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III.

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Meses después en Madrid, á principios de otoño, fuí á casa de Aviraneta, que vivía en la calle del Barco con Josefina, su mujer.

Don Eugenio tenía entonces más de setenta años y estaba hecho una momia grotesca. Sus piernas se negaban á sostenerle, y para andar marchaba apoyado en un bastón grueso, dando golpes en el suelo como un ciego. Su cara, seca, arrugada, aparecía debajo de una gran peluca roja; su nariz, grande y también roja, amenazaba caer sobre el labio; sus ojos brillaban de inteligencia y de malicia.

A pesar de su edad y de sus enfermedades, Aviraneta conservaba brío y tenía las facultades tan despiertas como en sus buenos tiempos de conspirador.

Me encontré á Aviraneta en el cuarto de sus bichos. Era este un chiscón aguardillado con jaulas, donde tenía ratas sabias domesticadas, loros, cacatúas y una porción de cajitas con mariposas disecadas, escarabajos, moscones, conchas y espumas de mar.

Don Eugenio acababa de volver de los baños de Trillo, adonde iba todos los años á curarse el reúma, y, á pesar de que no hacía todavía frío, estaba envuelto en la capa y al lado del brasero. Hablaba á sus bichos, les echaba migas de pan y los observaba. Esta era una de sus principales ocupaciones; la otra, la de leer folletines.

Hablamos; le conté mi historia de Cuenca, y después de oirla, dijo riendo, con su risa sarcástica, que se convertía en algunos momentos en tos:

—Aun podría añadir yo algo á tu historia.

—Pues añada usted lo que sea.

Aviraneta explicó algunos antecedentes políticos que el viejo carpintero de Cuenca ignoraba y que don Eugenio conocía por haber convivido con algunos personajes de la época.

He aquí lo que me contó Aviraneta.

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