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II.

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Después de la temporada transcurrida en los pinares, y ya completamente restablecido, determiné ir unos días á Cuenca, á la capital, que no conocía. La ciudad me gustó mucho, y estuve en ella un par de semanas.

Mi amigo el senador me había recomendado á varias personas, entre ellas á un cura joven recién llegado al pueblo. Este curita se hizo muy amigo mío.

Salíamos juntos, veíamos todo lo notable de la catedral, de los conventos y de las casas particulares. Una tarde, al volver á la fonda al obscurecer, se me acercó una vieja y me dijo que si quería ir á su casa podría enseñarme algo que me conviniera. Supuse trataría de proponerme la venta de algún cuadro ó talla antigua; le dije que iría, y me dió las señas de su casa.

Al día siguiente, por la tarde, paseaba en compañía del cura joven cuando recordé el ofrecimiento de la vieja. Era ya entre dos luces.

—¿Estará por aquí cerca la calle de la Moneda?—exclamé yo.

—Sí, creo que sí—me contestó el cura—; preguntaremos á estos chicos.

Los chicos nos indicaron la calle.

El cura y yo entramos en ella, buscamos el número y nos detuvimos delante de un estrecho portal obscuro. Había un hombre denegrido, demacrado, con aire de padecer tercianas, vestido con harapos, un pañuelo atado á la cabeza.

—¿La señora Cándida?—le pregunté.

—¿Vienen ustedes á verla?

—Sí.

—Aquí es.

El hombre, volviéndose al interior de la escalera, gritó:

—¡Señora Cándida!

Esperamos un rato, y poco después bajó por una escalera estrecha, alumbrándose con un candilejo de hoja de lata, la vieja que me había hablado la tarde anterior.

—¿No viene usted solo?—me preguntó con gran sorpresa.

—No.

—Bueno, pasen ustedes.

La presencia del cura dejó atónita á la señora Cándida.

Estuvimos un momento en el estrecho zaguán vacilando si seguir adelante ó no. La luz del candil iluminaba el grupo. La señora Cándida era una mujer adiposa, encorvada, con la cabeza metida entre los hombros, la cara roja, con dos ó tres lunares en la barba; tenía el pelo blanco, el cuerpo pesado y torpe, la sonrisa maligna y cínica, los labios rojos y lubrificados. A veces, á través de los párpados abultados y rojizos, lanzaba una mirada suspicaz, llena de claridad.

—Bueno, suban ustedes—repitió.

Subimos la escalera del tabuco negra é insegura; las ráfagas de aire amenazaban con matar la luz del candil.

—¡Demonio cómo sopla el cierzo!—dije yo.

—Sí, esta es la casa de los cuatro vientos—contestó la señora Cándida.

Tras de subir dos pisos llegamos á un cuartucho tan sucio, tan vacío, que nos sorprendió desagradablemente.

Recorrimos tras de la vieja unos pasillos tortuosos. En la casa había únicamente un cuarto un tanto limpio y curioso. Este cuarto tenía una mesa, un canapé y varias estampas; comunicaba con dos alcobas blanqueadas, cada una con su cama de colcha roja de percal desteñido. Una de las alcobas tenía un gran espejo dorado, que parecía estar allá asombrado de verse en tan mísero rincón. La señora Cándida nos llevó por la casa, en la que reinaba la más negra y trágica miseria, y en un guardillón nos mostró unos cuantos lienzos pintados. Eran cuadros sin ningún valor.

La vieja me preguntó:

—¿Qué le parecen á usted?

—No me gustan, la verdad.

—¿No quiere usted comprarme nada?

—No.

La señora Cándida suspiró.

Bajamos de nuevo la escalera hasta el portal. Al salir di una pequeña propina á la vieja por la molestia, y al recibirla, agarrándome de la manga y llevándome á un rincón, me dijo:

—Venga usted otro día solo, y verá usted.

—¿Tiene usted algo más en casa?—dije yo.

—En casa ó fuera de casa, es igual. Allí donde yo voy me abren.

Me chocó bastante lo enigmático de la frase y salí con mi acompañante.

