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V.
LA TORRE DE ARNAU

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Algunas veces iba a visitar al capitán Arnau, a quien me había recomendado Barrenechea, el de la Bella Amalia. Don Ramón Arnau, hombre de unos cuarenta a cincuenta años, fuerte, enjuto, bien hecho, con la cara curtida por el sol y el aire del mar, era de estos tipos secos, avellanados, que produce la vida de a bordo.

Arnau iba siempre cuidadosamente afeitado y muy limpio; era hombre serio, de movimientos rudos, y hablaba de una manera casi siempre áspera y malhumorada. A mí no me manifestaba la menor simpatía; me consideraba, sin duda, como un señorito mimado, incapaz de un arranque de entereza.

Don Ramón se manifestaba liberal y anticlerical; no iba casi nunca a la iglesia; su mujer, aunque de menos edad que él, parecía más vieja, casi como si fuera su madre.

El capitán se mostraba con ella duro, dominador, creyendo, sin duda, que la misión de las mujeres es la de obedecer sin réplica y trabajar sin la menor distracción. La mujer del capitán seguía siempre la mirada de su marido y temblaba cuando éste se enfurruñaba. Arnau tenía esa idea de la autoridad del pater-familias romano, y se consideraba infalible e indiscutible.

En casa de Arnau conocí a sus hijas, María Rosa y Pepeta. María Rosa, muchacha rubia y blanca, me pareció un poco pava; la Pepeta, morena, con ojos verdes claros y tonos azules alrededor de los ojos, era verdaderamente bonita.

Las dos chicas, a pesar de su belleza y de su juventud, no me gustaban del todo por lo ásperamente que hablaban el castellano. Yo creía entonces, y tardé bastante tiempo en darme cuenta de tal preocupación, que por ser andaluz era superior a los catalanes. No comprendía que si un catalán puede ser ridículo hablando castellano entre castellanos, un castellano es ridículo hablando catalán entre catalanes. Lo mismo le pasa al español que habla francés, o al francés que habla español. Se cree también que unos idiomas son eufónicos y agradables al oído, y otros, no; pero todos los idiomas son eufónicos para el que está acostumbrado a ellos.

Arnau poseía una casa de campo en el camino de Barcelona, que va costeando por entre pinares y la marina, a poca distancia del Hostal de la Cadena. Esta torre, como la llamaban allí, era pequeña y blanca, tenía un hermoso huerto, un jardín con una terraza y una azotea desde la que se divisaba el mar. El huerto era grande, con naranjos, granados, limoneros y otros árboles frutales; el jardín tenía varios cuadros separados por boscajes de mirtos y de madreselvas, que formaban calles en sombra. Casi siempre, en invierno y en verano, resplandecían innumerables flores, y constantemente había frutos, pues cuando unos estaban ya maduros otros comenzaban a brotar. La naranja y el limón, las cerezas y los albaricoques, las peras y las manzanas, los higos, las granadas y las nueces se sucedían sin descanso.

Cuidaba este huerto Pascual, un mozo de unos veinticinco a treinta años, fuerte, tostado por el sol, algo pariente de Arnau. Pascual trabajaba constantemente y tenía un gran amor por la agricultura.

En el jardín había una pequeña glorieta cubierta con enredaderas y un gran pino alto, de copa redonda y tronco morado.

La tapia, pintada de azul, tenía encima jarrones de porcelana llenos de cristales de colores que despedían al sol brillantes destellos.

En mi poema La Batalla de Lepanto introduje más o menos subrepticiamente el jardín de la torre de Arnau y lo convertí en el jardín de las Hespérides, con sus ninfas guardadoras de las manzanas de oro: Egla, Aretusa e Hiperetusa. A Pascual, el hortelano, le llamaba Vertumnio. Cierto que el mitológico jardín no tenía nada que ver directamente con el resto de mi poema; pero yo me consideraba con derecho para vagabundear como poeta en alas de la fantasía por el mundo entero.

Varias veces fuí a la torre de Arnau solo o acompañado por algunos amigos, sobre todo los días de fiesta. María Rosa y Pepeta reinaban en aquel huerto con sus trajes blancos y sencillos, como Flora y Pomona. Estas chicas catalanas, que no conocían la timidez ni el rubor, eran completamente ingenuas y naturales y hablaban de una manera terminante y enérgica. No tenían María Rosa y Pepeta nada de ninfas tímidas y ossianescas ni de damas lacustres; mejor hubieran podido pasar con un poco de imaginación por diosas paganas.

María Rosa todavía era algo romántica; Pepeta tenía un realismo aplastante.

