Читать книгу Respiré y me hablaron las hormigas - Rafa Mota - Страница 9

Introducción

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Y un día, como si del fin del mundo se tratara, todo se derrumba.

Todo se rompe.

Todo se esfuma.

Todo se apaga.

Tan oscuro se queda todo, que no hay palabras para expresar el terror que uno siente en esos momentos, cuando las circunstancias te desgarran, te muelen y te vapulean. Desde la perspectiva que dan el tiempo y la distancia, si ahora lo tuviera que explicar, teniendo en cuenta lo luchador y lo controlador que yo he sido, TODO fue demoledor.

No ocurrió de la noche a la mañana, sino poco a poco, en silencio. Lentamente, sin que me enterara, como aquel veneno que te va intoxicando y te va matando sin que lo sepas.

Día tras día.

En algo más de tres años, casi cuatro, mientras yo seguía viviendo como si nada ocurriera, escondiéndome de lo que ya estaba sucediendo, me fui hundiendo. Huyendo de mi realidad, fui cavando mi propia tumba.

Mientras negaba mis MIEDOS y mi dolor -por MIEDO precisamente a sentirlos-, aguantando lo inaguantable, sin pedir ayuda -por MIEDO a aceptar mi vulnerabilidad y a que los demás pensaran que no era lo suficientemente fuerte-, después del mayor error de cálculo de mi historia con una inversión que me llevó a una quiebra millonaria, mi vida estalló en mil pedazos.

Se desmontó como nunca hubiese imaginado.

O sí.

Imaginar, sí lo había imaginado.

Durante esos tres años de dolorosa e imparable caída en los que estuve intentando aparentar una normalidad que ya no existía por ninguna parte, viví muchas pesadillas e imaginé todo lo imaginable.

Cuando me acostaba, muerto de MIEDO por la dimensión que la situación estaba tomando, lo imaginaba.

Cuando me comían terroríficos pensamientos que me nublaban la visión hasta perder el control sobre mí y llegar a desmayarme, lo imaginaba.

Cuando me despertaba a medianoche sudando, con taquicardias por las deudas que se iban amontonando, lo imaginaba.

Cuando me llamaban del banco a todas horas porque se estaban atrasando las cuotas de los préstamos, sabiendo que iba a perder el patrimonio familiar, lo imaginaba.

Cuando me daban palmaditas en la espalda, felicitándome por lo valiente que había sido al ampliar el negocio en plena crisis y yo, roto por la situación, sonreía mintiendo para no demostrar públicamente mi inminente hundimiento, lo imaginaba.

Cuando agobiado por la presión y la angustia, me escapaba a cualquier sitio con tal de no llegar al despacho y ver los números rojos de la cuenta corriente, lo imaginaba.

Cuando me iba al parque a escondidas a llorar de desesperación pensando en la que se me venía encima, lo imaginaba.

Cuando me culpaba, noche tras noche, y mi mente se cebaba contra mí, por el error tan garrafal que había cometido, lo imaginaba.

Cuando con cuarenta y cuatro años, me veía sin futuro, sin un euro, sin casa y en la calle, lo imaginaba.

Sí, la verdad, es que lo imaginé todo muchas veces.

Imaginé que me iba a la quiebra.

Imaginé que fallaba.

Que me quedaba sin dinero.

Que decepcionaba a todos.

Que me abandonaban.

Que me quedaba solo.

Que por mi culpa todo se derrumbaba.

Y que me moría de dolor.

Sí, sí que lo llegué a imaginar.

Muchas veces.

A lo largo de aquellos tres años, lo imaginé todo.

Y también a lo largo de toda mi vida, por qué no decirlo.

Siempre de una forma u otra, aún con los negocios en pleno rendimiento y nadando en la “abundancia”, lo imaginé.

En silencio.

Siempre en silencio.

Sin decírselo a nadie.

Para que no creyeran que tenía MIEDO.

Para que creyeran que era fuerte.

Para que creyeran que era un valiente.

Pero a pesar de todos mis esfuerzos, había algo, una “masa” oscura, una bola pesada, que siempre estuvo ahí.

En mi cuerpo.

Oculta, escondida…que, cuando las cosas iban “mal”, aparecía.

La bola eran mis mayores terrores: perderlo todo, quedarme solo, sin dinero, no ser nadie y, el mayor de todos, volverme loco. Descontrolarme de tal manera que no pudiera volver a encontrarme nunca más.

Así que sí, siempre lo imaginé.

Y la VIDA, tan sabia ella, lo hizo realidad.

Acabó cumpliéndose la profecía y mis terrores cobraron vida.

Como en la fábula del lobo - “que viene el lobo”-. El lobo vino y me comió.

A la quiebra me fui y entré de lleno en mi profunda oscuridad.

Traspasé una puerta que, con los años, ha resultado ser una puerta a una dimensión desconocida.

Al cruzarla me di cuenta de una cosa, -entre otras muchas, cientos, que te iré contando a lo largo de este libro-; quizá de todas, la más importante:

Que todo lo que había creído y creado mi mente era una farsa para calmar el dolor más profundo que había en mí. Y esa farsa, con los años, acabó secuestrándome la VIDA.

