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Mujeres, feminismo y ciudadanía global. Repensar la igualdad, los cuidados y la vida

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Carmen Magallón

Enriquecer la igualdad con los legados femeninos

La igualdad formal entre hombres y mujeres está recogida como principio jurídico en la legislación internacional, siendo el hito más reseñable la aprobación, en 1979, de la Convención sobre la eliminación de todas las formas de discriminación contra la mujer (Cedaw, en sus siglas en inglés), por parte de la Asamblea General de las Naciones Unidas. En 1983, España ratificó esta convención. Ahora bien, ¿cuál o más bien quién es medida y referente de esa igualdad? ¿Es igualdad entre o igualdad a? Hoy por hoy, lo que predomina no es la igualdad entre, sino la igualdad a, tomar al hombre como medida. Ante lo que nos preguntamos: ¿Puede el universo femenino insertarse en lo universal si lo universal está concebido en masculino? ¿Pueden las mujeres tener un lugar si los hombres lo ocupan todo? Radicalmente, no. Ser igual al hombre no es suficiente. Es preciso reestructurar el marco normativo y de relación, social, político, económico y simbólico, desmontar el reduccionismo de tomar como universal la experiencia y saberes masculinos.

Alimentados por la noción aristotélica, se sigue pensando que las mujeres son hombres deficitarios, se pregunta qué les pasa a las mujeres, por qué no entran más en la política, por qué no están en determinados lugares, por qué hay tan pocas en la ciencia. ¿Acaso les falta algo a las mujeres? Desde luego, les falta ganar igual salario por igual trabajo, romper el techo de cristal para llegar a los puestos de poder en la misma proporción, en suma, eliminar la desigualdad construida sobre su diferencia. ¿Qué igualdad de género concebir para no dejar atrás la riqueza de una diferencia que constituye, de hecho, un legado histórico?

Para una ciudadanía global la igualdad no puede ser la que se concibe como homogeneización, sino la que respeta la diferencia, va más allá de la igualdad de derechos y opciones, exige un aprendizaje mutuo y una reestructuración de la universalidad del modelo humano. Solo lograr derechos, también sería igualdad, pero una igualdad muy chata. Se trata de remover estructuras y lógicas y de sustituir valores caducos. La igualdad ha de tener como meta la construcción de un mundo que valore lo mejor de la experiencia vital de ambos sexos. Me gusta hablar de una igualdad construida con los mejores ladrillos de la experiencia de mujeres y de hombres. Para lograrlo, hay que producir y airear discursos que permitan la construcción de identidades más libres, enriquecidas con la experiencia humana plural, y reestructurar las instituciones y normas que las distintas culturas, y ahora el mundo globalizado, construyeron bajo la hegemonía masculina. Dejar atrás la biodiversidad humana sería una pérdida irreparable.

Para construir el mundo que queremos, también las mujeres han de ser referentes, sus vidas, conocidas, y escuchadas sus aportaciones en todos los campos. No hay que olvidar que son los grupos excluidos quienes tienen la motivación y el deseo de cambiar las cosas y que las mujeres están en todos los grupos excluidos; les toca liderar y, junto a los hombres, hacer del mundo un mejor lugar para todos. Defiendo un liderazgo de mujeres y la inclusión de su plural legado en el referente de igualdad.

Pensemos en lo que nos perdemos si nuestras políticas de igualdad hacen de las mujeres un hombre más y borran de la universalidad los saberes y las prácticas femeninas desarrolladas por ellas en la historia. Pongamos el caso del conocimiento instituido. La corriente principal de la tradición científica ha transmitido los “saberes de hombres”, falta transmitir los “saberes de mujeres”, teniendo en cuenta, eso sí, que la construcción de un saber integral demanda algo más que añadir mujeres.

De los muchos ejemplos que podrían traerse a colación mostraré dos inspiradores episodios de una genealogía femenina que se piensa como paradigma propio, holístico e inclusivo.

