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II
EL DEPÓSITO
ОглавлениеDijón, la antigua capital de la Borgoña, es una hermosa ciudad de calles anchas y bien enlosadas, hermosos edificios, grandes monumentos y antiguos y amenos paseos. Es ciudad aburrida, como muchas capitales de provincia francesa, sobre todo para el extranjero. En el depósito de esta ciudad quedé yo acantonado.
Fuí a vivir a una pequeña pensión de madama Chevalier, vieja avara que nos trataba muy mal.
Esta casa, por lo barata, siempre estaba llena y había en ella un ir y venir constante de oficiales españoles que pasaban solamente días.
Yo estuve algunos meses allí, y vi renovarse mucha gente. Sólo dos oficiales eran los constantes: uno de ellos, Guillermo Minali, italiano de nacimiento y coronel del ejército español, que había sido hecho prisionero por los franceses en el sitio de Gerona, y el otro, un tal Jerónimo Belmonte, castellano viejo, tipo terco, malhumorado y cerril.
Minali tenía un asistente catalán con cara de pillo, aunque muy grave y muy serio, a quien llamaban el Noy.
Belmonte, el otro oficial, había sido encontrado mutilado y medio muerto en el campo por los franceses después de la batalla de Talavera, y el general Víctor le había puesto, para que le cuidase, un guardia valón, joven efusivo con más condiciones de enfermero que de militar.
Entre el oficial español mutilado y este muchacho flamenco, llamado Hans, se estableció una amistad fraternal, a pesar del genio insoportable de Belmonte, quisquilloso y agresivo.
A este oficial mutilado le faltaban una oreja y varios dedos de la mano, y no quería considerar sus mutilaciones como accidentes naturales de la guerra, sino como una ofensa inferida a su honor personal. Así, cualquier alusión a las orejas o a las manos le ponía fuera de sí y la consideraba como un insulto.
No pensaba quedarme mucho tiempo en la casa de huéspedes misérrima de madama Chevalier; pero estuve más de lo que esperaba. Yo vivía en Dijón muy apartado; iba al Jardín Botánico, paseaba por la Plaza Real, visitaba los monumentos, y a la hora de la retreta me marchaba a casa. Mi único consuelo era la música, la música religiosa, que oía en la iglesia siempre que podía, y la música profana, cuando encontraba sitio donde se tocaba algún instrumento, como el violín o el clavicordio.
Me hubiera gustado mucho comprar una clave y tocar en casa; pero no tenía dinero para estos lujos.
Un oficial español, jugador empedernido, un tal Mancha, a quien veía en el café, realizó en parte mis deseos. Este oficial, al oír que yo me lamentaba de no tener un instrumento de música, quiso venderme una guitarra; le dije que no; pero la ofreció a precio tan bajo, que al último tuve que comprársela. Me hice el cargo; tal era la miseria de los tiempos, que durante algunos meses, en vez de ir al café, me quedaría en casa tocando este instrumento.
La guitarra que me proporcionó Mancha era muy buena, antigua, de madera negra; tenía dentro la fecha de construcción; era de a mediados del siglo XVII. Quizá la había tocado en su vejez don Vicente Espinel, el autor de la Vida del escudero Marcos de Obregón, que, según dicen, fué el que añadió la quinta cuerda a la guitarra.
Llegué a ser un guitarrista bastante bueno, y el ejercicio para conseguir esto constituyó mi gran distracción.
A las dos o tres semanas de vivir en casa de madama Chevalier, Jerónimo Belmonte me invitó a ir a su cuarto a jugar al tresillo; fuí, y me chocó que en este día, como en los sucesivos, nos obsequió con vino de Borgoña y con otros de marca excelente. Me dijo que se los regalaban; me pareció muy raro, pero no manifesté extrañeza.
Un día averigüé de dónde venían las botellas. Me había citado Belmonte para que fuera a su cuarto, y, sin duda, se olvidó de la cita. Llamé a su puerta, y como no me contestaban, empujé y entré en su habitación. No había nadie; la ventana estaba abierta y se oía hablar. Me asomé a ella y vi en un patio estrecho, húmedo y sucio, a Belmonte, al flamenco Hans y al otro asistente de Minali, el Noy; los tres arrimados a unas rejas echando lazos hacia dentro.
Aquellas rejas daban a una gran bodega, y Belmonte y los dos asistentes se dedicaban a robar botellas de vino a lazo. Así se explicaba el buen Borgoña con que el oficial mutilado obsequiaba a sus visitas.
Salí del cuarto de Belmonte sin meter ruido; pocos días después me mudé de casa.
La nueva pensión adonde fuí era de un monsieur Bonvalet, pasante de un colegio; parecía más limpia que la otra; pero la alimentación era tan deficiente, que estaba uno siempre lánguido y débil.
Mis únicas distracciones en Dijón eran escribir a Mercedes y a mi madre, ir al café a leer las noticias de España, jugar una partida al tresillo y después tocar la guitarra.
La mayoría de los oficiales españoles no se contentaban con estar un momento en el café y jugar una partida al tresillo, sino que iban a un rincón del billar, se ponían a jugar al monte con mugrientas barajas españolas y se jugaban todo lo que tenían: dinero, joyas, espadas, pistolas, trajes, ropa blanca, hasta los calcetines.
Uno de los más jugadores, y quizá el más apasionado, era Mancha, el que me vendió la guitarra.
Estuve en el depósito de Dijón una larga temporada. Intenté fugarme dos veces, pero ninguna de ellas lo pude conseguir; la primera, porque el guía que se había ofrecido a conducirme hasta la frontera de España, a la vuelta de un viaje concertado con otro prisionero, fué cogido y metido en la cárcel; la segunda, porque el dinero que esperaba de mi madre no llegó a tiempo, y tuve el pesar de ver partir al guía acompañando a varios compañeros.
Esta vez no fué grande mi mala suerte; los españoles y el guía fueron cogidos y conducidos a un castillo. Entre los fugitivos iba Belmonte, cansado de Dijón y de la casa de madama Chevalier, desde que se había encontrado con las rejas de la bodega próxima a su casa herméticamente cerradas.
Estaba preparando mi tercer proyecto de fuga con probabilidades de éxito, cuando me encontré sorprendido con la orden de ser trasladado al depósito de Chalon-sur-Saone.
La distancia de un pueblo a otro no es muy grande; pero para llegar a conocer los recursos y poder preparar una fuga desde Chalon necesitaba mucho tiempo.