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II.
LA CASA DE LA SIRENA
ОглавлениеEn una calle estrecha, próxima á la plaza, no lejos del Seminario, existía por entonces una casa antigua, alta, de color gris. Por su aire medioeval y por su altura recordaba los palacios sombríos de Florencia; tenía varios pisos con ventanas estrechas, y únicamente en el principal dos balcones de mucho vuelo, con hierros labrados.
En la fachada, sobre el arco de la puerta de grandes dovelas, ostentaba un escudo, probablemente más moderno que la casa, con varios cuarteles; en el principal ó jefe se veía una sirena con un espejo y un peine, y en los demás un sol, varios dardos y una granada.
La sirena, sobre todo, estaba muy finamente esculpida: tenía una expresión libre y burlona; los pechos salientes y abultados, el cabello en desorden, y aparecía, con su cuerpo mixto de mujer y de pez escamoso, sobre el mar.
Al parecer se habían hecho varias suposiciones acerca de esta sirena, de aire erótico y picaresco; unos sospechaban indicaba la procedencia marina de la familia fundadora de la casa; otros afirmaban que esta figura simbólica era el blasón del valle de Bertiz Arana, en Navarra, y que el fundador de la familia procedería de allí; lo cierto era que los dos ó tres eruditos del pueblo no estaban de acuerdo en la historia ni en la genealogía de aquella burlona dama del mar llevada tan tierra adentro.
La gente denominaba la casa con el nombre de la Casa de la Sirena. La fachada de esta era de piedra sillería, admirablemente labrada; tenía ménsulas con figuras que sostenían los balcones y canecillos debajo del alero.
En el piso bajo ostentaba una reja labrada, y los batientes de la puerta estaban llenos de clavos repujados que parecían florones.
Por la parte de atrás, la casa daba á la hoz del Júcar, y desde sus ventanas, sobre todo de las altas, se dominaba el barranco, en cuyo fondo corría el río de un verde lechoso.
La casa de la Sirena era por dentro estrecha, obscura y sombría. Los muros, espesos, hacían que las ventanas pequeñas parecieran saeteras, por donde apenas entraba la luz; por todas partes olía á humedad y á cerrado. Sin duda el que mandó construir la casa temía al viento, que azotaba allí de firme, y no era muy apasionado del sol.
Los pisos de la casa, sobre todo los dos más altos, se hallaban desmantelados y con los suelos deshechos y los cristales rotos; en cambio, el piso principal estaba restaurado. Una escalera apolillada, que se torcía en unos tramos á la derecha y en otros á la izquierda, iba desde el zaguán enlosado hasta la guardilla.
Los cuartos altos daban una impresión de abandono y de pobreza. Las habitaciones eran pequeñas, con muchos tabiques que dejaban rincones y pasillos obscuros y sombríos; los techos se venían abajo y las paredes se cuarteaban.
De noche las ratas se paseaban por todas partes, corriendo, rodando, trotando y chillando.
La guardilla estaba abandonada á una tribu de lechuzas que tenían allí su vivienda. Casi todas las tardes, al anochecer, sobre la chimenea ó sobre la veleta roñosa, que ya no giraba, se colocaba una lechuza, grande y gris, de observación, y al hacerse de noche se lanzaba al aire con su vuelo tardo y pasaba á veces chirriando y dando aletazos cerca de las ventanas.
En el tejado se alojaban también una nube de golondrinas y vencejos que habían obturado con sus nidos las cañerías y las chimeneas.
El piso principal era el único arreglado en esta casa vetusta; se le habían abierto ventanas anchas y simétricas á la calle y al callejón, y embaldosado y empapelado algunas habitaciones. El mobiliario era también nuevo constituído por muebles recién barnizados, armarios grandes, cómodas ventrudas, veladores y canapés.
La casa de la Sirena de antiguo pertenecía á la familia de Cañizares.
Los Cañizares aparecían en Cuenca desde la Conquista.
Esta familia, emparentada con los Albornoces y los Barrientos, se había distinguido en la historia de la ciudad.
El último vástago de los Cañizares conservaba el derecho de entrar en la capilla de los Caballeros de la catedral.
Por los Barrientos, los Cañizares eran descendientes de una dama, Doña Inés de Barrientos, que en en tiempos de Carlos V se distinguió por su fiera venganza.
A raíz de la formación de las Comunidades de Castilla se puso al frente del movimiento, en Cuenca, un caballero de gran posición, D. Luis Carrillo de Albornoz. Este caballero, poco satisfecho del giro democrático y antirealista que tomaba la revuelta comunera, se retiró á su casa abandonando el mando á los regidores populares. Los regidores, deseando que los gobernara un caudillo de su clase, nombraron á uno de oficio frenero.
Carrillo estaba casado con Doña Inés de Barrientos, hembra brava y orgullosa.
Al dejar de ser jefe de los comuneros el pueblo señaló á Carrillo con su odio, y no había día en que no le insultara y le zahiriese públicamente.
