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IV.
EVOCACIONES Y RECUERDOS
ОглавлениеPor Eulalia me enteré, días después, que la casa donde vivíamos estaba en el emplazamiento del antiguo Foro y próximo al Capitolio.
—¿Así que vivimos entre el Foro y el Capitolio?—le pregunté a Eulalia.
—Sí, señor. Ya ve usted qué honor. Aquí cerca, al lado de la puerta del Rosario, están también los muros ciclópeos.
Contemplé estos trozos de murallas, construídos con enormes peñas por pueblos antiquísimos y fabulosos. El Capitolio, según me dijeron, ocupaba un espacio limitado por una línea que, partiendo de la calle de las Escribanías Viejas, pasaba por la parte superior del Horno de los Canónigos y la pared del claustro de la Catedral, y cruzaba por frente al convento de la Enseñanza, hasta la casa del Arcedianato de San Lorenzo. En este sitio había existido la torre del Patriarca, torre en donde estuvo prisionero Francisco I, después de la batalla de Pavía, antes de ser trasladado a Madrid, y que fué volada por los franceses en 1813. Dentro del recinto del antiguo Capitolio entraba también el jardín del Magistral.
El Foro, al parecer, comenzaba en el castillo de Pilatos y plaza del Rey, seguía por la calle de Santa Ana, yendo a formar ángulo con la de Santa Teresa, próximamente a la casa del Horno de Salas; desde aquí seguía en línea recta por la Mercería, escaleras de la Catedral y calle de la Civadería, trazaba un ángulo en la calle de las Moscas, seguía la línea por el arco de Toda y el huerto de la casa de las Beatas, cerrando la línea en la plaza del Pallol.
Del Foro se conservaba todo su ámbito: las bóvedas subterráneas en la calle de la Mercería, y las superficiales en la parte de atrás de la Catedral.
No lejos de casa estaba también el palacio de Augusto, la torre de Pilatos, y hacia el mar, el Circo, donde se encuentra ahora el presidio del Milagro.
Esta vecindad, con los antiguos monumentos ilustres de la época, me llenaba vagamente la imaginación de ideas trascendentales.
Cuando salía de mi trabajo e iba a casa de mis patronas marchaba muy alegre. Les contaba cómo había pasado el día, y les llevaba noticias que corrían por el pueblo acerca de la guerra. Ellas, a su vez, sabían otras noticias, y confrontábamos las suyas con las mías.
Por las noches de invierno, después de cenar, teníamos en la mesa-camilla, doña Gertrudis, Eulalia y yo, largas conversaciones. Doña Gertrudis me contaba escenas de la guerra de la Independencia, presenciadas por ella. Esta guerra había dejado, como en otras ciudades españolas, un terrible recuerdo en Tarragona. Tarragona se defendió contra los franceses con un gran valor, como Zaragoza y Gerona. Los dos meses que duró el sitio de la ciudad fueron de una espantosa carnicería.
Doña Gertrudis recordaba al viejo general don Senén Contreras, yendo y viniendo por los baluartes, rodeado por su Estado Mayor, hablando siempre a los soldados y a los guerrilleros con una gran energía y un frenético entusiasmo. Doña Gertrudis contaba con muchos detalles la vida del pueblo en los meses de sitio, las mil cábalas que se hacían acerca de la suerte de la ciudad y las versiones que corrían sobre la ferocidad de las tropas del mariscal Suchet.
Por lo que decía ella, a quien más odiaba entonces el vecindario era a la legión italiana, que estaba con un regimiento de sitio también italiano, entre el fuerte de Loreto y el mar.
Esta legión se hallaba formada por sicilianos, napolitanos y corsos, reunidos en un depósito de reclutamiento en la Isla de Elba. La legión se hallaba constituída por aventureros, bandidos y ladrones capaces de todo. Uno de sus sargentos, Bianchini, se supo que había hecho la apuesta de comerse el corazón del primer centinela español que matase, y, por lo que se dijo, se lo llegó a comer.
La crueldad y la violencia de este hombre se hicieron legendarias, y la gente le llamaba El Dimoni. El tal Bianchini hizo varios prisioneros españoles, y como premio pidió al general ser el primero para entrar al asalto en Tarragona. En la brecha cayó muerto.
El mariscal Suchet reconoció que los españoles se batían como leones.
La gente del pueblo insultaba con furia a los franceses desde las murallas, y patrullas de mujeres iban armadas con su fusil a las avanzadas. Una de ellas, la Calesera de la Rambla, tuvo gran fama en aquella época.
Durante los días del asalto, la rabia de sitiadores y sitiados llegó al colmo. Los españoles mataron, en un encuentro, al general Salme, y los franceses, después de fusilar a unos cuantos españoles, escribieron con la sangre de sus víctimas este letrero en la muralla: «Queda vengada la muerte del general Salme».
