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Conflictos violentos, construcción de paz y ciudadanía global
ОглавлениеManuela Mesa
El mundo actual se caracteriza por el predominio de una cultura de violencia. Esta situación afecta a millones de personas en todo el planeta que sufren conflictos armados, situaciones de pobreza, injusticia y violación de los derechos humanos, entre otras. Las respuestas a un conflicto son múltiples y abarcan desde la negociación hasta la destrucción del adversario. Con frecuencia se legitima el uso de la violencia como inevitable para resolver los conflictos, pero a lo largo de la historia las opciones negociadas y pacíficas han resultado en numerosas ocasiones mucho más efectivas y no han generado sufrimiento, dolor y destrucción.
Según el informe de Alerta 2019, de la Escola de Cultura de Paz (2019), en el mundo hay 34 conflictos armados, de los cuales 16 se concentran en África, 9 en Asia, 6 en Oriente Medio, 2 en Europa y 1 en América, el que se refiere a Colombia, como consecuencia de la fragilidad del proceso de paz y por la finalización del alto el fuego entre el Gobierno y el grupo guerrillero ELN (Escola de Cultura de Paz 2009: 30). En América Latina, aunque solo se contabilice el conflicto armado de Colombia, la situación de violencia y de inseguridad ciudadana es muy grave y el número de homicidios supera a los de algunos países en guerra (Unodc, 2019). La violencia forma parte de la experiencia de muchas personas en América Latina y la educación no puede quedar al margen de esta realidad.
Violencia y conflicto
Desde la investigación para la paz se diferencia entre violencia y conflicto. Uno de los aportes más relevantes fue el del investigador Johan Galtung (1969) y sus conceptos de violencia directa, violencia estructural y violencia cultural. La violencia directa se relaciona con la agresión y su máxima expresión es la guerra, pero también abarca asesinato, tortura, intimidación, delincuencia, crímenes y terrorismo. La violencia estructural es aquella que procede de las estructuras sociales, políticas y económicas opresivas, que impiden que las personas pueden satisfacer sus necesidades básicas y se desarrollen en toda su potencialidad: la pobreza, el hambre, la falta de acceso a la educación o la salud y el deterioro de los ecosistemas son formas de violencia. La violencia cultural es aquella que procede de la imposición de unos valores o pautas culturales, negando la diversidad cultural y legitimando el uso de la fuerza como forma de resolver los conflictos. Incluye aquellas ideologías o creencias que normalizan o naturalizan la desigualdad de género, la pobreza, el racismo y la xenofobia, la exclusión o la marginación.
Por tanto, la violencia es una construcción social compleja, conformada por actitudes, acciones, palabras, estructuras o sistemas que causan daño físico, psicológico, social o medioambiental o impiden a una persona o grupo alcanzar su potencial humano pleno. Las distintas formas de violencia se retroalimentan entre sí en lo que se ha llamado el “continuum de las violencias” y, con frecuencia, la violencia directa se sustenta en violencias estructurales asociadas a la exclusión y discriminación y en una violencia cultural que legitima la agresión como algo inevitable e inherente al ser humano.
Por su parte, se considera el conflicto como un elemento constitutivo de toda sociedad, que se produce en situaciones en las que las personas o grupos sociales buscan o perciben metas opuestas, afirman valores antagónicos o tienen intereses divergentes. El conflicto no es positivo ni negativo en sí mismo, lo que es importante es la forma en que se regulan o transforman estas incompatibilidades, si es de forma constructiva o destructiva. La mayor parte de los conflictos se resuelven de forma pacífica, recurriendo al diálogo y a la negociación, así como a reglas y procedimientos institucionalizados. A lo largo de la historia, los conflictos han sido una de las fuerzas motivadoras del cambio social y un elemento creativo esencial en las relaciones humanas. Para regular los conflictos de forma pacífica o transformarlos en situaciones no violentas se requiere abordar las raíces de la violencia directa y explorar vías para superar las desigualdades estructurales y avanzar hacia unas relaciones equitativas; y también la adopción de un enfoque global y multicultural que abarque las fuentes de la violencia global.
