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IV
LA TABERNA DE OCHANDABARATZ

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La calle de los Vascos, en Bayona, calle estrecha, húmeda y negra, paralela a la corriente del Nive y a la calle de España, era y es una de las más obscuras del pueblo. En ella olía siempre a humedad y a pescado, lo que hacía que el ambiente no fuese muy agradable de respirar. Había entonces en esta calle almacenes de salazón y se instalaban pescaderías ambulantes en el arroyo.

En tiempo de la primera guerra civil española, las tiendas de la calle de los Vascos eran pocas: algunos almacenes de pescado, barricas, botellas y trapos viejos, dos posadas, la fonda de Iturri y la Guetaldia, donde se refugiaban los campesinos vascos de las aldeas próximas y los carlistas de poco dinero; varias tabernas, traperías y alguna cacharrería que lucía en el escaparate jarras, huchas de barro y cometas de papel de colores.

En la calle, la casa más cuidada y limpia era la posada de Iturri, que en la planta baja tenía una tienda de mercería, en la que se mostraban pañuelos de seda de vivos colores. La posada de Iturri gozaba de fama de sitio respetable y en donde se comía bien.

Entre las dos o tres tabernas de la calle de los Vascos, las más frecuentadas, las que estaban casi siempre llenas, eran la taberna del Español y la de Ochandabaratz. Esta última se llamaba también la taberna del Gallo Rojo, porque su enseña representaba un gallo, pintado de rojo, cantando sobre una bola.

La taberna de Ochandabaratz, obscura y siniestra, se hallaba en un sótano grande, y el invierno estaba siempre iluminada con quinqués, porque si no, en su fondo, no se veía con la luz del sol.

La taberna no tenía portada alguna, y únicamente las paredes de la casa, en el piso bajo, aparecían embadurnadas de pintura de color parduzco, que saltaba de las piedras, y que dejaba a éstas como recubiertas por escamas.

Se entraba por el zaguán, y a mano izquierda estaba la taberna, a la que se bajaba por unos escalones; había en este sótano un ventanal de cristales pequeños y emplomados a la calle y una ventana enfrente a un patio; pero ni el ventanal ni la ventana daban luz bastante para que se viera con claridad en el interior.

Era la taberna grande y espaciosa, con un mostrador enorme, recubierto de cinc, con frascos, botellas de licores y damajuanas negras. Las paredes tenían un zócalo de madera y había varias mesas y bancos.

La taberna se continuaba por un corredor, al que iluminaba la ventana del patio. En este corredor había dos grandes filas de barricas.

Ochandabaratz, el amo de la taberna, era hombre de unos cincuenta años, grueso, un poco asmático, muy sentencioso, con aire reservado. Gastaba siempre camisa blanca, de gran cuello; blusa negra y boina grande. Su mujer era guapa y vistosa; sus dos hijas, muy bonitas; el criado Shanchín, vivo como un mono, y la muchacha Leonie, guapetona, rubia y apetitosa.

En la taberna había siempre gente, de día como de noche; al parecer, los géneros de Ochandabaratz tenían fama de exquisitos, y el vino y los licores de la taberna podían competir con los de los mejores hoteles de Bayona.

Una tarde lluviosa y de invierno estaban en la taberna de Ochandabaratz una porción de tipos, bastante extraños, formando animado grupo. Eran éstos el cochero de una funeraria, llamado Tapín; Benedicto, el campanero de la Catedral; un sepulturero jorobado, conocido por Patrich; el piloto Ibarneche, Bidagorry, el carbonero de la calle del Pont Traversant, que tenía una pierna de palo; el maestro de baile Cuyala, de la calle del Oeste, y tres chatarreros; Michú el de la Vieja Encina de la calle de Bourg Neuf; Larroque el de las Armas de Francia, del muelle de la Galuperie, y Portefaix, el de la Linda Fragata de la calle de Pontriques.

