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IV.

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—En 1822—dijo don Eugenio—estuve yo en París, enviado por don Evaristo San Miguel, con el objeto de enterarme de los trabajos de los absolutistas españoles y franceses para provocar la intervención de Luis XVIII en España.

Algo averigüé, é hice cuanto pude para recabar el apoyo de los liberales franceses, aunque no conseguí gran cosa.

Sabía yo, como sabía todo el mundo, que habían ido varios delegados realistas españoles á París en busca de protección del Gobierno francés; lo que no supe, hasta pasado algún tiempo, fué de dónde salió el dinero que tuvieron para realizar sus planes.

Pagés, el secretario de D. Vicente González Arnao, á quien tú conociste en aquel restaurant de la calle de Montorgueill, el Rocher de Cancal; Pagés, á quien no hace muchos años vi en San Sebastián, ya viejo y enfermo, me lo contó.

La Regencia de Urgel había enviado en 1822 á D. Fernando Martín Balmaseda á París en busca de recursos para la Restauración española.

Balmaseda se dirigió á los absolutistas, desde los más altos á los más bajos; llamó á todas las puertas, y recogió una abundante cosecha de votos, promesas, protestas de amistad, manifestaciones de entusiasmo, etc., etc.

Balmaseda buscaba esto; pero buscaba también un préstamo de trescientas á cuatrocientas mil pesetas para la Regencia de Urgel, con las cuales pudiera comenzar sus trabajos.

Balmaseda vió, sin gran sorpresa, que á pesar de los grandes ofrecimientos, el dinero no aparecía por ningún lado.

Inventó algunas combinaciones, pero nadie cayó en el lazo.

Un día, en el hotel, ya en pleno desaliento, recibió la visita de un español que se llamaba Toledo. Toledo había huído de España por varias estafas, pero se hacía pasar por emigrado político realista.

Balmaseda tuvo la corazonada de oír á su compatriota, de darle una moneda de cinco francos y de explicarle las dificultades con que tropezaba para encontrar dinero.

Toledo le dijo:

—¿Ha visto usted á Fernán-Núnez?

—Sí.

—¿Y á los demás realistas ricos?

—A todos.

—¿Y nada? ¿No están en fondos?

—Nada.

—¿Sabe usted lo que haría yo?—dijo Toledo.

—¿Qué?

—Ir á ver á la princesa de Caraman Chimay.

—¿Y qué tenemos que ver con ella?

—La princesa de Caraman Chimay es nuestra compatriota, Teresa Cabarrús, madame Tallien.

—¡La revolucionaria!—exclamó Balmaseda.

—¡Bah! ya no es revolucionaria—replicó Toledo.—No hay princesas revolucionarias. Además ésta se va haciendo vieja, y como no tiene adoradores de carne, se dedica á los santos, y sustituye el boudoir por la iglesia.

Balmaseda, que era hombre un tanto de sacristía torció el gesto con la explicación, y preguntó secamente:

—¿Y qué puede hacer por nosotros Teresa Cabarrús?

—Mucho. Teresa Cabarrús ha sido la amante del banquero Ouvrard. Ouvrard es el único hombre capaz de prestar para una cosa así una millonada. Si Teresa se lo indica, lo hace.

Toledo se marchó, y Balmaseda quedó pensando que el consejo de aquel perdulario no dejaba de tener interés, y tras de vacilar un tanto, se decidió á escribir á la bella Teresa explicándole su misión y diciéndole lo que esperaba de ella.

La bella Teresa, la célebre Notre-Dame de Thermidor, que había lanzado á Tallien con un puñal contra Robespierre, estaba aquel día para salir de París á su palacio de Menars, cerca de Blois, pero había retrasado el viaje por la indisposición de un hijo suyo.

Teresa leyó la carta, y con una esquela suya mandó que se la enviaran á Ouvrard.

Ouvrard entonces era el lion de la especulación, el hombre de negocios de la época, un Law injerto en un Petronio.

Ouvrard fué uno de los primeros banqueros de París, uno de los que comenzaron el reinado de la plutocracia.

