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I.
CUENCA

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Cuenca, como casi todas las ciudades interiores de España, tiene algo de castillo, de convento y de santuario. La mayoría de los pueblos del centro de la península dan una misma impresión de fortaleza y de oasis; fortaleza, porque se les ve preparados para la defensa; oasis, porque el campo español, quitando algunas pequeñas comarcas, no ofrece grandes atractivos para vivir en él, y en cambio la ciudad los ofrece comparativamente mayores y más intensos.

Así, Madrid, Segovia, Cuenca, Burgos, Avila presentan idéntico aspecto de fortalezas y de oasis en medio de las llanuras que les rodean, en la monotonía de los yermos que les circundan, en esos parajes pedregosos, abruptos, de aire trágico y violento.

En la misma Andalucía, de tierras fértiles, el campo apenas se mezcla con la ciudad; el campo es para la gente labradora el lugar donde se trabaja y se gana con fatigas y sudores; la ciudad, el albergue donde se descansa y se goza. En toda España se nota la atracción por la ciudad y la indiferencia por el campo. Si un hombre desde lo alto de un globo eligiera sitio para vivir, en Castilla elegiría la ciudad: en aquella plaza, en aquel paseo, en aquella alameda, en aquel huerto; en cambio, en la zona cantábrica, en el país vasco, por ejemplo, elegiría el campo, este recodo del camino, aquella orilla del río, el rincón de la playa... Así se da el caso, que á primera vista parece extraño, la llanura monótona sirviendo de base á ciudades fuertes y populosas; en cambio, el campo quebrado y pintoresco escondiendo únicamente aldeas.

La ciudad española clásica colocada en un cerro, es una creación completa, un producto estético, perfecto y acabado. En su formación, en su silueta, hasta en aquellas que son relativamente modernas, se ve que ha presidido el espíritu de los romanos, de los visigodos y de los árabes.

Son estas ciudades, ciudades roqueras, místicas y alertas: tienen el porte de grandes atalayas para otear desde la altura.

Cuenca, como pueblo religioso, estratégico y guerrero, ofrece este aire de centinela observador.

Se levanta sobre un alto cerro que domina la llanura y se defiende por dos precipicios, en cuyo fondo corren dos ríos: el Júcar y el Huécar.

Estos barrancos, llamados las Hoces, se limitan por el cerro de San Cristóbal, en donde se asienta la ciudad y por el del Socorro y el del Rey que forman entre ellos y el primero fosos muy hondos y escarpados.

El foso, por el que corre el río Huécar, en otro tiempo y como medio de defensa podía inundarse.

El caserío antiguo de Cuenca, desde la cuesta de Vélez, es una pirámide de casas viejas, apiñadas, manchadas por la lepra amarilla de los líquenes.

Dominándolo todo se alza la torre municipal de la Mangana. Este caserío antiguo, de romántica silueta, erguido sobre una colina, parece el Belén de un nacimiento. Es un nido de águilas hecho sobre una roca.

El viajero al divisarlo recuerda las estampas que reproducen arbitraria y fantásticamente los castillos de Grecia y de Siria, los monasterios de las islas del Mediterráneo y los del monte Athos.

Desde la orilla del Huécar, por entre moreras y carrascas, de abajo á arriba, se ve el perfil de la ciudad conquense en su parte más larga.

Aparecen en fila una serie de casas amarillentas, altas, algunas de diez pisos, con paredones derruídos, asentadas sobre las rocas vivas de la Hoz, manchadas por las matas, las hiedras y las mil clases de hierbajos que crecen entre las peñas.

Estas casas, levantadas al borde del precipicio, con miradores altos, colgados, y estrechas ventanas, producen el vértigo. Alguna que otra torre descuella en la línea de tejados que va subiendo hasta terminar en el barrio del Castillo, barrio rodeado de viejos cubos de murallas ruinosas.

Salvando la hoz del Huécar existía antes un gran puente de piedra, un elefante de cinco patas sostenido en el borde del río que se apoyaba por los extremos, estribándose en los dos lados del barranco.

Este puente, que servía para comunicar el pueblo con el convento de San Pablo, había sido costeado por el canónigo D. Juan del Pozo en el siglo XVI. A fines del XVIII el puente del Canónigo se rompió, derrumbándose el primer machón y el segundo arco del lado de la ciudad, y quedó así roto durante muchos años.

De los dos ríos conquenses, el Huécar fué siempre utilizado en el pueblo para mover los molinos y regar las huertas. El Júcar, más solitario, era el río de los pescadores. Se deslizaba por su hoz tranquilo, verde y rumoroso. Desde su orilla, al pie del cerro donde se asienta Cuenca, se veía el caserío del pueblo sobre los riscos y las peñas, y en la parte más alta se destacaba la ermita de Nuestra Señora de las Angustias.

Como casi todas las ciudades encerradas entre murallas, Cuenca sintió un momento la necesidad de ensancharse, de salir de su angosto recinto, de bajar de su roca á la llanura. Tal necesidad la experimentó más fuertemente á principios del siglo XIX, y creó un arrabal ó ciudad baja.

En estos pueblos, con ciudad alta y ciudad baja, se da casi siempre el mismo caso: en lo alto, la aristocracia, el clero, los representantes de la milicia y del Estado; en lo bajo, la democracia, el comercio, la industria.