Los más señalados de estos tipos eran Patrich, por su joroba, y Bidagorry, por su pierna de palo; pero los otros tenían también carácter. Ibarneche, el piloto era alto, colorado, la cara ancha, con anteojos, la pipa en la boca; Cuyala, el maestro de baile, elegante, flaco, melenudo, pálido, con un levitín azul, con botones dorados, corbata roja y pantalón corto, lucía las pantorrillas; Michú gastaba sombrero de copa y gabán hasta los pies, y tenía cara de loro, picada de viruelas; Portefaix poseía unos ojos saltones, desvaídos, como dos huevos, y una cara de rana, entre sonriente y triste, y Larroque, que vestía con un abrigo harapiento y un casquete, tenía la cara llena de cicatrices, un ojo nublado, el otro, malicioso, verde gris, rojizo, lleno de inteligencia, de picardía y de desvergüenza.

Estos tres chatarreros, Michú, Larroque y Portefaix, solían ir a España con frecuencia a comprar hierro viejo, granadas y armas, y negociaban y cambalacheaban con Chipiteguy.

El sepulturero jorobado Patrich celebraba, según decía, a todo el que se le acercaba, dos acontecimientos transcendentales de su vida: uno, que le había tocado la lotería; el otro, que se le había muerto la mujer en San Juan Pie de Puerto.

Con tal motivo, Patrich se dedicaba a las más extrañas locuras y cantaba y bailaba alegremente. Patrich mostraba una gran alegría por la muerte de su mujer, y, sin embargo, había quien aseguraba que días antes le había visto llorando por el mismo motivo. En un bufón como él cualquier cosa era posible.

Mientras el grupo celebraba el jolgorio, se asomaron a la taberna el viejo Chipiteguy y el judío Moisés Panighettus, dueño de una trapería, próxima a la Puerta de Francia.

Patrich, el jorobado, se apresuró a saludar a Chipiteguy y a Panighettus; les contó el motivo de su fiesta y les invitó a sentarse.

Chipiteguy dijo que tenía que ir a una casa suya a cobrar las rentas.

—Sentarse, sentarse; no hay prisa—gritó el jorobado.

—¿Qué, viene usted a cobrar la casa?—preguntó Ochandabaratz a Chipiteguy.

—Sí.

—¿Ya pagan esos españoles?

—No hay más que uno o dos—contestó Chipiteguy.

—Ya pagarán—exclamó Patrich, el jorobado—. Todo el mundo paga al último; los unos con su moneda, los otros con su cuerpo. ¡Je! ¡Je! ¡Je! No hay que apurar a nadie. Vamos otra vez a cantar.

Cantaron todos a coro, en vascuence, la canción recogida por el doctor Larralde, de San Juan de Luz: "Errico festac biaramumiam" (El día siguiente de la fiesta), la copla que empieza pintando la escena de cuatro mujeres, tres solteronas y una viuda, que juegan al truque un día de fiesta en la calle de una aldea vasca, a la sombra, las cuatro un poco borrachas.

La cantaron de manera desigual, porque cada uno se marchaba por su lado y algunos no sabían vascuence.

Después, el piloto Ibarneche entonó, a media voz, algunas canciones románticas del mar:

Ichasua laño dago

Bayonaco alderaño.

Nic zu zaitut maitiago

choriyac beren umiac baño.

(El mar está cubierto de niebla hacia el lado de Bayona. Yo te quiero más que el pájaro a su crías.)

Santa Catalin aurrera

bischigutan azi dera.

Ondo irteten baguera

laster neria izango cera.

(Antes de Santa Catalina hemos empezado la pesca del besugo. Si salimos bien, pronto serás mía.)

Gure oroliz aita dago

laño bian gaberaño.

Nic zu zaitut maitiago

arraichuac ura baño.

(Nuestro recuerdo está erguido hasta debajo de la niebla. Yo te quiero más que los pececillos al agua.)

Ichasua urac aundi,

es tu ondoric agueri.

