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I.

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Unos años antes de la Revolución de Septiembre—dice Leguía—me encontraba en Madrid triste y débil, retraído de la vida pública por el fracaso de mis correligionarios y casi retraído de toda vida privada por padecer las consecuencias de un catarro gripal. En esto, un amigo senador se presentó en mi casa y me instó á que le acompañase á una finca suya, enclavada en el centro de los pinares de la serranía de Cuenca.

Tanto insistió y con tan buena voluntad lo hizo, que acepté y marché con él á su finca.

Pasé allí cerca de un mes. Cuando comencé á aburrirme y al mismo tiempo á restablecerme en aquella soledad, perfumada por el olor de los pinos, sentí la necesidad de salir y andar. Mi amigo visitaba los pueblos de su distrito, y alguna vez le acompañaba yo.

Estuvimos en Salvacañete unos días, y luego en Moya, en donde supe con sorpresa que mi tío Fermín Leguía había sido comandante del fuerte de este pueblo y dejado en él cierto renombre. Un viejo boticario de Moya le recordaba muy bien. Por lo que me contó, la villa de Moya, en tiempo de la Guerra civil, era un refugio de las familias liberales de los contornos, mientras Cañete constituía el gran baluarte defensivo de las familias carlistas. Moya goza de una gran posición estratégica, y tiene larga historia de sitios y de defensas en tiempo de los moros, y de las rivalidades entre aragoneses y castellanos.

En 1837—como digo—se hallaba de comandante del fuerte de Moya Fermín Leguía. En Octubre de este año, la partida mandada por el cabecilla Sancho, á quien se apodaba el Fraile de la Esperanza, se acercó á la villa y la sitió. El Fraile de la Esperanza sabía muy bien no era lo mismo sitiar estrechamente aquella plaza que tomarla; las fortificaciones del pueblo para entonces tenían gran valor, y como el que intentaba abrir las ostras por la persuasión, él quiso tomar el pueblo por el mismo procedimiento.

El Fraile envió á Leguía un oficio exhortándole á rendirse, con frases en latín, que creía le llegarían al alma. Leguía le contestó diciéndole que él no se rendía, y añadió que D. Carlos era un babieca; Cabrera, un bandolero; los carlistas, hordas salvajes y partidas de foragidos, y el latín un idioma ridículo para el que no lo entendía. El Fraile de la Esperanza, á este oficio contestó con un segundo muy respetuoso, diciendo á don Fermín no comprendía cómo un hombre distinguido calificaba de babieca á un Rey como Carlos V, espejo de la cristiandad, ni llamaba bandido al ilustre Cabrera, ni tenía tan mala idea de la lengua del Lacio. Leguía leyó la segunda carta, y mirando fieramente al parlamentario del Fraile, le dijo:

—Dígale usted al frailuco ese que no soy ningún académico ni quiero discutir esas cosas, y añada usted que si me manda otro correo lo fusilaré sobre la marcha. ¡Con que hala!

El correo desapareció de prisa, y el Fraile de la Esperanza abandonó pronto el sitio de Moya.

Varias anécdotas me contó el boticario de mi tío Fermín que retrataban su genio vivo y sus resoluciones prontas.

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