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VI.
LA CASA DEL NEGRE
ОглавлениеCerca de la torre de Arnau, y entre la carretera y el mar, delante de una estrecha playa pedregosa se levantaba una casucha terrera, construída con adobes, que tenía al lado un corralillo y un pequeño bancal, verde o amarillento, según las estaciones. En el corralillo se veían constantemente harapos puestos a secar al sol, sobre cuerdas de esparto, y algún montón de fiemo, a cuyo alrededor picoteaban gallinas y comía una cabra. En la playa, al lado de la puerta del corral, hasta donde subían las olas, que echaban sobre la arena grandes madejas de algas harapientas, se veía una barca vieja, con la quilla al aire, que se pudría con la humedad y el sol.
Esta casucha, próxima a la torre de Arnau y al Hostal de la Cadena, se llamaba la casa del Negre.
El Negre había sido un pescador borracho y contrabandista que durante muchos años antes de la guerra de la Independencia había vivido allí. El Negre parecía hombre jovial, pues se pasaba la vida fumando en su pipa, componiendo sus redes en la playa y cantando. Una de las coplas que más le gustaba repetir era ésta:
Cuan lo pare no te pa
la canalla, la canalla,
cuan lo pare no te pa
la canalla fa ballar.
Un día el Negre hizo un extraño descubrimiento. Tenía su barca estropeada y había ido a pescar a una roca próxima a Tamarit del Mar, con su caña y una cesta, en la que llevaba un pedazo de pan y una botella de aguardiente.
Por la noche el pescador volvió trastornado, y, en vez de quedarse en su casa, entró en el Hostal de la Cadena.
Según dijo el Negre, había visto claramente una sirena blanca que tenía el tronco de una mujer y el resto del cuerpo de pez, con escamas. Se le había agarrado a la cuerda de la caña, y al levantarla en el aire dió un grito, se hundió en el agua y desapareció.
Se discutió el hallazgo en la taberna. Unos se pusieron a favor, y otros, en contra. El Negre afirmó que él sabía lo que eran las sirenas, porque en su juventud había visto una en el mascarón de proa de un barco, medio blanca, medio verde y con un arpa dorada en la mano.
El Negre describió su sirena con toda clase de detalles. Era rubia, con los ojos azules y los pechos blancos. Unos días después, dos jóvenes fueron a la roca próxima a Tamarit y vieron que el agua se revolvía al pie. Quizá había alguna pareja de delfines.
Desde entonces los vecinos de por allá llamaron a la roca la Roca de la Sirena.
El Negre no sabía a punto fijo lo que había visto, y cuando hablaba del hallazgo de su sirena lo contaba todas las veces de distinto modo.
El Negre murió a fuerza de ver cosas raras, porque siempre que las veía llevaba su botella de aguardiente, y más cosas raras veía cuando más alcohol penetraba en su cuerpo.
Poco después de la muerte del Negre apareció, habitando la casa, un vagabundo medio gitano, a quien llamaban el Caragol. Este hombre, enfermo de tercianas y de color pajizo, vivía enredado con una mujer muy guapa, llamada Teodora, que no le guardaba la menor fidelidad, porque constantemente, y de noche, entraban y salían hombres en aquella casa.
Un día el Caragol vino con tres mujeres, que dijo eran hermanas de la que vivía con él. No se sabía de dónde llegaban. Hablaban estas mujeres una lengua mixta de catalán, de italiano y de ruso.
Venían de muy de lejos; quizá ni ellas mismas sabían dónde habían nacido. La gente creía que eran gitanas o medio gitanas estas hijas de la tierra. La Teodora, la del Caragol, al lado de ellas se destacaba como una Venus, confirmando la idea de los antiguos griegos de que Venus era hermana de las arpías.
Mientras el Caragol estaba enfermo, la Teodora anduvo enredada con un marinero. Sus hermanas, las tres flacas, secas, negras, malhumoradas, chillonas y amenazadoras, trabajaban en el bancal de la casa del Negre, lavaban la ropa y salían a pescar pulpos entre las rocas.
Las llamaban la Nas, la Escombra y el Mussol: la Nariz, la Escoba y el Mochuelo.
En mi poema, en donde les di también entrada a estas mujeres, eran Alecto, Thisiphone y Megera.
La Teodora tuvo una hija muy rozagante del marinero, y luego, en tiempo de la guerra de la Independencia, se enredó con Bianchini, el soldado de la legión italiana a quien llamaban el Dimoni, del que tuvo un hijo.
Poco después, el Caragol murió, y la Teodora desapareció del pueblo dejando a sus supuestas hermanas la chica y el chico.
Las tres viejas arpías, la Nas, la Escombra y el Mussol, quedaron en la casa del Negre, trabajando como bestias para mantener a los dos sobrinos.
Por lo que se supo después, las tres furias hacían contrabando.
Algunas noches se veían luces en el mar y en la casa del Negre; después un falucho se acercaba a la costa frente al Hostal de la Cadena, y tres sombras iban a la pequeña playa, entraban en el mar y salían con pesados fardos, que iban subiendo a depositarlos en el Hostal de la Cadena y en la casa del Negre. Paquetes de tela, de tabaco y armas para los carlistas habían sido llevados al hombro por aquellas tres mujeres.
Una noche en que el comandante de carabineros, de acuerdo con un contrabandista que dirigía el movimiento, había dispuesto enviar todos sus soldados lejos de la playa en donde se iba a verificar el contrabando, se presentaron dos carabineros al olor de la combinación, en la que ellos no participaban, pretendiendo tomar parte en el botín.