Ouvrard vivió como un nabab: dió las fiestas más espléndidas y ricas, alternó con la alta aristocracia. Ouvrard era hijo de sus obras; la suerte y el amor le favorecieron.

Ouvrard había sido una de las bellezas masculinas del Consulado; había sido llamado el bello Ouvrard. El bello Ouvrard tuvo amores con la bella Teresa Cabarrús, y de esta conjunción del Apolo bretón y de la Venus española nacieron varios hijos.

Bonaparte, celoso de la fortuna y de los éxitos del bello Ouvrard, lo prendió, lo desterró, lo anuló; pero Waterloo permitió al especulador entrar en Francia, y pronto volvió á brillar en París.

Al día siguiente de escribir Balmaseda á Teresa Cabarrús, el delegado realista español recibía una carta del banquero francés citándolo en su casa.

Balmaseda se presentó al banquero, y en pocas palabras le explicó lo que necesitaba.

—Soy delegado de la Regencia de Urgel—le dijo—y he venido para pedir al Gobierno francés un auxilio de dos millones de francos, orden para el paso de armas por la frontera, dos regimientos suizos, un buque de transporte y una fragata para auxiliar á los realistas de España.

—¿Y el Gobierno se lo ha concedido?

—En parte sí, en parte no. El dinero no lo tenemos aún, y como los trabajos urgen, he pensado si usted podría anticiparnos trescientos mil francos á cuenta de los dos millones que tenemos que cobrar.

—Amigo mío—dijo Ouvrard, sonriendo—su proposición me prueba que no es usted un hombre de negocios.

—¿Por qué?

—Porque yo no le puedo prestar trescientos mil francos; la Regencia los tragaría en un momento, y yo perdería mi dinero. Usted necesita cuatrocientos millones de francos, y yo se los puedo proporcionar á usted en ciertas condiciones.

El español, estupefacto, murmuró:

—Veamos en qué condiciones.

—Estas condiciones son: Primera. La Regencia de Urgel se llamará desde luego Regencia de España.

—Esto no creo que sea difícil—dijo Balmaseda.

—Segunda. La Regencia será reconocida con personalidad por el Congreso de Verona y por Francia.

—Trabajaré en ello. El ministro Villele parece que se muestra propicio.

—Tercera—siguió diciendo el banquero—. Se asegurará una amortización del 2 por 100.

—Está bien.

—Cuarta. Se pagará un interés del 5 por 100. De aceptar, M. Rougemont de Lowenberg será el banquero.

—Por ahora no encuentro nada imposible.

—Y quinta y última. El Gobierno español me reembolsará las sumas que le he prestado anteriormente, con los intereses.

A esto Balmaseda calló un momento y dijo, después de pensarlo, que no tendría más remedio que consultar con la Regencia.

—Consúltelo usted, y tráigame cuanto antes la contestación—replicó Ouvrard, levantándose é inclinándose fríamente.

Balmaseda comenzó al momento sus trabajos con gran diligencia. Escribió al Gobierno de Luis XVIII pidiendo que reconociese la Regencia de Urgel, pero Villele se negó á ello.

Al mismo tiempo comunicó al triunvirato de la Regencia: Eroles, Mataflorida y Creux, la proposición de Ouvrard. Estos no creyeron que podían comprometerse á tanto como pedía el banquero. Algunos emisarios del Gobierno francés, entre ellos el vizconde de Boiset, intentaron convencer á los miembros de la Regencia absolutista de las ventajas de la proposición Ouvrard; pero ellos, sobre todo Mataflorida y Creux, no quisieron ceder.

Balmaseda fué á ver á Ouvrard, se cambiaron las condiciones del empréstito, se prescindió de la Regencia de Urgel, se hizo que Eguía y sus amigos garantizaran la operación, y se firmó el compromiso el 1.º de Noviembre de 1822.

Desde aquel momento el papel de la Regencia de Urgel comenzó á bajar y el de los amigos de Eguía á subir.