Uno me lleva a la imagen de las 1.136 mujeres reunidas en el Congreso de La Haya, en 1915. En medio de la I Guerra Mundial, mientras los hombres de sus países se estaban matando, ellas debatían y consensuaban las condiciones necesarias para lograr una paz permanente y las leyes internacionales que habrían de respaldarlas. Remarcaban la necesidad de un ordenamiento jurídico y un foro internacional que permitiera dirimir los conflictos sin recurrir a la guerra, proponían la libertad de comercio, la educación para la paz, mejoras significativas y positivas para toda la población, e incluían la reclamación del sufragio femenino como derecho y como parte de la democratización de las políticas internacionales. En el Congreso de La Haya se pondrían las primeras piedras del orden internacional que dio origen a la Sociedad de Naciones y, más tarde, a las Naciones Unidas. En él nacería la Liga Internacional de Mujeres por la Paz y la Libertad (Wilpf en sus siglas en inglés), la organización de mujeres por la paz más antigua del mundo (Magallón, 2014).

La otra imagen es más cercana en el tiempo. Es febrero de 2011 y un millón de personas llena la Piazza del Poppolo en Roma en una manifestación convocada bajo el lema: Se non ora, quando? (Si no es ahora, ¿cuándo?). Su objetivo: protestar contra los desaguisados y escándalos del todavía gobernante Berlusconi, que dimitiría en noviembre de 2011. En aquel escenario, las palabras de la filósofa Alexandra Bochetti, llamando a las mujeres a entrar en política a partir de su propia experiencia, sacuden la inercia de todos:

Cada mujer sabe de la vida más que cualquier hombre porque ha visto siempre al género humano de cerca, desde el nacimiento hasta la muerte y conoce el esplendor y la miseria de los cuerpos. El cuidado de los cuerpos ha sido a lo largo de la historia nuestra servidumbre, pero ha sido también la fuente de grandes conocimientos. Así nuestra fuerza radica en la necesidad de nacer, comer, dormir, saber llorar, reír y saber morir. Es una fuerza grandísima. Y ahora más que nunca debemos emplearla.

Bocchetti, 2011.

Alessandra Bocchetti es un magnífico referente del pensamiento que defiende la diferencia de la experiencia de las mujeres como riqueza de la humanidad. Es fundadora del Centro Cultural Virginia Woolf de Roma y en su texto Lo que quiere una mujer pueden leerse los contenidos sustantivos de su filosofía, una joya cuyas enseñanzas tenemos muy presentes. Para Bochetti, la política es amor y cuidado del bien común y arte de estar juntos, accede a ella, dice, a través del ser mujer:

El ser mujer como lo que tengo, no como carencia, no como esperanza, no como proyecto, sino como lo que ya tengo. Por consiguiente, mi actitud es qué puedo verdaderamente dar, yo mujer, y no qué lograré tomar (…). Partir de la condición de carencia no conduce verdaderamente a la política, sino a una ilusión de política que solo permite gestos limitados, como pueden ser, por ejemplo, reivindicaciones o peticiones de justicia; conduce tan solo a esperar siempre algo de los otros. No hay acceso a la política a partir de lo que carecemos, en cambio hay acceso a la política a partir de lo que tenemos.

Bochetti, 1996, 313.

Escuchando y glosando sus palabras encuentro sentido a la noción de igualdad entre hombres y mujeres, una igualdad enriquecida, una igualdad que parta de lo que poseemos, unos y otras, no desde las carencias. Esta idea de igualdad me parece una gran contribución feminista a la construcción de una ciudadanía global.

El conflicto capital-vida y la crisis de los cuidados

Para lograr el mundo que queremos, necesitamos construir una ciudadanía global que asuma una crítica a la economía existente desde sus mismas bases y que defienda las transformaciones necesarias para transitar hacia una vida que valga la pena.

El sistema económico globalizado actual no recoge las necesidades humanas, alimenta la codicia, mantiene la brecha entre una pequeñísima parte de la población poseedora de la mayoría de la riqueza y el resto, y excluye y sitúa en la indigencia y la falta de condiciones de vida dignas a millones de personas. La vida de muchos seres humanos y de la misma Tierra se está fragilizando, pues la dinámica hegemónica prioriza la acumulación de capital. Si la vida continúa es por el trabajo invisible de cuidado, el trabajo de los afectos llevado a cabo fundamentalmente por mujeres, un trabajo que no cuenta como empleo porque no es ni reconocido ni pagado y que tiene gran peso en los países objeto de políticas de desarrollo.