Tenía tantísimo MIEDO escondido, del que ni siquiera era consciente, que me pasé la vida corriendo sin saber ni hacia dónde ni por qué. Solo corría.

Tenía tantísimo MIEDO a que no me amaran, que me pasé la vida “buscando” sin saber ni el motivo ni para qué. Solo buscaba que me “amaran”.

Tenía tantísimo MIEDO a que no me aceptaran, que me pasé la vida demostrando que era el mejor sin saber ni el motivo ni para qué. Solo quería ser “el mejor”.

Tenía tantísimo MIEDO a no ser reconocido que me pasé la vida luchando por el éxito sin saber ni el motivo ni para qué. Solo quería tener éxito y “ganar”.

Me pasé toda la vida intentando ser “bueno”, salvando a los demás, contándome la historia de que ellos eran los que me necesitaban, cuando en realidad, era yo el necesitado de amor y aceptación. “Ayudaba” para que me ayudaran. Para que me aceptaran. Para que me amaran. Para que me salvaran. Y lo peor, es que nunca me di cuenta. La mente me contaba “historias” y me las creía. Lo que me llevaba una y otra vez a tropezar con la misma piedra.

Me pasé toda la vida “haciendo cosas” para no sentir la tristeza, el vacío y el dolor que habitaban en mi interior.

Me pasé toda la vida huyendo del fracaso y la vulnerabilidad para no tener que vivir mi oscuridad.

Ahora soy consciente de que en la VIDA no existe el fracaso. Ni lo “malo”. Ni lo “bueno”. Solo son etiquetas, “ideas” que hemos inventado los humanos. Ahora sé que una cosa es la VIDA y otra es lo que “creemos” que debe ser la VIDA. Lo doloroso es no darse cuenta de que vivimos en lo que creemos. Eso sí que es “malo”, porque te ancla para siempre en el sufrimiento.

El fracaso es una experiencia maravillosa si se sabe descifrar. El error es necesario. Sin él, no hay evolución. El “fracaso” y la ruptura vital me han traído hasta aquí. He tenido la oportunidad de cambiar la percepción de mí mismo y de la VIDA gracia a ello. Y el cambio me ha conducido a la transformación.

Lo que duele no es fracasar. Lo que duele es la percepción distorsionada que los humanos tenemos del “fracaso”, de la “ruptura” y de lo “malo”. No duele la VIDA. Duele que la juzgamos desde una visión muy limitada, que nos culpamos, que nos negamos a sentirla y que, por MIEDO, renunciamos a experimentarla en toda su profundidad. Duele la ignorancia. Y así no es posible, de ninguna manera, VIVIR en paz.

Desde el origen de los tiempos, hemos estado buscando caminos espirituales - “recetas” a poder ser rápidas y mágicas- que sirvan para calmar el MIEDO, el dolor y el sufrimiento en nuestra, en muchos casos, aburrida y frustrada existencia terrenal, sin darnos cuenta de que la única “receta” para conseguirlo es VIVIR la VIDA a tiempo real, en el momento presente.

Estamos continuamente escapando de la VIDA, intentando “controlarla” y viviendo en un mundo de ideas y pensamientos que no sabemos ya ni de quién son ni de dónde vienen.

Escapamos de la VIDA, bloqueando las emociones o dejándonos arrastrar por ellas. Evadiéndonos en las expectativas de un futuro mejor o regodeándonos en las memorias de un pasado doloroso. Negándonos a entrar en nosotros mismos y resistiéndonos a sentir nuestra propia vulnerabilidad. Y, a la vista está, que todavía no hemos conseguido vivir en paz.

De tanto escapar del presente y de nosotros mismos, hemos acabado quemándonos en el infierno. Tan grandes son las llamas, que incluso hemos creado oficialmente el síndrome “burn out”. “Estar quemados”. Tanto lo estamos, que según la OMS en el 2020 habrá habido más de 300 millones de depresiones en el mundo, 250 millones de cuadros de ansiedad y cerca de 1 millón de suicidios. Además, en el 2020, un virus nos empezó a asfixiar.

Cuando, con todo nuestro potencial, al aparecer la adversidad, la pérdida y la incertidumbre, éstas se nos llevan por delante y nos enajenamos, es que algo no estaremos haciendo “bien”. O ni “bien” ni “mal”. Solo que ahora es el momento de dar un salto evolutivo.

Y es que hasta hoy hemos aprendido a vivir “hacia afuera”, pensando, corriendo, discutiendo, peleando, luchando, buscando… Lo hemos hecho, quizás, por MIEDO a lo desconocido. Por MIEDO al dolor. Por MIEDO a sentir. Por MIEDO a la incertidumbre. Por MIEDO a dejar de ser quienes “creemos” que somos y por MIEDO a SER lo que realmente somos.

Sea por lo que sea, nosotros “erre que erre”. Seguimos luchando. Seguimos discutiendo. Seguimos compitiendo. Seguimos batallando. Seguimos negándonos. Seguimos matándonos. Seguimos desgastándonos, buscando aquel “algo” que llene nuestro vacío existencial.

