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Capítulo III
Dariíto

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Darío parece indiferente y osco a nuestras penurias, como si estuviera en otro mundo y nosotras fuéramos gallinas cluecas, como nos dice a veces. Pero yo no puedo enojarme con él, porque sé que su actitud no es más que una coraza. Cada vez que hace alguno de sus desplantes lo recuerdo la noche en que mis papás decidieron traernos para Costa Rica, a donde ellos se habían marchado dos años antes.

Nos habíamos quedado con la abuela en la casita de Managua, solo hablando de vez en cuando con ellos cuando íbamos a la casa de un vecino que tenía teléfono, y recibíamos una llamada previamente convenida. Darío nunca quiso hablar con ellos, por más que le insistíamos y la abuela le pegaba el auricular a la oreja mientras él se retorcía como si le hubieran arrimado un hierro caliente. «Es tu mama, solo quiere saludarte», le decía la abuela, mientras él gritaba, enfurruñado, pataleando y tratando de zafarse de sus manos. Lo llevábamos a rastras, y había que sostenerlo, a veces entre dos, para que no se fuera corriendo, mientras esperábamos la llamada, que cuando llegaba teníamos que hacerla frente a la mirada atenta de los vecinos, que a veces hasta intervenían en la conversación, haciendo precisiones o comentarios de lo que decíamos.

Dariíto se iba corriendo y se escondía, teníamos que buscarlo por horas en todo el vecindario: «¡Dariíto, Dariíto!», salíamos a buscarlo, y nadie nos daba razón de él. Luego aparecía enojado cuando era hora de comer, con la mirada perdida en el suelo y sin que hubiera forma de sacarle una palabra, menos cuando le pedíamos razones por su comportamiento. No reaccionaba cuando le decíamos que sus papás lo querían mucho y le dábamos todos los argumentos de por qué estaban lejos. Yo también la estaba pasando mal. Me enfermé de un riñón y mi abuela decía que era de la pena que tenía por no ver a mis papás. Me dolía la cintura, no podía orinar, me quejaba por las noches y mi abuela se levantaba a ponerme paños tibios. No hubo médico que diera con el mal que tenía y no era inventado, yo lo sentía y me torturaba, pero también es cierto que me desapareció como por encanto cuando, por fin, vi a mi mamá.

La noticia de que pronto los veríamos llegó por el teléfono de los vecinos. Lo recuerdo muy vagamente, como si fuera una película antigua sin sonido y en blanco y negro. A mi abuela recibiendo las instrucciones que le daban, la ida a recoger el dinero que mandaban para nuestro traslado a la casa de alguien que había llegado de Costa Rica, y los preparativos del día anterior: poner nuestra ropa en un maletín que había usado mi papá cuando se iba para los BLI, los abrazos de mi abuela y los ruegos de que no la olvidáramos, sus besos y la forma como acariciaba la frente de Darío mientras le acomodaba el pelo que siempre le caía hacia la frente.

Estaba nerviosa, aunque creo que más que nerviosa, molesta, en desacuerdo con la forma como nos iban a trasladar. Yo apenas si recuerdo la noche de la partida. Nos mandaron en un compartimiento que tenía un camión en el cabezal, atrás del chofer, en donde había una especie de cama. Lo vi antes de subir, cuando mi abuela me asomó por la puerta abierta para mostrármelo, según ella para tranquilizarme, porque seguramente yo debo de haber estado alterada, y luego no recuerdo más hasta que abrí los ojos y estaba en los brazos de mi mamá besándome y abrazándome. No lograba entender por qué estaba aturdida, me dolía la cabeza y no sabía en donde estaba. Solo recuerdo que estábamos en algún barrio de los alrededores de San José, tal vez en Aserrí o algo así, porque lo primero que vi fueron las luces de la ciudad allá abajo y la cara de una señora que al inicio no reconocí, que me veía con ansiedad y me besaba y estrujaba, hasta que caí en cuenta que era mi mamá.

Ya Dariíto estaba despierto, pasándose las manos por la cara para despabilarse y abrazando el cuello de mi papá, que lo tenía cargado. Desde ese preciso momento volvió a estar alegre, a correr alrededor de todos, pero le quedó algo en su forma de ser que reconozco cuando lo veo serio sentado a la mesa, diciéndonos gallinas cluecas y haciéndose el desentendido por la salud de mi papá. Para mí, Darío sigue siendo mi hermanito, al que tengo que proteger y entender cuando se enoja, cuando se encierra en sí mismo, se pone serio, ve para el piso, deja de hablar, no responde a ninguna pregunta que se le haga y se desaparece como cuando se nos perdía en el barrio La Giralda, allá en Managua.

Ahora ya no me preocupo porque sé que en un rato aparece por ahí, pegado a la pared viendo para el suelo como si fuera un niño, aunque ya es un mamulón que me lleva dos cabezas, tiene una novia con la que dice que se va a casar y anda de arriba para abajo haciendo Uber con un carro alquilado.

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