El grupo de mujeres de la revista En pie de paz comenzamos a hablar de la importancia del cuidado a finales de los 80 del siglo pasado. A través de la reflexión sobre nuestras vidas, detectamos su invisibilidad, los vacíos y desencuentros entre hombres y mujeres en torno a la tarea de los afectos, hablamos de la plusvalía afectiva y defendimos la riqueza de la experiencia femenina (Magallón, 1990, 10). En esos años, Elena Grau escribía:

Aspiramos a mantener la diferencia sexual que nos permite preservarnos con respecto a los modelos de vida y de trabajo dominantes y a transformar las relaciones de poder que se han construido sobre esta diferencia considerada como inferioridad… Esta voluntad de existencia social libre de las mujeres no se contradice, sino, al contrario, va pareja a las aspiraciones de emancipación y de preservación de la vida en el planeta. Por ello, nos sentimos sujetas activas y protagonistas, junto con otros y otras, de un proyecto polícromo en favor de la supervivencia y la liberación.

Grau, 1990, 3.

Desde esta perspectiva, considero muy relevante para la constitución de una ciudadanía global incorporar las aportaciones de economistas feministas que se vienen ocupando del análisis del uso del tiempo y del trabajo de cuidado, a menudo nombradas como tareas de sostenimiento de la vida. Desde las vidas de las mujeres es patente que las teorías económicas hegemónicas dejan fuera gran parte de la actividad humana, pues se limitan a recoger las actividades de mercado. En su reduccionismo, la ciencia económica al uso toma como base para sus elaboraciones teóricas un ser humano: el homo economicus, caracterizado como un átomo: independiente, individualista y cuya finalidad es producir (Tello, 2015). De manera bien diferente, la economía feminista parte de lo que podríamos llamar la humanización del ser humano, redundancia necesaria por haber sido negada, y que consiste en tomar como referencia un ser dotado de las características realmente humanas, con su vulnerabilidad radical, su interdependencia y su dependencia de la naturaleza o ecodependencia (Riechmann, 2012); un ser que nace, crece, enferma, necesita cuidados y afectos, un ser social que se construye en la relación.

La economista feminista Amaia Pérez Orozco critica los dos paradigmas dominantes en el sistema económico, que designa como la teocracia mercantil y el estrabismo productivista. Nos hace caer en la cuenta de que “el núcleo duro del problema es la existencia de un conflicto irresoluble entre la acumulación de capital y la sostenibilidad de la vida”. Y es que “bajo la preeminencia de la acumulación de capital, la vida está siempre bajo amenaza, porque no es más que un medio para el fin del beneficio. Siempre hay dimensiones de la vida y vidas enteras sobrantes, que no son rentabilizables; o que son más rentables destruidas que sostenidas. Es un sistema que jerarquiza las vidas particulares, que ataca la vida en su sentido holístico —vida humana y vida no humana — y colectivo —todas las vidas—, poniéndolas al servicio de unas pocas vidas individualizadas que se convierten en las dignas de ser lloradas y rescatadas. Sin embargo, la vida ha de resolverse y se resuelve delegando esta responsabilidad en las esferas socioeconómicas privatizadas, feminizadas e invisibilizadas” (Pérez Orozco, 2014, 52-53).

Nos salva el cuidado, precisamente lo que no se contabiliza en la economía: el trabajo femenino invisible. Por eso, para orientar la construcción de una ciudadanía global cuidadora de las personas y del medio ambiente, es muy importante atribuir valor al cuidado y analizar su problemática.

El cuidado no solo es importante desde la perspectiva económica, afecta a la cultura y a la construcción de identidades (Comins, 2009). Las políticas públicas lo orientan hacia la conciliación, pero la conciliación se queda corta: sigue tomando “el trabajo de cuidados no remunerado como algo menos que trabajo… (y) se aplica sobre todo a las mujeres” (Pérez Orozco, 2014, 51). Lo que reclamamos es la corresponsabilidad, pues quienes se hacen cargo de las tareas de sostenimiento de la vida, esas que no cuentan para la economía, soportan sobre sus hombros una múltiple carga, un exceso que las convierte en malabaristas de la vida (Bosch, Carrasco et al. 2003).

