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Capítulo V
Fini

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No es extraño que fuera a Fini a quien le mostrara mis primeros garabatos literarios. Mi madre llegó a trabajar de sirvienta en mil novecientos noventa a la casa de Fini, porque su título de maestra de Nicaragua no le servía de nada en este país. Era una mujer mayor que vivía en San Rafael de Escazú, de la clase alta de Costa Rica. Sus hijos ya estaban grandes y eran exitosos, una hija empresaria, un hijo artista que vivía en Londres y sus dos hijos menores, empresarios también, uno de ellos uno de los mejores jugadores de golf de Centroamérica, Álvaro, quien era de todos mi favorito. Mi mamá llegó a esa casa para ayudar a Fini con la limpieza y también para acompañarla ahora que ya estaba vieja. Fini era una mujer alegre, muy espontánea, amaba la vida social y en ese momento estaba viviendo una vez más la ilusión del amor.

La casa era muy grande, tenía un olor a madera que nunca olvidaré, muchos muebles, adornos de porcelana, recuerdos de viajes y cuadros que ella o su hijo habían pintado. Los closets estaban llenos de trofeos de golf que mi mamá ya no sabía dónde meter, la cocina siempre olía a macadamia y galletas finas. Toda la casa estaba rodeada de jardines. En una casita que estaba en el jardín principal, Fini tenía todas sus pinturas, marcos y objetos de barro o vidrio donde pintaba flores, aves y atardeceres. Mi mamá y yo dormíamos en un pequeño cuarto que tenía su baño y su televisor. Estaba en medio de la casa dando a un pequeño patio interno donde se tendía la ropa, a la par de la cocina, que estaba totalmente aislada del resto de la casa. Teníamos «nuestra propia vajilla», me decía mi mamá, porque lo primero que hizo Fini cuando la contrató fue darnos un juego de plato, vaso, tenedor, cuchillo y cuchara para cada una, y teníamos prohibido usar los cubiertos que usaban los demás.

En las fotos de mi niñez, yo aparezco en esa gran casa, en medio de la sala con muebles y alfombras finas, en el jardín junto a un caballito de madera, en la cama de la patrona, donde ella, rubia y con un cigarro en la mano, habla por teléfono mientras me mira a mí, y yo veo a la cámara; en el cuarto de Álvaro, rodeada de cientos de pelotas de golf, o en su cama dormida sobre su ropa, y hay una foto en el pequeño cuarto donde dormía con mi mamá, mientras ella duerme y yo estoy despierta viendo a la cámara. Casi todas esas fotografías me las hizo Álvaro.

En la casa había tres recámaras, al entrar al pasillo el primer cuarto era el suyo. Recuerdo que cuando Álvaro estaba en la casa, yo me asomaba por el pasillo y pasaba corriendo, porque parecía que siempre me escuchaba venir y salía de pronto del cuarto pegando gritos para asustarme. El segundo cuarto era el de Luis, que me generaba todo lo contrario a Álvaro, sabía que cuando pasaba por ese cuarto tenía que hacerlo casi de puntillas, porque Luis era muy serio, y siempre me provocaba la sensación de que yo estaba haciendo algo malo o que no debía estar ahí. El último cuarto, mi favorito, era el de Fini, porque era muy amplio, tenía una cama gigante y un televisor en el cual podía ver caricaturas junto con ella.

Ahí vivimos como tres años. Mi mamá no perdió el tiempo y por las noches llevó clases en una universidad privada en donde le reconocieron varios cursos y al final se graduó. Después, dejamos de vivir en la casa de Fini y empezamos a viajar todos los días solo para ir a trabajar. Mi mamá me contó que Fini le reclamó que ella decidiera irse de la casa, le dijo que no entendía por qué, puesto que ahí nosotras teníamos todo.

Tampoco recuerdo el momento en que mi madre dejó de trabajar en esa casa, y pasó a la panadería donde trabajaba mi papá, pero a lo largo de los años seguimos visitándola, e incluso yo me iba a pasar las vacaciones de medio año con ella. Las primeras veces dormía con Fini, me sentía muy amada por ella y me gustaba estar en aquella casa grande, que no estaba llena de polvo como mi casa de esos tiempos, que tenía los pisos alfombrados, que tenía agua caliente para bañarme y me encantaba que siempre me daban cosas muy ricas para comer. Después, a pesar de que Fini conservaba intactas las recamaras de Luis y Álvaro, en una de esas vacaciones me dejó dormir en una de ellas, y yo elegí la de Álvaro.