El concepto de paz, al igual que el de violencia, ha ido evolucionando y se ha pasado de la paz negativa, considerada como la ausencia de violencia directa o guerra, a la paz positiva, entendida como un proceso orientado a la transformación pacífica de los conflictos en el ámbito personal, local e internacional. La paz positiva promueve valores relacionados con la armonía social, la igualdad, la justicia, los derechos humanos, la solidaridad, el respeto a la naturaleza y a la diversidad. Y facilita el desarrollo de capacidades relacionadas con el diálogo, la empatía, la construcción de consensos para abordar los conflictos desde la creatividad y la imaginación.
La paz es sinónimo de justicia y satisfacción de las necesidades básicas y está influida por el contexto, la cultura y la política. Pueden existir diversas maneras de construir la paz y por eso algunos autores hablan de “paces” (Martínez-Guzmán, 2001). La paz se construye a partir de la acción de personas que en distintos lugares del mundo optan por abordar los conflictos desde la no violencia, construyendo consensos y escenarios de “gana-gana”. En este proceso de construcción de paz, la contribución de las mujeres ha sido muy importante, pero con frecuencia sus aportes han sido ignorados e invisibilizados y no han formado parte del conocimiento dominante. En los últimos años se ha incorporado la perspectiva de género a la construcción de la paz, reconociendo toda una genealogía de mujeres que a lo largo de la historia han jugado un papel relevante en poner la vida en el centro frente a las dinámicas de la violencia, en promover el diálogo y las alianzas, que han tendido puentes entre los grupos enfrentados y han facilitado la reconciliación en las sociedades rotas por la violencia (Mesa y Alonso, 2009). Como dice María Zambrano, la paz es mucho más que una toma de postura; es una auténtica revolución, un modo de vivir, un modo de habitar el planeta, un modo de ser persona y, añadiríamos, una manera de ejercer la ciudadanía.
La construcción de la paz y la ciudadanía global
En un contexto de globalización, ¿qué significa construir la paz y como afecta la noción de ciudadanía? La ciudadanía se relaciona con la titularidad de unos derechos y deberes que tienen las personas en relación con un territorio determinado. Como afirma Adela Cortina (2000), el concepto pleno de ciudadanía integra un estatus legal —un conjunto de derechos—, un estatus moral —un conjunto de responsabilidades— y también una identidad por la que una persona se sabe y se siente perteneciente a una sociedad. La identidad colectiva de una comunidad social se basa en aquello que se comparte, en aquello que se tiene en común, en aquello en que se reconoce o identifica con el común.
Con la intensificación de los procesos de globalización se ha producido una expansión de las actividades sociales, políticas y económicas que supera las fronteras estatales, regionales y continentales. Las fronteras entre los asuntos locales y globales son cada vez más difusas. De este modo, un acontecimiento puede ocasionar un profundo impacto en regiones distantes del planeta y, al mismo tiempo, acciones locales pueden tener enormes consecuencias globales.
El concepto de ciudadanía ligado a un territorio se ha ido transformando y la idea de “comunidad política” ya no puede situarse dentro de los límites del Estado-nación (Martínez-Guzmán, 1999). Se configura una nueva noción de ciudadanía que trasciende las fronteras de los Estados y goza de un alcance internacional. La ciudadanía, para no ser excluyente, debe ser progresivamente desnacionalizada, desterritorializada y democratizada, y pasar a fundarse en criterios respetuosos con la dignidad humana, la igualdad de derechos y el respeto por las diferencias (Silveira-Gorski, 2000), promoviendo una convivencia pacífica y abordando la conflictividad desde el diálogo y el consenso.
Surge así la noción de ciudadanía global, que se enmarca en las propuestas de democracia cosmopolita (Held, 1997). Las personas pueden disfrutar de múltiples ciudadanías —la pertenencia política a las diversas comunidades que las afectan de forma significativa—. Serían ciudadanos de sus comunidades políticas inmediatas y de las redes regionales y globales que afectan a sus vidas.
El sentimiento de pertenencia a una comunidad global va ligado a unos derechos y deberes que adquieren una dimensión supraestatal. La consecución de una ciudadanía cosmopolita exige, en lo que se refiere a los derechos políticos, democratizar el “espacio global”, y en lo que se refiere a los derechos sociales, dotar a la justicia de una dimensión planetaria. La seguridad debe abordarse como un bien público global que ha de ser garantizado por las instituciones en el ámbito local y nacional e ir a las raíces de la violencia, superando los enfoques punitivos o de mano dura, que en algunas sociedades han generado más violencia y han convertido las cárceles en escuelas de violencia que niegan el futuro a los miles de jóvenes privados de libertad (Mesa, 2016, 351-359).
