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LIBRO PRIMERO
DOS HISTORIAS PARALELAS

Índice

I.
UN EX CLAUSTRADO

Índice

El año 1845—dice Leguía—estaba yo en Burdeos terminando una misión diplomática que me habían encargado los moderados, cuando conocí al padre Venancio Chamizo. Chamizo era un fraile ex claustrado que trabajaba por las mañanas en un escritorio y por la tarde daba lecciones de latín y de retórica a algunos muchachos, hijos de españoles y de franceses legitimistas.

Chamizo era hombre de cuarenta y cinco a cincuenta años, de mediana estatura, de cuerpo pesado y de mucho abdomen. Tenía la cabeza grande, calva, los ojos grises, la nariz gruesa y el mentón pronunciado. Se traslucía en su tipo al mismo tiempo el labriego, el fraile y el hombre de cultura.

En la conversación con Chamizo se habló de Aviraneta, y el ex claustrado me dijo:

—He tenido relaciones con ese réprobo.

—Creo haberle oído hablar de usted.

—¿Quizá mal?

—No, no; me parece que no.

—¿Es amigo de usted?

—Sí.

—Lo siento por usted. También es amigo mío.

—Yo le conozco mucho, y no sólo no me ha hecho daño, sino que me ha protegido—dijo Leguía.

—Lo creo, lo creo. El señor Aviraneta sabe proteger. Quizá sea usted también de su cuerda.

—Lo soy. Soy liberal, completamente liberal; pero eso es lo de menos. Usted puede hablar de él con completa confianza.

—¿Le interesa a usted el señor Aviraneta?

—Sí. Mucho. ¿Usted ha tenido algunas relaciones con él?

—Sí.

—Me gustaría que me contara usted eso.

—Pues yo le contaré a usted lo que sé de él, con una condición.

—Veámosla.

—Que me convide usted a una cena en una buena fonda de Burdeos.

—Muy bien. Acepto. Usted elegirá en qué sitio.

El padre Venancio vaciló; no sabía si sería mejor ir a la Fonda de la Paz, de la Cour de Chapeau Rouge, o a la de los Americanos, de la calle del Espíritu de las Leyes.

Por fin se decidió por esta última, y dijo que vendría a buscarme al Hotel de Ruan, donde yo paraba.

Marchamos a la Fonda de los Americanos, y encargué la cena en un gabinete reservado.

El padre Chamizo comió y bebió como un templario. Después de tomar café y unas copas de licor, me dijo:

—Ahora, para aligerar la lengua, mi querido señor Leguía, pida usted una botella de vino más. Es una mala costumbre antigua que me queda.

—¿Del convento?

—No, no. Parece mentira que diga usted eso, señor Leguía. ¿Es que usted también es enemigo nuestro? ¿Será usted un volteriano?

—Un tanto.

—¡Qué error, amigo mío! ¡Qué error!

—¿Y qué quiere usted, otra botella de Burdeos, padre Chamizo?

—No; ahora, Jerez...; sí, Jerez...; la beberé por patriotismo. Lejos de la patria, estas cosas se estiman más. La última la bebí en compañía del señor Usoz y Río, el cuáquero. No sé si le conocerá usted.

—Sí. ¿Y él bebía?

—No, él, no. ¿Adónde vamos a ir a parar? ¡Un cuáquero español! ¡Qué absurdo! Me estuvo hablando mal de los frailes y de España. ¡Hablar mal de un país que produce este vino!—exclamó, llenando la copa de Jerez, mirándola al trasluz y vaciándola de un trago.

—Realmente es no tener sentido.

—Ninguno, señor Leguía, ninguno.

—Comience usted, padre Chamizo, su relato; le oigo con atención.

—Mi relato se refiere a los años de 1833 y 1834. No sé si le interesará a usted.

—Me interesa, sí, me interesa.

—Bueno, pues voy allá.

La Isabelina

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