En estos pueblos el pasado está siempre en alto y el presente siempre en bajo. No hay que extrañar que el espíritu de su vecindario sea casi siempre retrógrado.

El arrabal de Cuenca, formado principalmente por una calle larga á ambos lados del camino real, se llamó la Carretería.

Desde principio del siglo el arrabal comenzó á tener importancia. En las luchas constitucionales únicamente la Carretería daba voluntarios para la Milicia Nacional.

La Carretería era progresiva; la ciudad alta era perfectamente reaccionaria, perfectamente triste, estancada, desolada y levítica.

Aquel Belén de nacimiento vivía con un espíritu de inmovilidad y de muerte.

En el arrabal se sentía de cuando en cuando alguna agitación: llegaba hasta allá la oleada del mundo, se hablaba, se discutía, se leían gacetas; en el Belén alto no había más agitación que la del aire cuando sonaban las campanas de la catedral, de las iglesias y de los conventos, cuando el organista tocaba sus motetes y sus fugas y sonaba la campanilla del Viático por las calles.

En el arrabal había movimiento: pasaba la diligencia con el correo, y muchos carros y caballerías sueltas que se detenían en las posadas y figones; en la plaza y en las calles próximas no se veía casi nunca á nadie: únicamente dos ó tres viejos que tomaban el sol, los chicos que salían de la escuela y tiraban piedras á los gorriones y á los perros; alguno que otro militar, y, á ciertas horas, grupos de curas que entraban en la catedral.

El mayor acontecimiento de este barrio era la salida y llegada del señor obispo en su carruaje.

Al anochecer solía pasar por las calles y callejones de la ciudad vieja un ciego con su guitarra que cantaba oraciones y milagros de los santos, con una magnífica voz de barítono.

Este ciego, el Degollado, tenía el cuello lleno de grandes cicatrices, la cara marcada con un taraceo de puntos azules producidos por granos de pólvora, los ojos huecos y la barba negra, de profeta judío.

Según algunos, el Degollado había quedado así en tiempo de la guerra de la Independencia; otros afirmaban que había pertenecido á una compañía de bandoleros, á la que hizo traición y que sus antiguos cómplices por venganza le dejaron como estaba.

El Degollado solía ir por las tardes por el pueblo, envuelto en su capa, tanteando con el bastón y abriendo las puertas de las tiendas y cantando un momento delante de ellas...

De noche la ciudad alta quedaba aislada y encerrada en sus murallas. Su recinto tenía seis puertas y tres postigos. De estas seis, exceptuando la de Valencia y la de Huete, las demás, la del Castillo, la de San Pablo, la del Postigo y la de San Juan, se cerraban á la hora de la queda.

Los postigos de las casas estaban tapiados y hacía tiempo que no se abrían.

Cuenca tenía á principios del siglo XIX pocas calles, y éstas estrechas y en cuesta. Quitando la principal, que, con distintos nombres, baja desde la Plaza del Trabuco hasta el Puente de la Trinidad, las demás calles del pueblo viejo no pasaban de ser callejones.

Las cuestas y desniveles de la ciudad hacían que la planta baja de una casa fuera en una calle paralela un piso alto; así se decía de Cuenca que era pueblo en donde los burros se asomaban á los cuartos y quintos pisos, y era verdad.

En 1823, época en que pasa nuestra historia, Cuenca era una de las capitales de provincia más muertas de España.

Entre los arrabales y la ciudad apenas llegaban sus habitantes á cuatro mil.

Tenía catorce iglesias parroquiales, una extramuros; siete conventos de frailes, seis de monjas, cinco ó seis ermitas y la catedral. Con este cargamento místico no era fácil que pudiera moverse libremente.

En esta época había llegado la ciudad á la más profunda decadencia: las fábricas de paños y de alfombras, que en otro tiempo trabajaban para toda España, y la ganadería, tan importante en la región, estaban arruinadas.

Durante la guerra de la Independencia, los saqueos de los mariscales Moncey, Víctor y Caulaincourt precipitaron la ruina de Cuenca...

Si por su poca vida comercial é industrial Cuenca estaba entre las últimas capitales de España, por su aspecto dramático y romántico podía considerársela de las primeras.

Recorrer las dos Hoces desde abajo, entre los nogales, olmos y huertas de las orillas del Júcar y del Huécar, ó contemplarlas desde arriba, viendo cómo en su fondo se deslizaba la cinta verde de sus ríos, era siempre un espectáculo sorprendente y admirable.

También admirable por lo extraño era recorrerla de noche á la luz de la luna, y, sentándose en una piedra de la muralla mirarla envuelta en luz de plata hundida en el silencio.

Poco á poco, para el paseante solitario y nocturno, este silencio tomaba el carácter de una sinfonía, murmuraban los ríos, estallaba el ladrido de un perro, sonaba el chirriar de las lechuzas, silbaba el viento en la copa de los árboles y se oía á intervalos el cantar agorero del buho como el lamento de una doncella estrechada en los brazos de un ogro en el fondo de los bosques.

En aquellas noches claras, las callejas solitarias, las encrucijadas, los grandes paredones, las esquinas, los saledizos, alumbrados por la luz espectral de la luna, tenían un aire de irrealidad y de misterio extraordinario. Los riscos de las Hoces brillaban con resplandores argentinos, y el río en el fondo del barranco murmuraba confusamente su eterna canción, su eterna queja, huyendo y brillando con reflejos inciertos entre las rocas.

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