La diversidad de enfoques y situaciones del trabajo de cuidado, que ha cambiado a lo largo del tiempo, tiene historia, (Carrasco, Borderías y Torns, 2011) y que también se afronta de manera diferente en distintos lugares del mundo, se capta muy bien en las contribuciones realizadas desde diversas partes del mundo en el Congreso sobre Economía del cuidado: voces y perspectivas para un cambio de paradigma, organizado por la revista Nueva Sociedad en noviembre de 2014 en Argentina (Economía del cuidado, 2015). En él, la economista Cristina Carrasco reafirmaba que el sistema dominante solo tiene en cuenta la producción y la acumulación de capital, mientras la vida humana y la naturaleza son tomadas como “externalidades”, algo que se coloca fuera del ámbito económico. Abusiva, contradictoriamente y sin reconocerlo, las posibilidades de acción de la economía se apoyan en los dos pilares externalizados: la naturaleza, de donde se extraen recursos, y el trabajo de cuidado, necesarios ambos para la supervivencia. El conflicto capital-vida se está convirtiendo en algo insostenible.

Desde el desprecio por los cuidados mostrado por los sistemas desarrollados, las mujeres se vieron obligadas u optaron por relegarlos, lo que ha conducido a una crisis, la crisis de los cuidados, resuelta a través de una cadena que circula de país a país. En la cadena del cuidado, las mujeres de clase media o media alta contratan a otras mujeres, a menudo, pobres y emigrantes, y dejan en sus manos el cuidado de los ancianos, niños y niñas, mientras estas cuidadoras, a su vez, dejan en sus países de origen a sus niños y a sus ancianos. Se crea así una cadena que produce insostenibilidad vital (Carrasco, 2015). Una ciudadanía global ha de buscar otras soluciones, no puede construirse sobre este injusto desequilibrio.

¿Qué desarrollo y qué vida para construir una ciudadanía global digna?

Cuando se aborda la ciudadanía global desde una perspectiva de sistema-mundo en la que se contemplan las condiciones de vida de las mujeres empobrecidas no solo en Europa, sino también en América Latina, África y Asia, nos vemos inexorablemente obligados a replantear los modelos de desarrollo imperantes y asumir las nuevas propuestas provenientes del ecodesarrollo. En su emblemático libro La invención del Tercer Mundo, Arturo Escobar explica cómo el discurso del desarrollo logró convertirse en forma hegemónica de representación. Fue un proceso en el que la coherencia, una estrategia sin estrategas, dice, fue la clave de su éxito:

La construcción de los “pobres” y “subdesarrollados” como sujetos universales, preconstituidos, basándose en el privilegio de los representadores; el ejercicio de poder sobre el Tercer Mundo, posibilitado a través de esta homogeneización discursiva — que implica la eliminación de la complejidad y diversidad de los pueblos del Tercer Mundo, de tal modo que un colono mexicano, un campesino nepalí y un nómada tuareg terminan siendo equivalentes como “pobres” y “subdesarrollados” —; y la colonización y dominación de las economías y las ecologías humanas y naturales del Tercer Mundo.

Escobar, 2007, 99-100.

La concepción de desarrollo que se ha impuesto, regida por la lógica del mercado, ha privilegiado y privilegia el crecimiento económico y la explotación de la naturaleza, un proyecto capitalista y de imperialismo cultural, pues toma como modelo los países industrializados. De nuevo encontramos el conflicto capital-vida y la necesidad de debatir lo que entendemos por vida vivible, una vida que merezca la pena vivir y que sea sostenible. No se trata de buscar un desarrollo alternativo, sino alternativas al desarrollo (Unceta, 2015). Para Arturo Escobar y Alberto Acosta la alternativa al modelo hegemónico de desarrollo capitalista es el concepto del buen vivir (Acosta y Escobar, 2019; Acosta, 2011, 2013, 2017; Escobar, 2005, 2007, 2010).