Doña Inés, iracunda, juró vengarse, y para ello preparó su plan. Decidió mostrarse más comunera que su marido y ganarse la amistad de los trece regidores del Municipio. Ellos, satisfechos de verse atendidos y contemplados por una dama de tan alta alcurnia, iban con frecuencia á su palacio.
Una noche, Doña Inés convidó á cenar á los trece. Los regidores bebieron de más, se turbaron, y al salir, uno á uno, Doña Inés los hizo matar por sus criados, y después mandó colgarlos, por el cuello, de los balcones de su casa. A la mañana siguiente el pueblo quedó atónito al ver los trece cadáveres balanceándose en los balcones del palacio.
La familia de los Barrientos había sido de las más poderosas y ricas. En uno de los esquileos de la casa, á mediados del siglo XVIII, registró veinticuatro mil cabezas de ganado merino.
A fines del mismo siglo los Barrientos y los Cañizares comenzaron á decaer, y en tiempo de la guerra de la Independencia los Barrientos desaparecieron y los Cañizares quedaron completamente arruinados.
Por esta época el jefe de la casa era D. Diego Cañizares, militar que llegó á coronel en 1813. Don Diego se hallaba casado con Doña Gertrudis Arias. En su juventud, D. Diego había sido un calavera, y devorado su fortuna. A los treinta años, al entrar los franceses en España, se alistó en el ejército; peleó en Arapiles y Vitoria, y fué ganando sus grados hasta coronel en el campo de batalla.
D. Diego, que en la guerra de la Independencia, á juzgar por su hoja de servicios, tuvo momentos de heroicidad, al concluir la campaña se presentó en Cuenca y volvió á seguir su vida de calavera.
No veía la diferencia que hay entre un joven vicioso y un viejo perdido, y que lo que en uno parece ligereza en el otro semeja cinismo.
D. Diego recurrió á todos los medios para procurarse dinero, y se hizo jugador, tramposo y prestamista.
Su mujer, Doña Gertrudis Arias, era una señora severa y orgullosa que había sufrido en silencio los ultrajes inferidos por su esposo.
D. Diego y Doña Gertrudis tuvieron un hijo, Dieguito, que fué el retrato achicado y degenerado del padre. Dieguito era un alcohólico, un perturbado. A los veinticinco años le casaron con una señorita de Barrientos, prima suya en segundo grado, y de este matrimonio hubo una hija llamada Asunción.
La madre de Asunción murió poco después de la guerra de la Independencia.
El viejo D. Diego consideró indispensable que su hijo, viudo, se casara con alguna mujer rica, y se entendió con un contratista de la Carretería llamado el Zamarro y arregló el matrimonio de su hijo, con la hija del contratista. Pensaba explotar al consuegro mientras pudiera.
El matrimonio de Dieguito y la hija del Zamarro no pudo ser más lamentable.
Dieguito iba en camino de la parálisis general, estaba tonto, alelado; la hija del Zamarro, la Cándida, era una muchacha joven, guapa y fuerte.
Con un intervalo muy corto de días, en 1819, murieron los dos Cañizares, Diego y Dieguito, y quedaron viudas Doña Gertrudis y Cándida, la hija del Zamarro.
La hija de Dieguito, Asunción, quedó de quince años huérfana de padre y madre.
En la casa de la Sirena el piso principal lo ocupaban Cándida y su hijastra Asunción; en el segundo estaba el archivo de un escribano; en el tercero vivían dos señoritas viejas solteras, y en el cuarto Doña Gertrudis. Los pisos más altos estaban inhabitables.
Doña Gertrudis era una vieja arrugada, seca, con el pelo blanco, un tanto fatídica.
Arruinada por su marido, no contaba para vivir más que con la viudedad que le pasaban.
Doña Gertrudis tenía una cara pálida, dura, impasible, surcada por arrugas rígidas.
Cuando salía á la ventana de su cuarto se la hubiera tomado por una gárgola gótica ó por un espectro.
En la casa, la Cándida vivía con la mayor comodidad y lujo.
La Cándida era una mujer poco inteligente, de gustos bajos y vulgares. Su padre, el Zamarro, había sido un tendero que, en tiempo de la guerra de la Independencia, hizo algunas especulaciones afortunadas y reunió un capital bastante grande para un pueblo.
El Zamarro dió á su hija, al casarse, una dote de treinta mil duros.
La Cándida había sido siempre una muchacha mimada.
Su padre, hombre burdo, tosco, excitó en ella únicamente la vanidad.
—Tú serás rica—le decía—; tú podrás lucir.
Y ella, sin educación ninguna, había llegado á pensar que lo principal en el mundo era lucir. Para satisfacer esta ansia de elevación se casó con Dieguito. El aparecer dueña de una casa principal como la de Cañizares la seducía.
Por entonces, al quedar viuda, la Cándida era una mujer rozagante, de unos veintisiete ó veintiocho años, ajamonada, la nariz respingona, los labios rojos y gruesos, muy abultada de pecho y de caderas, los ojos negros, brillantes; el tipo basto de buena moza que producía grandes entusiasmos cuando pasaba por la calle entre los estudiantes, los oficiales jóvenes y la clase de tropa.