El empréstito de Ouvrard, lanzado á la publicidad, tuvo sus dificultades. Nuestro embajador, el duque de San Lorenzo, denunció á Ouvrard ante el fiscal; el banquero M. Rougemont no quiso tomar parte en el negocio, y Ouvrard le sustituyó por M. Tourton, Ravel y Compañía; el Gobierno francés estaba indeciso, pero el empréstito se cubría.

En este lapso de tiempo la Regencia de Urgel, huída de Cataluña, se estableció en Tolosa de Francia, y después en Perpiñán.

Ouvrard, viendo que el Gobierno francés no se decidía á declarar la guerra á España, envió sus agentes á Eguía y á Quesada para activar las operaciones.

Quedaron de acuerdo en prescindir de la Regencia de Urgel y en obrar sin contar con ella para nada.

Los agentes de Ouvrard propusieron el que los generales realistas hicieran una intentona y se acercaran á Madrid.

Ni Eguía ni Quesada estaban en condiciones de intentar esta correría, y se decidió que la hiciera Bessieres.

Ouvrard mismo se vió con Bessieres y conferenció con él. Se sorprendieron ambos al saber que los dos eran masones. El banquero expuso su proyecto. Se trataba de reunir diez ó doce mil hombres, acercarse á Madrid, entrar en la capital y disolver las Cortes.

Bessieres, que era hombre de instinto militar, vió que el proyecto era factible, y expuso su plan. Formaría él un núcleo de tres ó cuatro mil hombres en Mequinenza y marcharía hacia el centro. En el camino se le reunirían las fuerzas realistas de Valencia, Aragón y el Maestrazgo, y todas juntas, en número de seis á ocho mil, avanzarían sobre la capital. Era, poco más ó menos, la misma operación militar que hicieron los aliados al mando de Stanhope y otros jefes en la guerra de Sucesión.

—Veamos el presupuesto de esta maniobra—dijo el banquero.

Bessieres, reunido con su lugarteniente Delpetre, su sobrino Portas y otros varios realistas, hizo este presupuesto:

Francos.
A Jorge Bessieres, para organizar una brigada y hacer varios trabajos de compra y espionaje. 200.000
A Bartolomé Talarn y sus fuerzas. 100.000
A Sempere, el Serrador, Royo de Nogueruelas, Arévalo el de Murviedro, etc. 100.000
Al coronel D. Nicolás de Isidro. 50.000
A Chambó, Forcadell, Peret del Riu, Tallada, Perciva (el Fraile), y Viscarró (alias Pa Sech). 100.000
A Capape, Carnicer y el Organista. 100.000
A Ulman. 50.000
Total. 750.000

Ouvrard encontró que la suma era muy crecida, y Bessieres la rebajó.

Después de regatear el cabecilla y el banquero quedaron de acuerdo en que Ouvrard iría girando cantidades á medida que Bessieres avanzara.

Así salió Bessieres, enviado por Ouvrard en enfant perdu—como decía el banquero—para pulsar al enemigo.

Bessieres tomó la parte del león, del dinero enviado por Ouvrard. Cincuenta ó sesenta mil duros fueron á parar á su bolsillo. Así se explica el lujo de sus uniformes, sus bordados y sus magníficos caballos en esta época. Corría por debajo el dinero de los tenderos y de los porteros de París después de pasar por la bomba aspirante de Ouvrard.

—Esta explicación—terminó diciendo Aviraneta con su voz ronca—no añade ni quita nada á la historia que me has contado; pero aclara un punto que siempre tiene interés: la procedencia del dinero. Así como en la averiguación de los crímenes se ha dicho: buscad á la mujer, en la investigación de las intrigas políticas, revolucionarias ó reaccionarias hay que decir: buscad el dinero.

—¡Qué rarezas tiene el Destino!—exclamé yo—. Un capricho de Teresa Cabarrús, en París, produce la catástrofe de dos enamorados en Cuenca.

—Es la Fatalidad, la Ananké—exclamó Aviraneta, que sabía lo que significaba esta palabra por haberla leído en Nuestra Señora de París, de Víctor Hugo.

—Extrañas carambolas.

—Sí, muy extrañas; y Aviraneta se frotó las manos, movió con la paleta la ceniza del brasero y se echó el embozo de la capa sobre las piernas.

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