Buscamos la paz en el exterior desde la guerra que vivimos en el interior.

Mi guerra interior fue pasarme toda la vida buscando aquel “no sé qué”, aquel “no sé quién”, aquel “no sé cuándo” o aquel “no sé cómo” que llenara mi vacío y calmara mi dolor. Buscando “aquello” que me hiciera “feliz”. Buscando algo -lo que fuera- que me permitiera vivir en paz y dejar de buscar para siempre.

Busqué en el trabajo.

Busqué en el dinero.

Busqué en los negocios.

Busqué en el emprendimiento.

Busqué en el lujo.

Busqué en las relaciones sociales.

Busqué en el amor.

Busqué en la diversión.

Busqué en las fiestas.

Busqué en las mujeres.

Busque en los hombres.

Busqué en los libros.

Busqué en el conocimiento.

Busqué en cursos y talleres.

Busqué en todos los lugares.

Busqué, busqué y busqué y cuando parecía que lo tenía, se me esfumaba entre los dedos.

Cuando parecía que se me “llenaba” la vida, por una razón o por otra, se me volvía a quedar vacía.

Aquel “no sé qué” nunca apareció.

Aparecía algún “alguien”.

Aparecía algún “algo”.

Algún negocio.

Algún proyecto.

Algún amor.

Algún romance.

Algún sueño.

Alguna pasión.

Alguna esperanza que parecía saciar mis ansias de paz y felicidad.

Pero siempre eran “apariciones” temporales, pasajeras.

Cuando conseguía “aquello” -el objeto de deseo-, que era lo que me tenía que llenar la VIDA, comprobaba que no: “esto no es, ha de ser otra cosa”, y me volvía a desilusionar.

Una y otra vez rebrotaba esa sensación de vacío, de insatisfacción existencial y de aburrimiento con la VIDA que me generaba malestar y me cabreaba continuamente.

Sea como fuere, la paz, la tranquilidad y la felicidad entendidas como algo permanente e inmutable, nunca aparecieron.

Ahora lo sé.

Buscaba “algo” que me devolviera la VIDA que yo mismo, sin darme cuenta, me había negado, “algo” que me sedara del dolor de la desconexión.

Ahora lo sé.

Huía de ese dolor tan inmenso que había en mí.

Huía de mí.

¡Qué paradoja!

¡Le tenía MIEDO a la VIDA!

Cuando quebró mi empresa, quebró mi vida y me quebré yo. Los MIEDOS -en todas sus formas-, vinieron de golpe y todos juntos, con una fuerza descomunal, para que no se me ocurriera huir, como había hecho tantas otras veces en mi vida.

Me partí en mil pedazos.

Me hundí.

Mi mundo y mi identidad quedaron hechos trizas.

Mi vida quedó hecha un desierto.

Aquella inversión millonaria y equivocada, allá por el 2009, fue el “error” que precipitó todos los acontecimientos.

Aquí, empezó todo. Con un fracaso.

Desde que tomé la decisión equivocada hasta que he llegado a este libro, han pasado diez años.

Diez años a los que hay que añadir los cuarenta anteriores.

Cuarenta años de ceguera, cinco de travesía entre tinieblas y cinco de remontada -con algunas recaídas-.

Total, cincuenta años para diluirme como personaje y descubrirme como VIDA.

Cincuenta años para darme cuenta de que aquello que había estado buscando fuera, no estaba fuera. Estaba dentro. Estaba en mí.

Cincuenta años para darme cuenta de mi ignorancia.

Cincuenta años para DESPERTAR.

En este libro, te ofrezco abiertamente todos estos años. Te ofrezco mi camino y mi experiencia de vida, lo más valioso que puedo transmitirte. Es un viaje desde lo superficial a lo profundo de mi ser.

Estos últimos diez años, de forma gradual y escalonada, me han servido para ir cambiando radicalmente mi percepción del mundo, de los humanos y de la VIDA misma. He aprendido a desarmar las mentiras que me cuento y así, este libro está alejado de recetas mágicas para el éxito, de peldaños para subir a alguna cima, de fórmulas para ser estupendos y estupendas, de secretos para tener una vida plena, promesas que, a la larga, nos llevan de vuelta a la frustración.

Este libro es “mi viaje”, íntimo y personal. Con él, quiero transmitirte que, aunque conlleva tiempo, dedicación, atención y mucho entrenamiento, es posible aceptar la VIDA tal y como es. Es posible sufrir cada vez menos. Es posible VIVIR en paz, aun a pesar de que haya guerra a tu alrededor. Y, aunque las estructuras aprendidas por la mente lo nieguen una y otra vez, es posible, aún a pesar de ellas, conseguir una transformación profunda y asombrosa, recuperando la inocencia, la espontaneidad y la MAGIA que hay en ti.

Es una historia escrita sin adornos. Sin maquillajes. Sin cuentos. Sin mentiras. Sin artificios.

Es una historia sincera y honesta.

Una historia a corazón abierto.

Respiré y me hablaron las hormigas

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