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PRÓLOGO

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Índice

—¿Así que tú no conoces al que ha escrito esta relación?—preguntó Aviraneta, después de haber escuchado la lectura de varios trozos del manuscrito.

—No—contestó Leguía—. Este cuaderno me lo dejó doña Paca Falcón, hace unos años, en Bayona, y saqué una copia de él. Supongo que se hizo con algunas notas que escribió Alvaro Sánchez de Mendoza. ¿Qué le parece a usted?

—¡Psé! Así, así.

—¿Le parece a usted mal?

—No; los hechos positivos en que está basado el libro son ciertos; que el cónsul de España en Bayona, don Agustín Fernández de Gamboa, recibió barricas llenas de plata y de oro de las iglesias de Navarra, durante la primera guerra civil, para venderlas en Francia, es verdad.

—¿Usted lo sabía?

—Sí. Gamboa, como sus amigos Collado y Lasala, explotaron todo lo que pasó por delante de ellos. Unicamente así se puede conseguir una gran fortuna en poco tiempo.

—Es indudable. Sólo la guerra y la usura hacen a la gente rica con rapidez.

—Los que no somos contratistas del ejército ni usureros no hemos podido pasar de ser unos pobretones.

Esta conversación la tenían Aviraneta y Leguía en San Sebastián poco antes de la Revolución de septiembre, en una casa del barrio de San Martín, donde vivía don Eugenio por entonces. Aviraneta, de cuando en cuando, se miraba al espejo y se arreglaba una hermosa peluca rubia, casi roja, que le había arreglado su amigo y barbero Justo Lazcanotegui.

—¿Y usted no ha conocido a ese Chipiteguy trapero de la plaza del Reducto, de Bayona, que figura aquí?—preguntó Leguía.

—Sí, sí. ¡Ya lo creo! Era amigo mío; un viejo camastrón, epicúreo... hombre simpático, efusivo. Solía comer yo con frecuencia en su casa.

—Y a Frechón, ¿lo recuerda usted?

—¿Qué hacía ese Frechón?

—Era un empleado de Chipiteguy y, al parecer, un gran intrigante.

—Sí, sí, tengo idea; mas creo que le llamaban de otra manera.

—Debió de estar en casa de usted varias veces.

—¡Tantos estuvieron!

—Sí; pero debió de ir a hablar de política, de intrigas...

—Era a lo que venía todo el mundo a mi casa.

—Sí, su casa en Bayona debía ser un nido de intrigantes.

—Entre los que te contabas tú.

—Hombre, don Eugenio, yo no tanto.

—¿Te acuerdas de las letras S, T, U, V, Y, Z?

—Sí; ¿no me he de acordar? En ese final de abecedario, el que más y el que menos era un bandido.

—Sí, quizá... Pero era una época divertida. Se vivía con pasión. Hoy está todo más bajo, más cansado. Hoy intentamos vivir como personas sensatas, para lo cual parece que no tenemos muchas condiciones los españoles.

—Y de Roquet, ¿se acuerda usted?

—Sí, hombre; perfectamente.

—Bueno, don Eugenio; y en último término, ¿cree usted que este relato, del cual le he leído varios trozos, debe entrar en la historia de su vida, si alguna vez la publicamos?

—Sí, sí; tiene detalles curiosos; pero no me gusta esa forma novelesca. Creo que le debías quitar lo que tenga aire romántico; dejar la realidad, la verdad escueta.

—¡La verdad! ¿Es que es más verdad la historia que la novela?

—Naturalmente.

—Eso creía yo también antes; hoy no lo creo. El Quijote da más impresión de la España de su tiempo que ninguna obra de los historiadores nuestros. Y lo mismo pasa a la Celestina y al Gran Tacaño.

—Bueno; pero esas son obras maestras realistas.

—Usted siempre ha sido enemigo de la literatura de imaginación.

—Siempre.

—¿Usted no ha soñado nunca, don Eugenio?

—De esa manera, no. La verdad, la verdad en todo: ese ha sido siempre mi ideal.

Al decir esto, Aviraneta se planchaba su peluca roja, que tenía tendencia a abombarse y a separarse de su cabeza.

Qué cantidad de verdad puede tener una peluca fué una pregunta que le vino a Leguía a la imaginación. La cuestión de la verdad histórica la habían discutido muchas veces. Aviraneta era dogmático, partidario del realismo, y creía que tarde o temprano la verdad resplandecía, como el sol entre las nieblas. Leguía pensaba que en ese camposanto de la historia, lleno de huesos, de cenizas y de baratijas, cada investigador escoge lo que le place y lo combina a su gusto.

—¿Pero, a pesar de las fantasías novelescas, a esta relación le daremos entrada en sus memorias?—preguntó Leguía.

—Sí.

—¿Con su visto bueno?

—Sí, con mi visto bueno; pero podándola un poco.

Con la autorización de Aviraneta decidí, pues, publicar este relato.

No aparece aquí don Eugenio siempre; pero inspira los acontecimientos, asomándose, unas veces, al primer plano, y otras, al último.

Hecha esta aclaración con respecto a la parte histórica—sigue diciendo Leguía—, tengo que advertir, con relación a lo novelesco, que la obra no me llena. El autor describe demasiado, define demasiado, traza los contornos de los personajes, pero los mueve poco y, sobre todo, no los hace hablar. Tiene por la palabra una falta de cariño extraña. Sus hombres y sus homúnculos hablan el mínimo. Indudablemente, en la literatura, la palabra hablada es la que da a la obra una animación algo parecida al color en la pintura.

El autor no busca esta animación. Rechaza, además, la frase castiza, el giro idiomático. Todo esto, sin duda, le parece hojarasca, lugar común putrefacto, algo pestífero, de lo que hay que huír.

Las figuras de cera

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