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V
LA REUNIÓN DE MADAMA DE MONTREVER

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La reunión de madama de Montrever se celebraba casi todos los días en un saloncito del hotel, alhajado con el gusto fastuoso del tiempo de Luis XV.

En el salón se habían reunido los muebles antiguos de la casa; en el techo brillaban guirnaldas, medallones y adornos dorados; las paredes mostraban grandes espejos y candelabros de muchos brazos, y sobre la alfombra descansaban consolas y sillones de patas retorcidas. Los escudos de los muebles y paredes se notaba que habían sido raspados y luego vueltos a dorar.

Madama de Montrever gustaba mostrar a sus amigos sus tapices de Beauvais, algunas pinturas buenas y una Venus de Coysevox.

La reunión en el gabinete de madama de Montrever era casi únicamente de señoras y señoritas, y de alguno que otro muchacho joven que iba a galantear a las damas.

Los hombres graves, amigos de la casa, se dedicaban a hablar de política y a pensar en las probabilidades de una restauración de los Borbones.

Unicamente un señor, por cierto no muy simpático, alternaba con la gente joven: monsieur Boisjoli de Beauffremont.

Monsieur de Beauffremont era un hombre de unos cincuenta años, muy currutaco. Llevaba patillas cortas, pintadas de negro, lo que daba a su rostro un aspecto duro; vestía a la última moda: frac entallado, corbata muy apretada al cuello, y usaba un lente, con el cual miraba a derecha e izquierda con marcada impertinencia.

Monsieur de Beauffremont gozaba del privilegio de abandonar a las personas graves y reunirse con los jóvenes.

—Monsieur de Beauffremont ama la juventud—se decía; frase que le hacía torcer el gesto; porque daba a entender que, aunque le gustaba conversar con los jóvenes, no lo era.

Madama de Montrever dirigía su reunión con un arte exquisito: sabía hacer resaltar los méritos de sus invitados y presentarlos ante los demás por el lado favorable.

A pesar de esto, a veces, como cansada de su benevolencia, se entregaba libremente a la sátira, y entonces era capaz de poner en ridículo a cualquiera.

No comprendía esta señora que ser ultrarrealista y burlarse de los reyes, de la aristocracia y hasta de las sagradas prácticas de la religión era un contrasentido. A mí me trataba con mucha amabilidad; bromeaba a mi costa y me llamaba el Caballero de la Triste Figura.

—Tengo un gran amor platónico por Arteaga—solía decir riendo.

Una amiga de madama de Montrever, que bullía mucho en la reunión y que gozaba de gran fama de belleza en el pueblo, era madama de Hauterive.

Madama de Hauterive, hija de un banquero alemán, se había casado con un militar francés y quedado viuda al poco tiempo.

Esta señora, joven aún, de veintisiete o veintiocho años, era muy decidida. Yo comprendía sus encantos; pero no me gustaba.

Tenía una frescura poco elegante, ojos grandes y azules, pelo rubio y una familiaridad excesiva. Se ocupaba ella misma de sus negocios, defendía con tenacidad sus ideas, era algo liberal e imbuída en ideas protestantes.

A mí me resultaba un poco pesada con sus disertaciones sabias acerca de Alemania.

Siempre me figuré que quería imitar a madama Stael.

La de Montrever la llamaba por su nombre, Corina, y ésta a su amiga, Gilberta.

Las dos damas eran las estrellas del salón.

En una corte, madama de Montrever hubiera brillado más que su amiga; pero en una ciudad pequeña la belleza exuberante de la alemana eclipsaba el tipo espiritual y satírico del ama de la casa.

Las otras señoras que acudían a la reunión eran ya damas respetables, y algunas muchachas solteras.

Entre las señoritas, Magdalena Angennes, la sobrina de Saint-Trivier, vivía en pleno romanticismo. Leía los versos de Ossian y tocaba el arpa.

A mí me decía que, a pesar de ser pequeño de estatura, debía llevar bien la espada. Me hubiera gustado presentarme ante ella a caballo y con uniforme.

Otras dos señoritas frecuentaban la casa: la señorita de O'Ryen y la de Harcourt.

La de O'Ryen era la nieta de un francés emigrado, en tiempo de la Revolución, a Irlanda.

La madre de esta muchacha se había casado con un irlandés.

Leopoldina O'Ryen parecía una mujercita muy seria y formal.