Pasaco nisaqueni andic

maitea icuzteagatic.

(En el mar de grandes olas, no se ve bien. Yo pasaría siempre por el mar para ver a mi amada.)

La especialidad de Ibarneche, además de sus canciones románticas, era el comer copiosamente. Había hecho el piloto muchas apuestas y las había ganado. Se había comido una vez un cordero con la mayor parte de los huesos. Para él, tragarse dos gallinas, dejando solo el pico, era un juego. Con el pico no podía; ante el pico se declaraba vencido. Había comido también una merluza y cuatro docenas de huevos en una comida.

En beber era más moderado; no llegó a pasar nunca de los cuarenta vasos de sidra en una tarde ni de los veinte de vino.

Mientras cantaba Ibarneche, Bidagorry, el carbonero, seguía el ritmo de la canción y ponía los ojos en blanco y la cara lánguida y triste. Esta acomodación rápida era la especialidad de Bidagorry.

Patrich, el sepulturero, poco partidario de cosas melancólicas—la melancolía no es para sepultureros, decía él—, se puso a cantar y a bailar unas coplas donostiarras de soldados con aire de fandango. Lo cómico, para los que las oían, era que Patrich no sabía vascuence y a veces decía una cosa por otra.

La canción era así:

¡Ay, Madalén, Madalén;

Madalén gajoa!

Bigarren batalloyan

daucazu majoa.

Chiquichua da baña,

mutico polita,

Cazadorietaco

cabo primeroa.

(¡Ay, Magdalena, Magdalena; pobre Magdalena! En el segundo batallón tienes tu majo. Es pequeño, pero guapo chico, y cabo primero de Cazadores.)

Bidagorry recalcó la intención de la copla, dando a su fisonomía un aire desvergonzado y alegre.

La canción, ya de por sí grotesca, cantada y bailada por Patrich, lo era más. Patrich, viejo, cojo, pequeño y jorobado, de cara audaz, barbas largas y blancas, los ojos redondos, negros y brillantes, ojos de lechuza, la nariz chata, la frente ancha y prominente y la calva hasta el cogote, tenía un aire socrático.

Patrich vestía macfarland negro y raído, sombrero de copa sucio y despeinado. Su atrevimiento y su impertinencia resultaban un tanto importunas. Era, además, un bufón antipático, porque con mucha facilidad, en medio de la broma, se molestaba o tomaba una actitud sentimental, de borracho, desagradable.

Después de los versos a Magdalena vinieron coplas dirigidas a algunos galanes, que tendrían en su tiempo gran cartel entre las criadas y costureras donostiarras:

Bata, García; eta

beztea, Domingo;

onezquero gauz onic

ez ditec eguingo.

Euscaldunac desaire,

oyequin amigo.

Berac deitzen ciyoten:

"Venga usted conmigo".

(El uno, García; el otro, Domingo; hasta ahora, seguramente, no habrán hecho cosa buena. A los vascongados, desaires, y con esos otros, amigas. Ellas mismas les decían: "Venga usted conmigo".)

Hay que suponer que estas damas que decían a los cabos primeros y a los sargentos: "Venga usted conmigo" no serían de la alta sociedad, ni aparecerían en el Almanaque de Gotha, aunque algunos demagogos suponen, quizá con poco respeto, y sobre todo con pocos datos personales, que son principalmente las damas empingorotadas, las del Almanaque de Gotha, las que tiene una inclinación a decir a los cabos primeros y a los sargentos: "Venga usted conmigo".

Esta cuestión es, sin duda alguna, difícil de resolver experimentalmente y la abandonamos para que la estudien los especialistas.

Patrich se cansó de su baile y de su canto y se sentó a beber un gran vaso de vino.

En tanto, uno de los chatarreros, que solía entrar con frecuencia en España, salmodió esta obra maestra híbrida vasco-castellana, también donostiarra;

Un militar le dice:

"Nere maite ederra,

solamente tu cara

ematen dit guerra".