Hablamos de la decadencia horrible de las mujeres viejas cuando caen en la miseria, mucho mayor aún que la de los hombres.

—Por fortuna, para esta gente—dije yo—la costumbre de la miseria los hace insensibles.

Me despedí del amable clérigo, y al día siguiente cuando vino como de costumbre á mi casa, dijo:

—¿Sabe usted que ayer hicimos una pifia gorda?

—¿Por qué?

—Porque estuvimos en casa de una Celestina.

—¿De manera que la vieja... la señora Cándida?

—Sí, es una Celestina á quien llaman la Canóniga. Parece que ha tenido fortuna y buena posición.

—De modo que no acertamos en nuestras suposiciones.

—Nada. Absolutamente nada.

—¿Le han contado á usted su historia?

—Sí, sin muchos detalles; me han dicho también que un viejo carpintero que hace ataúdes conoce su vida. Si le interesa á usted, iremos á verle.

—Bueno; iremos.

Fuimos, efectivamente, á una tienda de ataúdes del callejón de los Canónigos.

Estaba esta tienda en una casa antigua y negra, de piedra, con un arco apuntado á la entrada.

El taller se hallaba en el portal, un portal pequeño y cubierto de losas, con un banco de carpintero en medio y algunas herramientas del oficio en las paredes.

A un lado tenía un cuarto con una ventana, que daba á una hendidura, por donde se veía la Hoz del Huécar y por donde entraba el sol. Un chico nos hizo pasar á este cuarto. Había aquí una estantería con unos féretros pequeños de muestra, que hubieran podido servir para enterrar muñecas; había también varios relojes, de distintos tipos y clases: cuatro ó cinco, de esos pintados que se construyen en la Selva Negra, con las pesas y el péndulo al descubierto; dos ó tres, de cuco; otros de pared, cerrados, que los ingleses llaman reloj del abuelo, y entre todos ellos se destacaba uno alto de autómatas y de sonería, con el péndulo dorado y esmaltado en colores.

Este reloj tenía una caja de color de caramelo obscuro llena de pinturas con guirnaldas y flores. Fijándose bien, en cada guirnalda se veía disimulado en ella un atributo macabro: aquí, una calavera con dos tibias; allí, un ataúd; en este rincón, un esqueleto. El péndulo tenía en medio de la lenteja una barca de latón sujeta con un tornillo y un contrapeso por dentro que hacía subir y bajar la proa y la popa alternativamente al compás de los movimientos del péndulo. En la barca había una figurita de Caronte. La esfera, de cobre, estaba rodeada de una orla de bronce con la efigie de Cronos, viejo haraposo y meditabundo, con unas alas en la espalda y un reloj de arena en la mano. Debajo, en una cartela con letras negras, se leía este apotegma de los antiguos relojes de sol de las iglesias:

«Vulnerant omnes ultima necat: Todas hieren; la última, mata.»

Sin duda el constructor de aquella máquina tenía un gusto pronunciado por lo macabro. Había hecho algo como los cuadros de Valdés Leal, de la Caridad de Sevilla: algo alegre de color y triste de intención. Correteando por el portal, saltando de un reloj al armario de los féretros y de éste á otro reloj, andaba un cuervo, grande y negro, que se dedicaba al monólogo y á veces al diálogo, mientras un gato negro, viejo y escuálido, con los ojos amarillos, le contemplaba atentamente.

El constructor de ataúdes me mostró el reloj de autómatas y sonería, del que estaba muy orgulloso, y después, sentándose entre un ataúd grande de un hombre y otro pequeño de un niño, y tomando el gato cariñosamente en un hombro y al cuervo en el otro, se puso á hablar sonriendo con una amable sonrisa.

Hablaba, como un discípulo de Séneca, de la inestabilidad de las cosas humanas, de lo fugaz del placer y del roer del tiempo con sus horas fatídicas.

Su reloj de figuras, su cuervo, á quien llamaba Juanito, y su gato negro, Astaroth, tenían para él, por lo que vimos, la importancia de divinidades siniestras y macabras que presidían sus momentos.

El hombre de los ataúdes nos contó la historia de la Canóniga y la suya, adornando ambas con sus fúnebres pensamientos.

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