Читать книгу Polen en el viento - Rafael Cuevas Molina - Страница 7
Capítulo II
Es lo que nos toca
ОглавлениеA mí me toca doble, tratar de que me den alguna noticia de mi papá, que tenga que decir bajito de dónde es para que no oigan los que me rodean, y lidiar con mi mamá, que antes era más aguantadora, tal vez porque era más joven, o porque todas las responsabilidades caían sobre ella y tenía que hacerse la fuerte y sacar ímpetus de a saber dónde para mantener la casa caminando, con nosotros chiquitos, en medio de las apretazones de plata y el caos que nos rodeaba.
Ahora se le va notando la angustia en el cuerpo, cada día más flaca y demacrada, haciendo esfuerzos para concentrarse y seguir dando sus clases. Siempre ha sido luchadora, pero ahora como que la veo cansada. Es que los años no pasan en vano. La recuerdo cuando regresaba sudada y con los pelos alborotados al atardecer allá en Managua, después de un día completo dando clases, de tener que lidiar con ese montón de salvajes, como decía ella, que le agotaban la paciencia y las fuerzas. Gracias a Dios que teníamos a la abuela, que se encargaba por lo menos de cocinar y medio poner la casa en orden, mientras nosotros íbamos a la escuela que quedaba a la vuelta de la esquina. Ya en ese tiempo agradecía ser maestra, tener una profesión que le permitía mantenernos, aunque fuera pegados al palo, como repetía siempre, pero mejor que la mayoría de la gente, y con mi papá vivo, aunque solo se apareciera cuando le daban permiso para venir a Managua y dejar por unos días de andar brincando por el monte.
A él no le gustaba que ella trabajara de maestra porque se sentía incómodo. Cada vez que llegaba, después de la alegría del encuentro, los oía por la noche discutir en voz baja en su cuarto. «¿No ves que con los cinco mil sandinos que yo gano y lo tuyo apenas si nos alcanza con los gastos de todos los muchachitos?», le decía ella. Se la pasaban hablando por horas, él insistiéndole y ella resistiéndose, hasta que ya de madrugada dejaban de hablar y solo se oían los suspiros.
Igual que antes, se sigue sintiendo privilegiada: «Tenemos para comer –dice– no nos falta nada», y hasta hace paquetitos con cosas de lo poco que tenemos para darle a los vecinos, sobre todo a los viejos, que se la pasan esperando las ayudas del gobierno que les han ofrecido, pero nunca les llegan. Trabaja incansablemente, desde que abre los ojos hasta que se va a dormir bien tarde, sin haber parado un minuto, tratando de tener noticias de mi papá y batallando con la computadora y sus clases, que nunca había dado por internet, aprendiendo los programas y tratando de acostumbrarse mientras la directora le manda correos amenazándola con que la puede despedir, que los padres no quieren pagar, que piden más horas de clase, que el colegio no tiene para mantener los salarios.
Lee los correos y se lamenta. Responde escogiendo las palabras para no demostrar la angustia que siente, para no decir algo que pueda molestar a la directora y sepa que está trabajando al tope. A veces me dicta los mensajes mientras cocina. Pica la verdura y piensa, corrige o me pide opinión sobre cómo se oye una palabra o una frase. A las de preescolar ya les redujeron el salario porque los papás dicen que lo que necesitan es alguien que les cuide a los niños y que las maestras están de vagas. Las muchachas la llaman para contarle, le piden que hable con la directora porque, según creen, ella es su mano derecha, la más antigua en el colegio, y la directora se apoya en ella. Pero mi mamá dice que eso no es cierto, que ella está en alitas de cucaracha como todas.
«Es lo que nos toca», dice mientras se seca las manos con el delantal y se viene a leer lo que he escrito. «¡Ay no,quitá eso!», exclama señalando con el dedo algo en la pantalla. Se pone y se quita los lentes para leer, mientras mira las noticias del medio día y la conferencia de prensa, en donde espera con ansiedad que digan algo que la pueda orientar sobre la suerte de mi papá. «¡Ay, Dios mío!» musita bajito, mientras mi hermano Darío le dice que deje de quejarse, que de seguro el gordo está bien, como le dice él a mi papá, haciéndose el indiferente, que ya pronto estará en casa y que de seguro no nos dicen nada porque ya deben estar «por soltarlo».
Darío sufre, como nosotras, pero no lo demuestra. Parece una piedra sin sentimientos, pero yo, que lo conozco bien, sé que está muy angustiado. Cuando era niño corría a refugiarse entre las faldas de la abuela y lloraba desconsoladamente por cualquier cosa. «¡No seás llorón!», le decía mi papá, y le daba un par de nalgadas, según él para que llorara por algo, mientras Dariíto berreaba «como chancho al matadero», decía mi papá.
Ahora se la pasa pegado al celular mientras espera que esté el almuerzo, aparentando indiferencia a todo lo que pasa a su alrededor, mientras espera el mensaje que le avise que hay un cliente de Uber que lo necesita.