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VII.
RECUERDOS Y EVOCACIONES

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Hay ciudades en el Mediterráneo en las cuales su antiguo esplendor queda como sumergido en la obscuridad de la historia. Son ciudades que viven todavía una vida intensa y que las preocupaciones del momento les hacen olvidar los sucesos pasados. Hay pueblos muertos que no tienen mas que el prestigio de su pretérita grandeza, y pueblos lánguidos que se conservan sin morir, pero que no alcanzan a llevar una existencia lozana y fuerte.

De estos últimos era por entonces Tarragona, ciudad demasiado antigua y demasiado moderna que, entre su extrema antigüedad y su modernidad extrema, no tenía apenas rasgos de unión.

Esta urbe moderna, elevada sobre ruinas romanas y murallas ciclópeas de una antigüedad hundida en el misterio, tenía, a pesar de sus edificios, la mayoría nuevos, un carácter grandioso y severo.

Había algo como un poder huraño en sus ruinas robustas, olvidadas por el tiempo, que daba hasta a las construcciones modernas un sello de gravedad y de tristeza.

La silueta de Tarragona, desde cualquier punto que se la contemplase, tenía un aire de austeridad. El misterio lejano de aquellas fuertes murallas ciclópeas, de bloques de piedra no tallados, sobre los cerros pedregosos, hablaba a la imaginación de épocas obscuras. El esplendor de Roma llegaba todavía vagamente, pensando que allí había habido un Capitolio, un Foro, un palacio de Augusto, un Anfiteatro; grandes y tristes acueductos. La Catedral, con su interior grave y majestuoso, su ábside como una fortaleza y su claustro admirable, era lo medieval; después, todos aquellos muros y baluartes, con sus torres almenadas y sus baterías, recordaban las luchas de la edad moderna; fenicios y celtas, griegos y romanos, godos y árabes, judíos y cristianos, todos habían dejado sus recuerdos en la vieja ciudad. El comprobar que al lado de la urbe moderna existían restos de otras urbes antiguas, brotes espléndidos de civilizaciones desaparecidas, daba la impresión melancólica que producen las grandes ruinas.

Tarragona era en esta época un pueblo pequeño, de unas diez a once mil almas. Se dividía en ciudad alta, entonces, casi todo el pueblo, planteado sobre roca viva, inclinado hacia el mar y hacia la ribera del Francolí, y ciudad baja, que comenzaba en las proximidades del puerto y se iba extendiendo hacia el cerro, en donde se hallaba asentada la población amurallada y antigua. Esta última tenía la forma de una herradura alargada, abierta hacia el puerto y cerrada a espaldas del Seminario y de la Catedral.

Las dos ramas de la herradura, no del todo paralelas, sino abiertas hacia los extremos, estaban formadas por una serie de muros y de baluartes, la mayoría construídos sobre otras murallas primitivas, que daban hacia el mar y hacia el monte. Entre las dos ramas de la herradura se hallaba la explanada fortificada, que dominaba el puerto y separaba la ciudad vieja de la nueva, y donde luego se abrió la Rambla de San Juan. En esta época de que yo hablo, la Rambla, que se consideraba como lo más animado de la ciudad, era la Rambla de San Carlos. En la ciudad vieja, las calles, en su mayoría, eran irregulares, estrechas y pendientes.

Yo me encontraba muy contento en Tarragona, conocía y admiraba sus puntos de vista. Sobre todo, el trozo de muralla, desde el baluarte de Cervantes hasta el de San Antonio, con la Barbeta o el tambor del Toro, que caía sobre la punta del Milagro, lo recorría con frecuencia. Era aquel un balcón espléndido que dominaba el mar.

