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III.
DOÑA GERTRUDIS Y EULALIA

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El capitán Arnau, hombre tosco, no muy amable, me recibió de una manera un tanto ruda. Me convidó a comer en su casa y me llevó por la tarde al escritorio del señor Serra, que tenía un gran almacén de granos y de harinas en una calle próxima al puerto. El señor Serra me sometió a un interrogatorio, y gracias al capitán Arnau, que vino en mi ayuda, pude salir bien del paso. Hice valer mis conocimientos y entré en la casa como escribiente y tenedor de libros, con veinticinco duros al mes.

Ya aceptado y con un empleo fijo, tuve que pensar en la cuestión del alojamiento, cuestión difícil, porque había por entonces mucha guarnición en el pueblo y dos o tres regimientos más que de ordinario, con lo cual todas las fondas y casas de huéspedes estaban ocupadas por oficiales.

El hijo de mi patrón, Emilio Serra, me dió una tarjeta para que visitara a dos señoras, tía y sobrina, que vivían en la calle de las Moscas, calle del pueblo viejo, entre la muralla y la Catedral. Tardé bastante en encontrar la calle, que estaba en lo más elevado de la ciudad, cerca de la capilla de San Magín.

Encontrada la casa, llamé y subí hasta el último piso. Las dos señoras, tía y sobrina, eran castellanas; me recibieron amablemente y me alquilaron un cuarto espacioso, con una ventana que caía a la parte de atrás de la calle de las Moscas, hacia la muralla.

Al principio vacilaron en darme hospedaje completo con la comida; pero a lo último, y diciéndoles yo que me acomodaría a sus gustos y costumbres, quedamos en que comería con ellas.

Mis patronas, como he dicho, eran tía y sobrina. La tía, viuda de un comandante retirado, muerto en Tarragona; la sobrina, soltera. Doña Gertrudis era una señora de pelo blanco, ojos claros, de aire muy amable y muy inteligente, y vestida siempre de negro. La sobrina, Eulalia, de unos cuarenta años, tenía los ojos muy vivos, la boca grande, de dientes blancos, los ademanes enérgicos y apasionados. Eulalia vestía también de negro; según supe después, un novio con quien iba a casarse había muerto días antes de la proyectada boda y se consideraba como viuda.

A mí me parecía por su pureza y su fidelidad un tipo intermedio entre Astrea y Artemisa.

El primer día que comencé mi trabajo en la oficina de don Vicente Serra me pareció muy largo y penoso. Por la noche hablé con las dos señoras de mi casa largamente y les conté mi vida.

Eran doña Gertrudis y Eulalia de cerca del pueblo de la familia de mi madre, y con tal motivo intimamos, considerándonos como medio paisanos.

—Es extraño—me dijeron varias veces, una y otra—. Usted no tiene nada de andaluz.

La amabilidad de mis patronas suavizó la vida que llevaba en Tarragona. Mi patrón, don Vicente Serra, hombre de unos cincuenta y tantos años, no me resultaba nada simpático: era frío, soberbio, ordenancista; tipo del comerciante rico que se da en todo el Mediterráneo. Me dijeron que prestaba dinero a usura y que, a pesar de ser muy santurrón y de ir a todas las procesiones y ceremonias religiosas, andaba en relaciones con las Celestinas del pueblo.

El hijo, Emilio Serra, no era tampoco simpático: se manifestaba muy déspota y muy orgulloso de su riqueza. Los Serra tenían una de las casas más lujosas de la Rambla de San Carlos.

En los días siguientes de mi estancia allí me fuí haciendo cada vez más amigo de las señoras de mi casa. Arreglé mi cuarto, que era grande, espacioso, blanqueado, con vigas azules en el techo, a mi gusto. Puse en las paredes algunas estampas y litografías traídas de Inglaterra, un estante para mis libros, una mesa delante de la ventana, y me prestaron mis patronas un sillón, con los brazos terminados por cabezas de pato, muy cómodo.

Mi cuarto daba a una sala empapelada de verde, con su piano, su cómoda, el espejo pequeño con marco de caoba, dos retratos al óleo y varias estampas. Esta sala tenía una sillería de estilo inglés. Eulalia me dijo que podía escribir allí si quería, pero yo le contesté que con mi cuarto me bastaba.

Eulalia tocaba muy bien el piano, daba algunas lecciones y cantaba con mucho gusto. Yo la oía, sobre todo los domingos y días de fiesta, desde mi cuarto, sentado cerca de la ventana, por donde se veía, enfrente y a la derecha, el Campo de Marte, dominado por el alto del Olivo, y a la izquierda, la ribera del Francolí, un inmenso jardín lleno de bosques de palmeras, de limoneros y de almendros.

Aunque no conocía Grecia, me figuraba que así debían ser los paisajes cantados por los antiguos poetas bucólicos de la Hélade.

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