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PRÓLOGO

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Hacia 1860—cuenta nuestro amigo Leguía—fuí con mi mujer, algo enferma del pecho, a pasar el invierno a Málaga, y me instalé en la fonda de la Danza, de la plaza de los Moros, en donde me hospedaba otras veces.

Esta fonda era de un gallego casado con una andaluza, y aunque no un hotel moderno (todavía no se habían implantado esa clase de establecimientos en España), se podía vivir con comodidad en ella. No dominaba por entonces el individualismo, un tanto feroz, que hoy reina en los hoteles, y se comía en la mesa redonda, y cada uno contaba a su vecino sus negocios y hasta sus cuitas. Teníamos mi mujer y yo, como compañero de mesa, un juez gallego que se quejaba constantemente de la comida de Málaga.

Para el juez gallego, todo lo de la ciudad y los alrededores era rematadamente malo. El juez estaba deseando que lo trasladasen a otro punto; pero como, al parecer, era un buen funcionario, las personas influyentes de la ciudad habían pedido que no lo sacasen de allí, y el Gobierno lo dejaba en su puesto. Según pude entender, el juez gallego constituía el terror de la gente maleante del Perchel y del puerto.

Solíamos estar en la mesa tranquilamente, cuando se oía de pronto la voz del gallego que gritaba:

—¿Peru qué sardinas sun éstas? Estu no vale nada; estu no está frescu.

—No me diga usted ezo, don Juan—terciaba la dueña del establecimiento—; presisamente ayé me desía don Pepe Rodrigue que en ninguna parte se comía el pecao como en eta casa.

—Pues, señora, ¡estu no está frescu!—gritaba el juez con la misma energía que si estuviera dictando una sentencia de muerte.

—¿Quié usté que le traigan un poco de pescá?

—¡Qué pescada ni qué niñu muertu! Que me pongan dos huevus fritus.

—¿Lo quiere uté con patata?

—¡Patatas! Aquí no valen nada las patatas ¡Aquellus cachelus!

Yo me reía interiormente de las divergencias de opinión del gallego y de la andaluza; para el primero no había nada superior a lo que se criaba en las proximidades del Miño, y para la andaluza, Málaga era el compendio de todas las excelencias culinarias y no culinarias.

Un día en que me hablaba el juez de sus campañas contra la gente maleante, le pregunté si sabía algo de la asonada política de Málaga en 1836, en que intervino Aviraneta y en la que murieron el conde de Donadío y el general Sanjust; pero el juez, por aquella época, no estaba en Málaga.

Preguntó a un joven, empleado en el Gobierno Civil, que se hospedaba en la fonda, quién podría tener datos de esta algarada.

—El que he oído decir que presenció este motín—dijo el joven—fué un señor de aquí.

—¿Quién?

—Pepe Carmona, un comerciante malagueño que es aficionado a escribir. ¿No le conoce usted?

—No.

—Pues es un hombre muy amable, muy tranquilo, muy frío, muy poco hablador, que parece un inglés. Sin embargo, su sino ha debido de ser tomar parte en estas trifulcas, porque de joven presenció una matanza que hubo en Barcelona en el mismo año que la de Málaga.

—Hombre, ¿qué me dice usted? Me interesa también ese movimiento de Barcelona—dije yo—. Me gustaría conocer a ese señor. ¿Podríamos verle?

—Sí; si usted quiere, le citaré una noche de éstas en el Casino.

—Muy bien; cítele usted.

—Pues ya le avisaré a usted para que vayamos a verle.

Pocas noches después fuimos al Casino el joven empleado y yo, y conocí a Pepe Carmona. Pepe Carmona era hombre de unos cuarenta y cinco a cincuenta años; hombre triste, amable y apagado. Tenía el tipo mixto que abunda en Málaga: los ojos azules, el pelo rubio, ya canoso; la nariz recta, la cara larga y huesuda; vestía con mucha pulcritud y lucía unas manos blancas, muy bien cuidadas. Al hablar ceceaba algo, pero con suavidad, sin aspereza alguna, y sonreía amablemente con frecuencia y con cierta timidez, un tanto rara en hombre ya de sus años.

Pepe Carmona me confirmó lo dicho por el joven del hotel y me aseguró que había conocido a Aviraneta en Barcelona, cuando las matanzas de la Ciudadela, en 1836, y que le volvió a ver en Málaga días antes de la muerte del general Sanjust, es decir, meses después de conocerle.

Le pedí me hiciera una relación de estos acontecimientos, de los cuales había sido testigo, y me dijo:

—Yo no sabría separar bien estos hechos con los recuerdos de mi vida; si usted quiere, le prestaré un cuaderno de mis memorias, en el que he escrito esos acontecimientos que a usted le interesan.

—Con muchísimo gusto. No tendré ese cuaderno mas que el momento indispensable para leerlo.

—No, no; puede usted guardarlo el tiempo que quiera.

El señor Carmona me envió al día siguiente al hotel un grueso cuaderno muy bien empastado. Estaba escrito con una letra inglesa de comerciante y había intercalado en el texto algunos dibujos hechos por el mismo Carmona. Tanto la relación escrita como los dibujos ostentaban cierta facilidad elegante, pero no una fuerte personalidad. Al parecer, Pepe Carmona, en su vida como en su literatura y en sus dibujos, era un hombre amable y distinguido; pero no pasaba de ahí.

De sus memorias copio todo lo que puede interesarnos a los aviranetistas.

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