La parte de atrás de la Catedral era menos curiosa. Por el lado de la torre de San Magín y el palacio del arzobispo, hasta el Fuerte Real, donde quedaban aún restos del antiguo Capitolio, se dominaba toda la llanura del Francolí, llena de huertas y de árboles frutales. Algunas veces subía también al cerro del Olivo, y desde allí contemplaba Tarragona. Como una de aquellas estampas de la época en que el artista modificaba la realidad para sintetizarla recuerdo la vista que desde allí se divisaba. En medio, la torre de la Catedral, redonda, rodeada de murallas y de fuertes; a su izquierda, salvando un barranco, uno de los acueductos roto, el del agua del Puigpelat; a la derecha, el otro acueducto, íntegro, el puente de las Ferreras, o puente del Diablo; hacia el puerto, la cúpula de una iglesia, y por todas partes, murallas, baluartes y muros almenados, y en el fondo, el mar azul, muy obscuro, lleno de velas blancas bajo un cielo espléndido.

A pesar de ser mi vida un poco lánguida, no estaba descontento de ella. A veces, pensando en mi melancolía constante y habitual, me decía a mí mismo:

—Estoy triste porque ella me ha abandonado—pero comprendía que no, que estaba melancólico porque mi temperamento era así.

Esta tristeza de los pueblos de sol siempre ha sido para mí punzante. Muchas veces tenía que salir de la oficina y bajar al puerto para hacer algún encargo. Sólo había de cuando en cuando alguno que otro barco de vapor. En general, se veían goletas, místicos, polacras sicilianas, galeotas toscanas, y alguna que otra vez, embarcaciones raras que venían de los archipiélagos griegos, con el velamen airoso, la popa redonda esculpida y grandes mascarones pintados con colores vivos.

Allí se solían ver barcos de todas las costas próximas, y a veces se distinguía el pabellón soberano de los Estados del Papa, con la figura de San Pedro y San Pablo; la bandera real de Cerdeña, con un escudo en fondo blanco y la orla azul; el pabellón de Toscana, con una franja blanca y dos rojas y en medio su blasón; el de las dos Sicilias, con el escudo rodeado por el toisón de oro; la flámula de Módena, con su águila; la de Mantua, con una mujer de dos caras; la bandera de Ragusa, con la palabra Libertas; la de Génova, con una estrella roja; la de Grecia, azul, con una cruz blanca; la de los Estados unidos de las islas jónicas, la de Liorna, la de Lucca, y la de otros muchos pueblos libres que tenían una bandera propia y peculiar suya.

Con frecuencia venían faluchos cargados hasta el tope de naranjas, y estos faluchos, con sus grandes velas y su cargamento de frutos dorados, sobre el mar negruzco de puro azul, me parecían el símbolo del mar Mediterráneo.

En el puerto, cerca de la muralla del Fuerte Real, había un cordelero que era amigo mío, y con quien solía hablar: el señor Vicente, a quien llamaban el tío Corda. Le veía ir andando hacia atrás hilando la estopa de cáñamo que llevaba en la cintura, mientras un chico daba vueltas al carretel.

Este cordelero era un viejo fuerte, rechoncho, un poco cojo, con la cara redonda y la sonrisa socarrona. Hablaba con malicia y con ironía; había sido marino, viajado mucho, y había estado en la batalla de Trafalgar. Recordaba muy bien a Gravina, a Churruca, a Valdés, y sabía anécdotas de Nelson, a quien los marineros llamaban el Señorito, de Collingwood, el tío Calambre y de Villeneuve, a quien apodaban monsieur Corneta. El señor Vicente me contaba largas historias de sus viajes, y hablándome de sus cuerdas y explicándome para qué servían en los barcos, me hacía pensar en el mundo entero.

Cuando yo le preguntaba lo que le parecían los acontecimientos de la guerra me decía filosóficamente:

—¡Qué quiere usted, señorito! Nuestro tiempo es muy cruel y muy bestial. El hombre tardará mucho en ser algo razonable.

Yo estaba de acuerdo con él en lo que decía.