Y ella contesta al punto:

"Ez bildurric izan

izan bear badezu

mi bravo capitán".

Damacho ederra, mozo valiente,

ella jostuna, él subteniente,

y ella le ha dicho milla bider

que le hacen falta bi charreter.

(Un militar le dice: "Amada hermosa, solamente tu cara me da a mí la guerra". Y ella contesta al punto: "No tenga usted miedo si tiene usted que ser mi bravo capitán". Bella damita, mozo valiente, ella costurera, él subteniente, y ella le ha dicho muchísimas veces que le hacen falta dos charreteras.)

El autor comprende que es un poco abusivo el poner tantas canciones insignificantes. A él le dicen algo, aunque a la mayoría de sus lectores, claro es, no le dicen nada. El autor es un individualista y las pone.

Uno de los traperos, medio ciego, sacó un caramillo de hoja de lata y se puso a tocar monótonamente la canción de Cadet Rouselle.

Después de esto, Patrich echó los pies por alto, se balanceó como una bailarina, lanzó ronquidos desvergonzados, puso la cabeza en el suelo, dió una vuelta y quedó sentado.

Poco después apareció Patrich, montando sobre unos zancos y andando en la taberna, casi tocando el techo. El enano jorobado se sentía así alto y poderoso.

El viejo Chipiteguy, que había permanecido durante todo el tiempo bebiendo y riendo, se citó para el día siguiente con Moisés Panighettus y se levantó para salir de la taberna de Ochandabaratz.

—¡Adiós, señores!—dijo.

—¡Eh, tío!—le gritó Patrich—. No se vaya usted; hay que cantar su canción.

La gente de la taberna no hizo mucho caso, y Patrich se incomodó.

Patrich era hombre violento e imperativo; obligaba a que se cantaran ciertas canciones y ponía el veto a otras que no le gustaban.

No parecía sino que tenía algún derecho especial para mandar en todo cuanto fuera musical y filarmónico en casa de Ochandabaratz.

Patrich se quitó los zancos e increpó a unos y a otros, imponiendo silencio con siseos y manotadas.

Cuando lo consiguió inició la canción de bravura de Chipiteguy y la cantaron a coro, a voz en grito:

Atera, atera,

trapua saltzera

eta burni zarra

chaponian.

Chipiteguy, riendo, saludó a todo el mundo y salió a la calle.

—¡Adiós, tío!—le volvió a decir Patrich.

Patrich solía bromear muchas veces llamando tío a Chipiteguy. La razón de este supuesto parentesco era la siguiente. Hacía ya muchos años, en los primeros tiempos del Imperio, vivían dos hermanas, muy guapas, las dos casadas, en la calle Pontriques. Ambas, con unanimidad extraña, engañaban a sus maridos. De una de ellas se decía que estaba enredada con Chipiteguy, y de la otra, que era la querida de un tal Lafón, vendedor de hierro.

El marido de la de Lafón, a quien llamaban Puteche, era un cínico, que se dedicaba a vivir de lo que traía su mujer.

—Buena boquilla—le decían los amigos.

—De Lafón—contestaba él sonriente.

—Hermosa cadena de reloj—le decía el otro.

—De Lafón—replicaba él.

—¡Qué bonito sombrero lleva usted!

—De Lafón.

Las dos hermanas, guapas y alegres, tuvieron por entonces dos chicos: Máximo Castegnaux, que se atribuyó a Chipiteguy, y Patricio Larroque (Patrich), que se atribuyó a Lafón.

Dado el estribillo de Puteche, naturalmente, se hizo este chiste fácil. Un amigo le había dicho, señalando al niño de la mujer de Puteche:

—¡Qué chico más guapo!

Y él había contestado:

—De Lafón.

La anécdota era falsa, porque ni el chico era guapo ni Puteche había dicho estas palabras.