Recuerdo cómo volvía a mi casa, con toda aquella ilusión de haber vivido dos semanas con Fini, extasiada de todas las comodidades y aventuras que vivíamos juntas, ir en su carro a diferentes lugares de Santa Ana y Escazú, pasando por casas que me parecían increíbles o centros comerciales donde me enamoraba de todo lo que veía; su cajón en el mueble de noche, lleno de chocolates que yo podía comer, y todas las monedas de veinte colones que me regalaba. Para mí, Fini era increíble y yo quería ser como ella, quería aprender a pintar, a hablar en inglés y a escribir a máquina.

Seguramente, yo tenía mareada a mi mamá con toda esa ilusión que Fini me causaba. Un día me miró y me dijo que no creyera que Fini era tan buena como aparentaba, y que en el fondo era una mujer egoísta. Yo me quedé muy asustada, y probablemente mi mamá se percató de eso, entonces suavizando su tono me contó que cuando ella trabajaba ahí y Álvaro acababa de empezar a trabajar en una empresa, el día que él recibió su primer salario llegó muy alegre a la casa a contarle a mi mamá y decidió regalarle a ella cincuenta dólares, pero luego escuchó cómo Fini le reclamaba el haberle regalado ese dinero.

Es verdad que siempre me sentí diferente a Fini y todo lo que representaba para mí. Sabía que éramos distintas, yo nunca me sentí del todo libre dentro de esa casa, y conforme crecía sentí que debía andar de puntitas, ya no solo frente al cuarto de Luis. No podría explicar esa ambivalencia, una mezcla entre mucha felicidad y recelo en todo lo que hacía. Creo que la última vez que pasé las vacaciones en la casa de Fini fue cuando tenía once años. Todo fue increíble, justo como yo siempre lo esperaba. Como yo estaba más grande, nos dedicamos a pintar cuadros, cajas de madera, botellas y objetos de barro con flores, aves y atardeceres en la playa. Ya en la casa teníamos una gran colección de estos objetos que Fini nos regalaba cada vez que la visitábamos; de hecho, el primer regalo del día de la madre de mi mamá fue una pequeña vasija de barro pintada por Fini. Todo había sido tan lindo, que le enseñé un pequeño poema que había escrito. Era para mi mamá en el día de la madre, y me habían dicho que lo iban a poner en el periódico mural de mi clase. Se me quedó viendo, me acarició la cabeza y siguió pintando un guacamayo azul que tenía al frente en un bastidor. No me dijo nada, pero yo sentí que le había gustado.

Esa semana coincidió con el regreso por unos días de Luis. Me sentía muy incómoda y temerosa de él. Me encontró durmiendo en la habitación de su hermano y yo siempre había tenido la impresión de que mi presencia ahí no le agradaba. En un día de tantos, cuando terminamos Fini y yo tres cuadros que pintamos juntas, Fini estaba tan emocionada que agarró los cuadros y se fue junto conmigo al cuarto de Luis a enseñárselos. Nos recibió con desánimo, pero fingió que le interesaban, y Fini seguramente para hacer una gracia que me hiciera feliz le dijo que yo estaba vendiendo mis pinturas en dos mil colones, a lo cual Luis le respondió algo a ella en inglés y yo noté que Fini se puso muy incómoda y ambos se pusieron a discutir en inglés frente a mí.

Todavía me recorren escalofríos por el cuerpo y siento cómo se me hace un puño el corazón cuando recuerdo ese momento. Me sentí tan avergonzada y humillada, y me quedé ahí totalmente paralizada en medio de dos personas que me parecieron en ese momento tan extrañas, sin poder entender nada. Eso fue como un miércoles, y sufrí mucho toda la semana deseando que llegara el domingo para que mi mamá me sacara de ahí. Decidí nunca más quedarme en esa casa. En los años siguientes solo íbamos a visitar a Fini por unas horas y siempre me sentía aliviada cuando mi mamá preguntaba por Luis o por Álvaro y Fini le decía que estaban fuera del país.

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