Veíamos, el cordelero y yo, trabajar a los presidiarios en el puerto, cosa triste; contemplábamos la llegada de las barcas de los pescadores, y al caer de la tarde yo volvía hacia el pueblo por la cuesta de Despeñaperros mientras los resplandores del sol poniente incendiaban las rocas y las murallas almenadas. Este sol dorado, los celajes espléndidos del anochecer, en que me parecía que mi alma se vaciaba en el ambiente, el son triste de las campanas de algún convento, la estrella del crepúsculo cantada por Ossian, que brillaba en el cielo, y el sollozo monótono del mar, me impulsaban a la suave melancolía. Luego, al volver hacia casa, por las calles, miraba el interior de las tiendecillas, apenas iluminadas, y veía las tertulias que se congregaban en las trastiendas.

Al mediodía y al anochecer pasaba la diligencia por el centro del pueblo con un gran estrépito de cristales, cubierta de polvo. Se repartía el correo y se comentaban las noticias de la guerra.

Al sonar el toque de ánimas, todo el mundo se retiraba a su casa. La idea de estar encerrado entre murallas me producía también una gran melancolía.

Esta melancolía era en mí algo inasible; pensaba muchas veces que si hubiera podido convertirla en tema literario, me hubiera, por lo menos en parte, librado de ella; pero no podía: mis versos eran siempre fríos y correctos, y mis octavas reales sonaban como un tambor. En este endiablado poema mío no podía poner nada personal. No salía de evocaciones y de rapsodias. Además, todo el mundo hablaba en él con una terrible solemnidad, comenzando por el personaje, que era yo, con el nombre de Edgardo, guerrero y atrevido nauta, que hacía grandes proezas y grandes conquistas, y siguiendo por don Juan de Austria, Doria, don Alvaro de Bazán, Farnesio, Cervantes y Alí-Bajá.

Muchas veces, roído por este fondo de tristeza, que comenzaba a comprender que no dependía mas que de mí mismo, marchaba al claustro de la Catedral y pasaba horas enteras nadando en un sentimentalismo confuso, que quedaba como flotando sobre mi espíritu.

A veces, mis amigos me impulsaban a salir fuera del pueblo; íbamos a la torre de los Escipiones o al Arco de Bará, a los pinares, donde murmuraba el viento, o nos embarcábamos en una lancha y contemplábamos la costa entre el cabo Salou y el cabo Gros; las colinas blancas, amarillas, secas, con las entrañas rojas y sangrientas, cubiertas en parte de pinos, de olivares o de tamarindos, y las olas azules llenas de espumas que habían servido de blondas en la cuna de Anfitrite. Esta luz y esta esplendidez del mar latino no me producía alegría ninguna, sino más bien tristeza. Toda esta costa mediterránea me parecía como consumida por la llama de la pasión.

Al volver a ver el pueblo con sus casas iluminadas por el sol poniente, brillando en sus vidrieras, sentía, como siempre, la misma punzada de abatimiento y de melancolía.

También me gustaba los días de fiesta quedarme en mi habitación, mirando por la ventana el cielo y el campo.

En las horas fuertes de sol y de calor la luz tenía reverberaciones de horno; en los paredones de las murallas corrían los lagartos y las salamandras; en el campo cantaban las cigarras, y algún abejorro rezongaba y se escondía en los agujeros de las piedras; luego, al avanzar la tarde y al pasar la soñolencia de la hora de la siesta, el aire perdía su pesadez y quedaba transparente y sutil, con un olor a hierbas secas y una luz clara y nítida, y después venía la magia del crepúsculo, con sus nubes rojas de fuego, sobre las cuales ideaba la imaginación enormes Babilonias de mil torres, incendiadas y doradas.

Cuando las tintas grises del anochecer subían del llano a la montaña, yo seguía con la mirada las curvas que trazaban en el aire las golondrinas y los vencejos, y los zig-zags de los murciélagos, y oía las campanadas lentas del reloj de la Catedral y el toque triste del Angelus.

De noche, muchas veces abría la ventana y miraba el llamear de las constelaciones y la faz curiosa de la luna, que acariciaba con sus rayos las piedras, los cerros y los bosques lejanos...

Sentía con intensidad vagas nostalgias; pretendía, a veces, trasladar estas impresiones fugitivas al papel, y no conseguía hacer mas que pesadas octavas reales sonoras y rimbombantes.

Las Furias

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