No se sabe por qué, si es que Lafón daba poco dinero a su querida, o si es que ésta pretendía hacer economías; el caso fué que Puteche comenzó a notar que la comida en su casa se reducía hasta unos extremos inverosímiles. A pesar de su tranquilidad filosófica, un día Puteche ya saltó, y, cogiendo indignado un plato de acelgas y tirándolo por la ventana, dijo a su mujer:

—No tienes vergüenza. ¿Esta es una comida regular para un marido complaciente?

Como la irregularidad de la vida de las dos hermanas la conocían todas las comadres del barrio, los chicos Máximo y Patricio no lo ignoraban; y cuando los dos primeros reñían, el uno decía al otro: "¡Chipiteguy! ¡Chipiteguy!", y el otro le contestaba: "¡Lafón! ¡Lafón!" Los padres, por lo menos padres legales, se quedaban tan tranquilos al oirlo; no así las madres; a veces, a éstas les entraba una cólera furiosa al oír "¡Chipiteguy! ¡Chipiteguy! ¡Lafón! ¡Lafón!", y andaban con los muchachos a zapatazos. Cuando murió Lafón decía Puteche:

—Veinte años ha sido mi mujer la querida de Lafón y ese cochino no le ha dejado nada en su testamento.

Todo el mundo le tenía a Puteche por un cínico y por un sinvergüenza. Indudablemente, al hombre le producía risa la idea de ser un marido engañado y que lo que para otros es un motivo de tristeza y de vergüenza, para él fuera un motivo de chunga. Sin embargo, algún resquemor debía quedar en él, porque se dijo que, cuando se murió, se le acercó la mujer a la cabecera de la cama y él la dijo:

—Fuera p...

Max Castegnaux y Patricio Larroque, los dos primos que de chicos se echaban en cara su atribuída paternidad, llegaron a ser amigos.

Max Castegnaux fué gran calavera. Una de sus gracias consistía en decirle a Chipiteguy, cuando pasaba a su lado: "¡Adiós, padre!"

Max, después de varias locuras, sentó plaza y estuvo en Argelia, donde llegó a ser sargento.

Patrich, el jorobado, se hizo sepulturero y consideraba a Chipiteguy de la familia y le llamaba siempre tío.

Al marcharse de la taberna de Ochandabaratz, Patrich llamó a un violinista callejero y le hizo tocar; pero aburrió pronto a los reunidos.

—A ver tú, Patrich—dijo Ibarneche—; dinos algunos epitafios del cementerio.

—No, ahora no—replico el sepulturero.

—Sí, sí—gritaron todos.

—Bueno, pues allá va uno. Auténtico: el del niño Pedro Verrue: "Aquí yace el niño Pedro Verrue, de tres años y dos meses. Fué abnegado, discreto y justo. Su vida fué una larga cadena de sufrimientos, que soportó con entereza y resignación cristiana".

Todo el mundo se echó a reír.

—¡Otro, otro!—dijeron.

—El epitafio de la viuda de Routier, a quien conocimos todos por su genio agrio; también auténtico: "Aquí yace María Francisca Bachelin, viuda de Routier, muerta a la edad temprana de 79 años. Era un ángel. Sus hijos, hijos políticos y nietos depositan sobre su tumba esta corona por su virginal pureza".

—¡Otro, otro!

—"Aquí yace Juan Bautista Colardeau, muerto a los siete años y medio, de la escarlatina. Fué buen hijo, buen ciudadano y amante de su patria. Rogad por él".

Siguieron las risas en el público.

—¡Más, más!

—No, basta por hoy—dijo Patrich con su aire rotundo—. Uno para terminar, también auténtico: "Yace aquí Luis Bernardo Chevrau, fabricante de jabón y de vulneraria de los Alpes. Fué padre de familia modelo, sargento de la Guardia nacional y buen ciudadano. La humanidad doliente le debe la mejor vulneraria suiza, que la viuda sigue fabricando en Bayona, en la calle del Oeste, núm. 4".

Rieron de este último epitafio y Patrich no quiso continuar.

Las figuras de cera

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