Los últimos días del asalto fueron terribles. Los franceses, enfurecidos, no daban cuartel; los españoles se habían refugiado en la Catedral, y desde sus puertas hacían un fuego horroroso. Los franceses tuvieron que tomarla a cañonazos y a tiros, y desde la plaza de Las Coles hasta la entrada del templo fueron dejando, en la ancha escalinata que sube hasta él, racimos de muertos. Cuando entraron en la Catedral no dejaron dentro vivo a nadie de los que allí se habían refugiado. El suelo estaba lleno de sangre. Los franceses no respetaron heridos, ni enfermos, ni mujeres, ni chicos. Se contaba que los granaderos echaban a los niños por las ventanas y los recibían en la calle otros soldados en las puntas de las bayonetas. Después de la gran matanza, los franceses hicieron ocho grandes hogueras alrededor de la ciudad para quemar los muertos, y estas hogueras estuvieron echando espirales de humo grasiento y horrible durante días y días.
La desgracia de España hizo que, después de la postración producida por la guerra de la Independencia, viniera la lucha política encarnizada y cruel. Era, sin duda, indispensable alcanzar cierto grado de libertad de conciencia y de vida práctica. Los pueblos deshechos, despoblados, tardaban mucho en levantarse y en volver a la vida normal. Se había adquirido el hábito de la violencia; los hijos de los feroces guerrilleros, naturalmente, no podían ser mas que sanguinarios y crueles.
Después de la nueva campaña que hicieron los franceses realistas con el duque de Angulema, y que, afortunadamente, acabó pronto, vinieron las intrigas de los Descontentos. Eulalia había conocido a uno de sus jefes, al coronel Rafi Vidal, y vió a la señorita de Comerford en la casa del canónigo hospitalero de la Catedral, don Guillermo de Roquebruna. Eulalia me describió con entusiasmo la belleza de esta señorita irlandesa, que luego resultó enredada con un fraile.
Eulalia y doña Gertrudis me hablaron del terror que reinaba en Tarragona en tiempo del conde de España; los presos que venían de noche de los pueblos del llano y eran encerrados en el castillo de Pilatos o en el Fuerte Real, y de la bandera negra que aparecía en los baluartes, por lo cual se sabía que el día anterior se había enterrado o echado al mar un cadáver destrozado por las balas.
Todavía presentaba un carácter más horrible, según Eulalia, lo que pasaba en los calabozos de la Falsabraga, entre la barbacana y la muralla, hacia el palacio arzobispal. Desde la ventana de mi cuarto se oían en aquella época, casi todas las noches, gritos, lloros, lamentos y, con frecuencia, descargas cerradas. Luego se veían pasar hombres llevando algún bulto, precedidos por otro con un farol. Nadie se atrevía a acercarse al sitio en donde se sospechaba que alguien había sido enterrado; reinaba el más profundo terror, y la idea de ser llevado a la presencia del conde de España inquietaba a todo el mundo.
Yo escuchaba estas historias lleno de espanto, pero al mismo tiempo la tranquilidad de que gozaba por entonces me llenaba de satisfacción.
Doña Gertrudis me trataba como si fuera su hijo; yo iba sintiendo por ella gran afecto. Hicimos el proyecto de que, si acababa pronto la guerra, marcharíamos juntos a Salas de los Infantes. Ellas habían estado hacía pocos años; pero ya no podían soportar el frío de aquella región. Además, por estos días campeaba por allí el Cura Merino con su gente.
Llevaba yo un año en Tarragona. En medio de este ambiente apacible y algo melancólico me encontraba muy bien. En Málaga había vivido tan retraído, que la vida que hacía en Tarragona, quizá para otro monótona, a mí me bastaba.
Esta existencia rutinaria me llenaba por completo. Los domingos paseaba y, después de la misa, solía comprar alguna golosina para llevarla a casa. Por la tarde, a la hora de vísperas, casi siempre iba a pasear al claustro de la catedral. El jardín del claustro, con sus arrayanes y su pozo, sus cipreses y sus limoneros, me conmovía. No quería saber nada arqueológico; si a veces oía las explicaciones de algún cicerone, las olvidaba en seguida.
Me bastaba con disfrutar de aquel silencio, de aquel reposo lleno de misterio, que me daba la impresión de un lugar de Oriente. A la hora de las vísperas escuchaba el rumor lejano del órgano, el canto de los canónigos; veía a los mendigos envueltos en sus capas, rezando bajo una puerta primorosamente labrada, y todo esto me hacía soñar en una época pretérita y mejor.
Por la tarde iba al paseo de La Rambla, donde tocaba la música militar, y contemplaba a las señoritas de la aristocracia y a las menestralas, vestidas de negro, con unos cuerpos de diosa y la cara pálida de vivir a la sombra. Al anochecer, los días de fiesta, solíamos tener en casa alguna pequeña reunión musical, y yo tocaba el violín y Eulalia me acompañaba en el piano.
Por entonces se empezó a hablar de los carlistas catalanes Tristany, Brujó, Caballería, etc.
Entre estos había cabecillas audaces y atrevidos; pero no contaban con un hombre como los del Norte, con Zumalacárregui.
Luego, poco después, se empezó a hablar constantemente de Cabrera y de sus campañas en el Maestrazgo. A Cabrera, unos le consideraban como un monstruo, y otros, como el más acabado tipo del caudillo defensor del trono y del altar.
Zumalacárregui y Cabrera eran en este tiempo, y peleando en el mismo bando, dos símbolos de las dos corrientes opuestas y contrarias de la España clásica. El uno, la perseverancia y la visión clara y penetrante del hombre del Cantábrico; el otro, el brío, la gallardía y la fiereza del Mediterráneo. Mientrastanto, el resto de España esperaba.