Conmigo solían ir dos pretendientes de María Rosa y de Pepeta: Pedro Vidal y Juan Secret.

Pedro Vidal había sido teniente de voluntarios realistas, y en aquella época se manifestaba satisfecho de no serlo y se sentía partidario de la Reina. A pesar de esto, el capitán Arnau no le perdonaba el haber pertenecido a la milicia realista y le manifestaba una marcada antipatía.

Vidal era pariente del coronel Rafi, sublevado en Tarragona, al frente de los Descontentos, y a su familia se la consideraba en el pueblo como absolutista. Vidal y un hermano suyo vivían obscuramente con su madre en una callejuela próxima a la Catedral.

Secret gozaba de la completa simpatía del capitán Arnau. Secret era hombre bajito, rojo y barbudo; su gran preocupación consistía en parecer alto. Cuando se le oía andar sin verle, por ejemplo, de noche, se creía que pasaba un gigante; tales zancadas solía dar.

Secret tenía el título de maestro de escuela y se vanagloriaba de haber publicado un periódico liberal en Reus. Lector de la historia de la revolución francesa, sentía un frenético entusiasmo por sus doctrinas y por sus hombres.

Secret sabía el francés, había vivido unos meses en Perpiñán y leído obras del vizconde de Arlincourt, y estaba convencido de que su mirada magnetizaba y fascinaba como la de las serpientes de los cuentos. Creía que era de esos hombres fatales que destrozan el corazón de las mujeres, de esos hombres que ríen de sus víctimas con una risa sarcástica y mefistofélica y que tanto abundan en los novelones y en los melodramas.

Sus amigos se burlaban de él y aseguraban que, por entonces, al menos, no se sabía que hubiera hecho ningún gran destrozo en las vísceras cardíacas del bello sexo.

Eso de parecer un hombre fatal siempre ha sido y será, sobre todo en época de romanticismo, cosa muy agradable. Secret, antes de vivir en Francia, figuró entre los absolutistas y formó parte de los Descontentos.

Su estancia en Perpiñán trastornó sus ideas y comenzó de pronto a sentirse liberal, y acabó siendo antirreligioso y republicano.

Secret era bilioso, colérico y partidario de incendiar, de matar y de no dejar títere con cabeza. El decía que estaba afiliado a la sociedad de carbonarios, pero sus amigos tampoco lo creían. Secret echaba grandes discursos en castellano, desdeñaba el uso del catalán y dominaba con sus adulaciones, y lo tenía preso en su tela de araña al capitán Arnau. No sabía yo exactamente si este hombre se dirigía a María Rosa o a Pepeta, pero ninguna de las dos le acogía con agrado.

Los conocidos me daban broma por mi amistad con la Pepeta, pero era inútil: tenía en la memoria impreso de una manera imborrable el recuerdo de María Teresa, y, además, reconociendo que era una tontería, no podía pasar por el acento catalán áspero de Pepeta. No me parecía nada femenino.

Otro comensal de la casa amigo de Arnau y muy liberal era un farmacéutico, Castells, un hombre gordo, tranquilo, que tenía su farmacia en una esquina de la Rambla de San Carlos.

Castells era un tanto fantástico: tenía ideas raras y originales; creía que la ciencia, con el tiempo, realizaría todos los milagros que se suponen hechos en la antigüedad, y pensaba que por la química se llegarían a hacer seres vivos.

Este Castells daba siempre la nota pintoresca y extravagante. Cuando íbamos a su farmacia solía obsequiarnos con magníficos refrescos, que componía con varios ingredientes en alguna probeta con el mismo aire que si estuviera haciendo un experimento o una reacción química.

En la casa de Arnau, en último término se destacaba la tía Doloretes, pariente de la mujer del capitán. Era ésta una mujer muy vieja, negra como un cuervo, acartonada, con una mirada muy viva y una manera de hablar exagerada y expresiva.

La pobre vieja vivía con el hortelano Pascual constantemente en la torre; había tomado la misión de trabajar para los demás y cultivaba la huerta, y estaba satisfecha si sus sobrinas nietas le hacían alguna vez una caricia.

No se podía ir con frecuencia a la torre de Arnau, porque muchas veces se decía que algún grupo de carlistas rondaba por las proximidades del Hostal de la Cadena. Yo, en general, los días de fiesta prefería quedarme en casa y añadir unas cuantas octavas reales más a mi gran poema.

A veces desconfiaba de este mamotreto, que iba creciendo y creciendo de tamaño, y en el que yo me pintaba como un hombre atrevido, conquistador y valiente; pero otras, me entraba de lleno la ilusión y pensaba en legar al mundo una obra maestra.

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