Uno de los carabineros mandó pararse a dos de las furias de la casa del Negre, a la Nas y al Mussol, a las que sorprendió subiendo por la playa cargadas con fardos. Estas tuvieron que echar su carga al suelo. El jefe de la maniobra terció en la cuestión, se entendió con los dos carabineros y siguió haciéndose el alijo.
Unas semanas después, una noche obscura, las tres hermanas volvían de la playa con unos fardos de tabaco al hombro, cuando uno de los carabineros que les había sorprendido noches antes les dió el alto.
—¡Alto! A ver esos fardos.
Las tres mujeres echaron los fardos al suelo. El carabinero los reconoció.
—¡Hala!—dijo después—; tenéis que venir conmigo a la comandancia.
Las tres mujeres suplicaron encarecidamente al carabinero que les dejara; pero el otro, con la petulancia del hombre armado y con uniforme que se cree autoridad, aseguró que no cedería.
Entonces las tres furias se hablaron en su lengua, y rápidamente se lanzaron sobre el carabinero; una le sujetó los brazos por detrás; la segunda le tapó la boca, y la otra, abriendo un cuchillo, le dió tres cuchilladas profundas en el pecho. El carabinero quiso gritar y mordió en la mano a una de las mujeres; pero entre las tres le tumbaron en la arena, y allí le dieron más cuchilladas, hasta que lo dejaron muerto.
Ante el cadáver, las tres hermanas conferenciaron; decidieron meterle en su bote, y, pasando por delante del puerto, lo dejaron cerca de la salida del río Francolí. Después volvieron, limpiaron el bote perfectamente, quitaron las huellas de sangre de la arena y guardaron sus fardos. Esta muerte hizo que se abriese un proceso, en que hubo indicios para acusar a las tres mujeres de la casa del Negre, que fueron a la cárcel.
Mi patrón, don Vicente Serra, que, sin duda, tenía alguna relación con estas mujeres por cuestiones de contrabando, les dió dinero para que pudiesen poner fianza y salieran a la calle.
Estas tres mujeres llegaron a producir el terror en los alrededores del Hostal de la Cadena. Tenían las tres el perfil agudo, algo de pájaro en la cara, una manera de andar llena de fuerza y de brío; sobre todo, una de ellas, la menor, el Mussol, parecía ir volando cubierta con sus harapos negros. La gente creía a estas tres mujeres capaces de todo. Algunos pensaban que hacían mal de ojo y que podían atraer las desgracias, las pestes y las calamidades sobre las personas que odiasen.
La mayor de ellas, la Nas, tenía una cara fuerte, dura, inmóvil; la nariz, recta y cortante como un cuchillo; el pelo, negro, en dos bandas; el pañuelo, también negro, en la cabeza, y el brazo, seco y membrudo, como una raíz retorcida. La Escombra se caracterizaba por sus pelos alborotados, andaba siempre sucia y greñuda, y se la tenía por aficionada al aguardiente. El Mussol parecía realmente un mochuelo. Nadie entraba en su casa. Si alguno se paraba a mirarlas desde la carretera, le insultaban. Los dos sobrinos de estas furias eran a cual más inútiles y perezosos. La chica, que se llamaba Teodora, como su madre, pero a la que decían Dora, era rubia, vagabunda, y andaba en el Hostal de la Cadena en compañía de otra muchacha de mala fama. Se las veía a las dos a orillas del mar hablando con marineros y carabineros. La Dora, perezosa, tumbona, rozagante, no hacía mas que vagabundear y cantar. Era una mujer guapa, fuerte, de muchas caderas, que hubiera podido servir de modelo a una Venus Calipiga.
Al chico, que entonces tendría quince años, le llamaban el Caragolet y el Dimoni; trabajaba por temporadas, yendo a pescar en algún falucho, y solía vagar por la playa y los alrededores. A los quince años ya galleaba, rondaba a las mozas, vestía muy pincho, con gorro rojo, camisa de color y pantalón blanco; era hipócrita y sanguinario. Tenía un perro sarnoso, que se llamaba Napoleón, que era el compañero de sus hazañas. Era un perro tan hipócrita como su amo, que se acercaba amablemente al que le llamaba y, de pronto, le mordía en una pierna y echaba a correr.
Las tres furias de la casa luchaban a brazo partido con la vida angustiosa y miserable; tenían que pagar deudas y dar a mi patrono Serra lo que éste les había prestado.
Mientrastanto, la Dora y el Caragolet se divertían.
Hasta las tres hermanas llegaba la mala fama de sus sobrinos y, sobre todo, las aventuras de la muchacha, que, a su modo de ver, las deshonraba.
Estas furias tenían un odio terrible contra todo y contra todos; el rencor de los parias por los prestigios que ellos no pueden alcanzar. A pesar de su miseria, la idea de la honra era en ellas extremada y vidriosa; odiaban furibundamente a los que andaban con su sobrina, y al mismo tiempo la admiraban a ella por el atractivo y el garbo que tenía.
A uno de los que consideraban como su mayor enemigo era a Pedro Vidal, que había andado con la Dora. Por entonces supe yo que don Vicente Serra había querido llevar a una casa de Tamarit del Mar a la Dora, y ésta, burlándose del viejo comerciante, había alardeado de sus amores escandalosamente con Vidal.
Las furias de la casa del Negre tenían un profundo odio por este muchacho, que impidió que la Dora llevase una vida de menos escándalo que la que había llevado hasta entonces. Según me dijo Vidal, muchas veces, al pasar por delante de la casa del Negre, había visto alguna de las viejas que le mostraba el puño con rabia.
Aquellas tres mujeres, siempre trabajando, despreciadas por todos, sin apoyo ninguno, me daban a mí una profunda lástima.