Читать книгу Polen en el viento - Rafael Cuevas Molina - Страница 11
Capítulo VI
Nicaragua
ОглавлениеCuando era niña, en las vacaciones teníamos la dicha de irnos a pasear a Nicaragua y ver a mi abuela, a mis tías y al montón de primos y primas. La primera vez iba en el bus con mi mamá y mi papá, porque Darío nunca quiso venir con nosotros, y cuando estábamos en la frontera ella me dijo que habíamos llegado a Nicaragua, y yo me sentí muy confundida porque todo el viaje había estado viendo por la ventana y pensaba que todo eso que veía era Nicaragua. Era lindo no solo la aventura del viaje sino también ir de hija única, llegar a Peñas Blancas, bajarnos del autobús y empezar a comer todas esas comidas que a mis papás les encantaban, que vendían a la orilla de la carretera y que a mí me daban diarrea inmediatamente, pero que también me gustaban mucho. Sentir el calor, los gritos de las mujeres ofreciendo su comida, la de los vendedores ambulantes, de los que cambiaban dinero, y ver a los guardias uniformados y con su fusil al hombro, algo a lo que ya me había desacostumbrado, me daba la impresión de fiesta, de alegría y de vida. Era una mezcla de recuerdos y novedad, como volver a una normalidad anormal. No sé cómo decirlo. Me sentía volviendo a lo conocido, a lo que nadie tenía que explicarme, en donde sabía cómo actuar o qué decir, pero que ya no podía ver como natural porque había conocido otra cosa y, aunque me había costado mucho adaptarme, entonces me daba cuenta que ya me había cambiado.
Era un lugar de muchas ambivalencias y silencios. Cuando estaba allá me causaba mucha ilusión sentirme acompañada, cómo me abraza mi abuela, ver la alegría de la gente, su entrega y sinceridad que arrasaba con todo lo malo. Había como una fuerza volcánica, que a veces todavía siento dentro de mí como algo que me ha permitido sostenerme. Y a la vez, cuando estaba allá entre tanto bullicio, alegría y locura, sentía la necesidad de volver a Costa Rica, al silencio y la soledad en donde me sentía segura.
Desde muy niña no logro ser del todo de Costa Rica, pero tampoco de Nicaragua, y comprendí que cuando mis compañeros hablaban con acento nicaragüense los otros se burlaban, así que yo nunca mencionaba que era nicaragüense o que pasaba las vacaciones allá. También vi que mis palabras, gestos y mi acento eran considerados violentos o groseros por las mamás de mis amigas de la escuela, y siempre había el peso de ser una posible mala influencia para sus hijas; y me miraban feo porque era buena estudiante, porque Darío y yo siempre fuimos buenos en los estudios, y cómo no iba a ser así, si mi mamá es maestra; pero también, en Nicaragua, mi abuela me decía: «se me volvió modosita mi princesa», así que también allá me hacían a un lado, era como un bicho raro que cuando me acercaba a donde estaban conversando mis tías y mis primas se hacía el silencio, dejaban de cuchichear y de reírse y se me quedaban viendo; era demasiado silenciosa para tener una conversación divertida, demasiado delicada para subirme a una árbol o tener el valor de tirarme a una poza, y demasiado endeble para aceptar comer cualquier cosa que mis primos y primas devoraban en minutos. Pero aunque me sentía distinta, no me sentía sola. En cambio en Costa Rica sí.
La primera vez que regresé allá fue realmente extraño. Me decían que yo hablaba raro, como tica, y eso me hizo sentir extraña. Estando en Costa Rica, no me había dado cuenta de cómo yo ya me sentía tica, y volver a Nicaragua, aunque fuera de paseo, me llevaba otra vez para atrás.
Cuando empecé a ir a la escuela, me metí al estudio como un refugio. En la casa de Fini me sentaba en el desayunador y ahí aprendí a leer, y cuando no sabía una palabra tenía que deletreársela a mi mamá para que me la dijera, porque ella no tenía tiempo de pararse a leer conmigo. Siempre debía trabajar, cocinar o limpiar, pero aunque fuera a las carreras nunca me dejaba con la duda. Mamá oía las palabras que me estaban enseñando y, una vez me dijo: «Ya estás aprendiendo a hablar como tiquilla». A mí me dio mucha vergüenza.