La Cándida pensaba volver á casarse si topaba con algún militar ó persona de posición que le conviniese. Hubiera querido encontrar un marido y quedarse á vivir en la casa de la Sirena.
La Cándida, mujer voluble y sensual, se manifestaba á ratos seca, á ratos afectuosa. Tenía cierto talento de seducción; halagaba á todo el que quería sin medida.
A Asunción, su hijastra, comenzó á mimarla al principio, adornándola, dándole golosinas; luego, sin motivo, la desdeñó y la olvidó.
La Cándida quería que todo el mundo se ocupara de ella; necesitaba sentir la oficiosidad de la gente, el vaho de la adulación.
Al ver que su suegra y su hijastra no se entregaban, comenzó á mirarlas con antipatía, y al último, experimentó por ellas verdadero odio, sobre todo por doña Gertrudis.
Este odio, cada vez más fuerte, hizo que suegra y nuera no se hablaran y después no quisieran verse.
La Cándida intentó obligar á la vieja á que se fuera de la casa, pero la casa era de Asunción, y ésta, hasta llegar á su mayoría de edad, para lo que le faltaban cuatro años, no podía venderla.
La vida de Asunción, colocada entre los odios de su abuela y de su madrastra, fué triste y melancólica. Toda la existencia de la muchacha estaba saturada de impresiones penosas y tristes.
En su infancia había presenciado la muerte de su madre, la enfermedad del padre; luego, riñas entre la abuela y el abuelo, apuros pecuniarios; después, la llegada á la casa de la madrastra y la guerra sorda entre ésta y su abuela.
A pesar de su aspecto débil, Asunción tenía gran resistencia y una personalidad fuerte.
El tipo físico suyo, al decir de los amigos de la casa, recordaba el de su madre.
Era muy esbelta, delgada, con una palidez de cirio; el óvalo de la cara, muy largo; los ojos, grandes, negros, inquietos; los labios, de un rosa descolorido; la expresión, de seriedad y de reserva.
En la calle, y endomingada, parecía insignificante: una señorita de pueblo agarrotada en un traje nuevo; en casa, y vestida de negro, estaba muy bien; se comprendía al verla que una vida sana podía hacer de esta niña clorótica una mujer hermosa.
La Cándida, que se creía á sí misma un modelo, y que tenía una idea de la belleza de la mujer ordinaria y grosera, decía á su doncella la Adela:
—¿Qué te parece á ti la Asunción? No va á ser guapa esta chica, ¿verdad?
—Claro, al lado de la señorita—contestaba la doncella.
—No, no; yo no soy guapa. ¡Luego, Asunción es tan huraña! Parece una cabra.
Ciertamente. Asunción se mostraba áspera y poco amable con las personas á quienes trataba por primera vez. Su vida solitaria le daba gustos de recogimiento.
Asunción apenas salía de casa; su madrastra le había señalado en el piso principal un cuarto elegante, empapelado y con cortinones, que tenía un balcón que hacía esquina; pero ella prefería dejar este cuarto elegante é ir á las habitaciones desmanteladas del piso, donde vivía doña Gertrudis, su abuela.
En casa de Doña Gertrudis había un viejo mirador, casi colgado sobre un abismo, que daba encima de la Hoz del Júcar. Desde allá arriba se veía el barranco y el río; las golondrinas y los vencejos pasaban rozando con el ala el barandado, y á veces los milanos se acercaban tanto, como si tuvieran curiosidad de saber lo que pasaba en el interior.
Asunción solía estar allí mucho tiempo.
Doña Gertrudis vivía en su cuarto alto sola, sin criada. Esta señora parecía la estampa de la severidad. Cobraba del Gobierno una pensión de veintidós duros al mes y la ahorraba íntegra: se alimentaba de la pequeña renta de una tierra.
Doña Gertrudis había llegado á odiar profundamente á su nuera. Esta dió á su marido al casarse diez mil pesetas para levantar una hipoteca que gravaba sobre la casa de la Sirena. Doña Gertrudis quería reunir las diez mil pesetas, devolvérselas á la Cándida y entregar á su nieta la finca sin gravamen, para que fuese ella la dueña absoluta.
Doña Gertrudis estaba fuerte: barría, hacía su cama y su comida en un hornillo pequeño; después, sentada en un sillón frailero, con los anteojos puestos, leía y rezaba una novena cada día.
Tenía una colección de libros amarillentos y usados, impresos en letras grandes. Hacía también que su nieta le leyera unas viejas ejecutorias que sacaba de un armario, y las escuchaba siempre como si fuera la primera vez que las oía.
Doña Gertrudis, seca, arrugada, dura, parecía el espíritu de la tradición de la casa; la Cándida era á ansiosa advenediza, que intentaba apoderarse de la vieja morada de la Sirena.
Entre estas dos mujeres, que se odiaban, vivía Asunción su vida humilde, como las plantas que nacen en la hendidura de dos losas, sin espacio para desarrollarse. Asunción cosía, bordaba, cuidaba de los tiestos y leía las ejecutorias que sacaba su abuela.