El estatus de ciudadanía se constituye como un elemento unificador e integrador de la sociedad. No es solo un estatus que reconoce unos derechos políticos, sino también un proceso y una práctica por los que la ciudadanía comparte unos valores y normas de comportamiento que posibilitan la convivencia y los dota de una identidad colectiva, en este caso una identidad colectiva global. Se trata de convertirse en ciudadano/a del mundo sin perder las raíces propias y de participar activamente en la vida de la nación y en el entorno local.
Desde el punto de vista educativo, esto plantea extraordinarios retos en el ámbito de los derechos humanos y de la construcción de la paz. Por una parte, las personas deben estar informadas sobre sus derechos, pero además han de tomar conciencia crítica de la situación, de las dinámicas sociales, económicas y políticas que explican por qué esos derechos no se materializan para una parte de la población, generando exclusión y marginación y negando el acceso a la satisfacción de las necesidades básicas. Por otra, ejercer la ciudadanía global supone una apuesta por la transformación pacífica de los conflictos, buscando respuestas dialogadas a los intereses contrapuestos, reduciendo la polarización y el enfrentamiento y construyendo escenarios de futuro que incluyan a los adversarios y que estén basados en dinámicas “ganar-ganar”.
Esto requiere de una educación orientada a favorecer la comprensión del conflicto como un elemento constitutivo de la sociedad y al análisis de las raíces de la violencia —directa, estructural y cultural— a partir de enfoques globalizadores que permitan interrelacionar la dimensión local con la global en los diferentes niveles de intervención. El análisis de los conflictos es uno de los ejes claves para entender el mundo en el que vivimos y tiene un gran potencial educativo, tanto en el ámbito de los conocimientos, como en el de las capacidades y valores.
Los conflictos son complejos, tanto en sus causas como en sus consecuencias, y hay que tener en cuenta muchos factores y variables para su comprensión. Ello requiere de análisis multicausales y de la utilización de enfoques multidisciplinares que faciliten el aprendizaje. Se trata de analizar los factores que en situaciones de conflictividad refuerzan la tendencia al uso de la fuerza como algo normal o inevitable y que están relacionados con frustraciones, las polarizaciones crecientes, las malas percepciones y la incomunicación. Con frecuencia se construyen imágenes del enemigo y estereotipos que perpetúan el conflicto.
Esta situación es abordada desde la educación para la paz y desde la ciudadanía global a partir de la adquisición de capacidades y competencias que permitan analizar los prejuicios y estereotipos en los conflictos, así como descodificar las imágenes y mensajes que demonizan al enemigo y reducen la situación a una ecuación de buenos y malos, o de vencedores y vencidos. Supone desarrollar capacidades analíticas para regular el conflicto desde el diálogo, la escucha, la empatía. Esta propuesta se sustenta en la visión de que tanto la violencia como la construcción de la paz son opciones que eligen las personas ante situaciones de conflictividad: “la mano puede utilizarse para acariciar o para golpear” y en el día a día los seres humanos elegimos como actuar. Desde la educación podemos desarrollar capacidades para “hacer las paces”. Como señala el pedagogo Bruno Betelheim "la violencia es el comportamiento de alguien incapaz de imaginar otra solución a un problema que lo atormenta”.
Y algunos autores, como Jean Paul Lederach proponen el concepto de “imaginación moral” para abordar las situaciones de violencia en las que no se vislumbra una salida. Este autor propone desarrollar la capacidad de percibir acciones más allá de la violencia, la necesidad de un acto creativo, capaz de dar a luz algo nuevo, que por su propia existencia provoca cambios en nuestro mundo y en la forma como lo observamos (Lederach, 2007).
La educación para la paz y la ciudadanía global ha de ser un esfuerzo por consolidar una nueva manera de ver, entender y vivir el mundo, empezando por el propio ser y continuando con los demás, de manera horizontal, formando red, dando confianza, seguridad y autoridad a las personas y a las sociedades, intercambiándose mutuamente, superando desconfianzas, ayudando a movilizarlas y a superar sus diferencias, asomándose a la realidad del mundo para alcanzar una perspectiva global que, después, pueda ser compartida por el mayor número de personas posible (Fisas, 1998).