Su amiga Margarita Harcourt era muy viva e inteligente, pero coqueta como pocas. Vestía siempre trajes vaporosos y tenía dos o tres novios a la vez.

Madama de Montrever y todas las señoras, al saber que yo sabía música, me hicieron tocar muchas veces la clave, y cuando les indiqué que tenía una guitarra me obligaron a llevarla y a cantar.

Pocos días después, madama de Montrever me dijo que si entre los oficiales españoles de buenas ideas conocía alguno distinguido, podía llevarlo a su tertulia.

Como muchas veces con la desgracia pierde uno los sentimientos delicados y se convierte el más correcto en un hombre sin decoro, yo vacilé en hablar a los compañeros míos, y, por último, le invité a ir a casa de Montrever a un tal Fermín Ribero.

Ribero era un muchacho inteligente y digno, aunque muy poco religioso.

Le presenté en casa de los Montrever, y el primer día tuvo una acogida fría entre las damas.

Yo noté que lo trataban con cierto despego, y pensé sería costumbre en ellas recibir así a un desconocido; pero luego me confesó madama de Montrever, con su ironía burlona, que el poco éxito de mi amigo Ribero entre las damas dependía de que era rubio, con un tipo común de suizo o de francés, y las señoras y señoritas esperaban un español, moreno y lánguido, con aire de árabe.

A pesar de esta primera impresión, Ribero siguió visitando la casa y se hizo amigo de todos. Bromeaba con las muchachas y con las señoras; les contaba historias y murmuraciones del pueblo. Se le llegó a considerar hombre muy divertido.

Un día Ribero me dijo que madama de Montrever le había indicado que él y yo debíamos hacer la corte a la señorita d'Harcourt y a la de O'Ryen, que tenían un bonito dote: doscientos cincuenta mil francos una, y más la otra.

Ribero dijo que él no sentía vocación para casarse; prefería hacer el amor a madama Hauterive o a la de Montrever.

—¿A madama Montrever, estando casada?—le pregunté yo con asombro.

—¡Eso qué importa!—me replicó él, con una indiferencia que me dejó asustado—. Lo que debemos hacer nosotros es dedicarnos a ellas. Tú, escoge. Si tú te dedicas a Corina, yo me dedico a Gilberta, o al contrario. A mí me es igual.

—Amo con toda el alma a una mujer y no puedo hacerla traición ni aun con el pensamiento—le dije.

Ribero se echó a reír.

En Carnaval de 1812 representamos, en el hotel Montrever, Le bourgeois gentilhomme, de Molière. El principal papel de la comedia, monsieur Jourdain, lo hizo el cuñado de madama Montrever, el conde de Lannerac, y lo hizo muy bien.

La dama joven, la hija de monsieur Jourdain, fué la señorita de Harcourt, que estuvo admirablemente; Dorimena, madama Montrever, dió al tipo la elegancia suya y su gran distinción, y madama de Lateyzonniere, una señora joven y muy sonriente, tomó a su cargo el papel de la mujer de Jourdain.

Ribero hizo del maestro bailarín que dice que la ciencia del baile es la más importante de todas las ciencias, y yo, del profesor de esgrima; y luego salimos los dos de españoles, recitando:

Sé que me muero de amor

y solicito el dolor.

Tanto Ribero como yo tuvimos un gran éxito en nuestros respectivos papeles.

Después de la función se organizó un baile, en el cual lucimos todos el traje que habíamos sacado en la comedia.

En el pueblo se habló mucho de esta fiesta, y los bonapartistas, dirigidos por el senador barón de Doneville, su jefe, y los republicanos, por un farmacéutico, monsieur Vertot, y por un almacenista de maderas, monsieur Meyer, se encargaron de propalar maliciosos rumores.

El Independiente de Chalon, una hoja clandestina de los liberales, habló del baile del hotel Montrever como si hubiera sido una bacanal.

A renglón seguido, para realzar la odiosidad de los aristócratas y realistas, hizo un cuadro, ennegrecido a propósito, acerca de la miseria que reinaba en Chalon, y pintó dos o tres escenas lamentables de frío y de hambre.

«Mientrastanto—concluía diciendo El Independiente—, los realistas, los traidores de Coblenza, los amigos de Austria y de Metternich se entregan a la orgía en unión de oficiales extranjeros enemigos de Francia...»

Así se engaña al pueblo y se le dan instintos de odio y de venganza.

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