es muy artístico.

—Sí; es arte para un cuerpo de guardia o para el patio de un presidio. El otro día me aseguraba usted que no era verdad que se cantase en Madrid la copla que ponía el papel carlista:

¡Muera Cristo!

¡Viva Luzbel!

¡Muera Don Carlos!

¡Viva Isabel!

—Y es cierto que no se ha cantado nunca eso.

—Lo que no es obstáculo para que usted escriba una copla por el estilo.

—No, hombre. Decir: «¡Abajo los frailes!», no es lo mismo que decir: «¡Muera Cristo!». Hay su diferencia. Ustedes son, como ha dicho muy bien Gallardete, animales inmundos encenagados en el vicio. Ustedes no tienen nada que ver con Jesucristo; ¡qué van a tener que ver!

—Bueno, bueno. Está bien. No diga usted más disparates. En fin, ya que usted acepta como programa el del «Al tun tun...», yo aceptaré este otro, de una canción del año 23:

Bórrese de la memoria

la infernal Constitución,

y sólo sirva en la historia

para eterna execración.

La Isabelina

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