Esto requiere modificar la forma de concebir el conocimiento. En un mundo caracterizado por su complejidad, la rapidez de los cambios y la imprevisibilidad es muy importante superar la compartimentalización del conocimiento en áreas estanco —matemáticas, sociales, lengua, etc.— para abordarlo de manera global. La escuela debe proporcionar las categorías conceptuales que permitan seleccionar, organizar y valorar las distintas fuentes de información. Debe fomentar una forma de pensar a escala planetaria. Se trata de entender el conocimiento en un sentido amplio que incluya la capacidad de valorar la realidad local-global y aquellos aspectos más relevantes que afectan a la existencia humana. La educación debe promover la toma de conciencia de que se vive en un mundo interrelacionado cuyo dinamismo no puede aprehenderse de forma local, sino como un sistema global de conocimientos, aptitudes y valores en cambio constante. Esto supone redefinir los contenidos de manera que posibiliten la comprensión crítica del fenómeno de la globalización y de la violencia. En segundo lugar, reafirmar el vínculo entre paz, desarrollo, justicia y equidad a nivel local y global (Fien, 1991).
Desde el punto de vista metodológico, se utilizan enfoques que promuevan una visión global y la capacidad para establecer conexiones e interrelaciones entre lo local y lo global. Procedimientos que potencien la capacidad para el encuentro y la aceptación de la diversidad, el respeto por el medioambiente; que incorporen la perspectiva de género y la transformación pacífica de los conflictos. Los métodos han de ser coherentes con los contenidos y valores que se proponen y, por ello, han de ser horizontales, participativos e incluyentes.
En el ámbito de los valores y actitudes, se trata de impulsar el sentido de la ciudadanía global, la igualdad de derechos, el respeto, la tolerancia y la apreciación de la diversidad, en definitiva aquellos valores relacionados con la responsabilidad global.
Por último, tiene que ser una educación orientada a la acción en estrecha relación con las ONG, con los movimientos sociales y con las organizaciones de la sociedad civil que integran redes internacionales y que promueven una creciente conciencia de “ciudadanía global” y, a partir de ella, definen pautas de participación y acción ciudadana frente a estas dinámicas. Existen múltiples iniciativas ciudadanas que se están desarrollando en todo el mundo, desde el pacifismo, el feminismo, la ecología y los derechos humanos.
Educar las capacidades para la paz y la no violencia
En tiempos de globalización, la educación para la paz, la no violencia y la ciudadanía global se convierte en un poderoso instrumento de transformación social que afecta a las instituciones sociales, estatales y también en el plano internacional, y que permite avanzar hacia la resolución pacífica de los conflictos.
En el plano social, formado por las personas, grupos y comunidades, el papel de la educación es primordial en la promoción de una cultura de paz. La educación juega un papel relevante como una educación para el conflicto, para la solidaridad y la ciudadanía global, en la que la incorporación de estas cuestiones es primordial, que no se reduce solo al ámbito escolar, sino que se extiende a otros ámbitos de formación. Se trata de profundizar en las capacidades para la paz. Incluso durante la guerra hay elementos que conectan a la gente que lucha para sí. La construcción de paz busca identificar los elementos que provocan tensiones y los que ofrecen oportunidades para la paz.
En el plano estatal, se trata de la defensa de los valores democráticos y del buen gobierno a partir, entre otras medidas, de la promoción de una política educativa que contemple las capacidades para la paz, relacionadas con el diálogo, la empatía, la escucha activa y la construcción de consensos. Se debe promover un currículo que favorezca una mayor comprensión de las raíces de la violencia, aportando claves para entender el mundo actual. Para ello será necesario mejorar la formación del personal docente, los planes de estudio, el contenido de los manuales y de otros materiales pedagógicos como las nuevas tecnologías de la educación.
En el plano internacional, los organismos multilaterales deben promover programas educativos que incorporen la Agenda 2030 y, en particular, el Objetivo de Desarrollo Sostenible 16, relacionado con la paz y la justicia. En este ámbito, la Unesco ha jugado un papel muy relevante en la promoción de una Cultura de Paz, a partir de la Declaración y Programa de Acción sobre una Cultura de Paz, adoptado por las Asamblea General en octubre de 1999 (Resolución de Naciones Unidas A/RES/53/243).