El buen vivir, sumak kawsay en quichua o sumak qamaña en aimara, es una alternativa al desarrollo, tangible, concreta, que está incorporada en las Constituciones de Bolivia y de Ecuador y que, en Colombia, algunos movimientos y asociaciones indígenas y afrodescendientes, algunas comunidades campesinas también están empezando a reivindicar. Surge de las cosmovisiones de los pueblos andinos, acentúa la importancia de la vida comunitaria, los saberes tradicionales, el respeto por la vida humana y la necesidad de armonizar esta con el respeto a la naturaleza.

La visión feminista defiende integrar producción y reproducción como procesos indisociables de la economía, de la generación de riqueza y de condiciones de vida digna en términos materiales e inmateriales. Amaia Pérez Orozco llama buen vivir a “la noción éticamente codificada y democráticamente discutida de vida vivible en condiciones de universalidad e igualdad en la diversidad” (Pérez Orozco, 2014, 79). Y Magdalena León, coordinadora de la Red Mujeres Transformando la Economía (Remte) de Ecuador, una de las que ha trabajado la noción de buen vivir desde la perspectiva feminista, escribe:

Ya no se puede eludir que son inaplazables cambios de fondo en los modos de producir, de consumir, de organizar la vida. Postulados feministas de una economía orientada al cuidado de la vida, basada en la cooperación, complementariedad, reciprocidad y solidaridad, se ponen al día. No son solo propuestas de las mujeres para las mujeres, sino de las mujeres para los países, para la humanidad.

León, 2008, 36.

La cosmovisión de los pueblos originarios, en este caso de la zona andina, converge pues con las propuestas de la economía feminista, la economía ecologista y la economía solidaria, al colocar en el centro de sus prioridades la vida, no el mercado; la solidaridad, reciprocidad, complementariedad y cooperación frente al egoísmo y la competitividad. Vemos también que para la transformación hacia el paradigma del buen vivir, las mujeres son agentes necesarios: sus vidas, experiencias, aportaciones y trabajos invisibilizados e impagados ligados al cuidado, son clave. Por eso creo que es fundamental y necesario que la educación para la ciudadanía global incorpore esta perspectiva.

En la encrucijada en la que se encuentra la constitución de la ciudadanía global, debido a las diversas formas de concebirla y de practicarla, las reflexiones planteadas en este artículo, en el que ofrezco perspectivas desde teorías y propuestas procedentes de pensadoras feministas y movimientos de mujeres, pueden contribuir a orientarla hacia la construcción de un mundo alternativo al existente. La mirada de las mujeres en asuntos internacionales que están en el centro de la ciudadanía global es muy relevante (Magallón, 2012). La conciencia ecofeminista debería incorporarse a nuevos desarrollos curriculares en las escuelas y a la formación de las personas que pertenecen a movimientos de educación no formal que se configuran desde la ciudadanía global (Magallón, 2018; Puleo, 2011, 2019; Shiva y Mies, 2006). Desde una conciencia ecofeminista, hemos de superar un tipo de humanismo que ha puesto en el centro a un ser humano reducido a varón, blanco, occidental, de clase media. Y construir un humanismo relacional que introduzca un nuevo centro: los humanos excluidos y la naturaleza.

Una buena conclusión de lo que he querido expresar sobre aspectos tan decisivos para una ciudadanía global en este capítulo, puede ser lo que escribí en un cuaderno de Cristianismo y Justicia:

Muchas mujeres están siendo cooptadas por la cultura dominante, por el modelo de varón dominador. Y es que no somos mejores que los hombres, somos tan consumistas y responsables como ellos del deterioro de la naturaleza. Pero al haber sido excluidas de la toma de decisiones y socializadas en el valor del cuidado, hemos generado una forma de priorizar que conforma un paradigma propio, visiones más respetuosas con la naturaleza y también contrarias a la guerra. Es en la tradición feminista donde anida lo que podemos ofrecer, un bagaje de pensamiento, un paradigma propio. Hay que escuchar a las mujeres y no solo mirarnos como víctimas. Somos seres con agencia y tenemos una palabra que ofrecer […] Pensar en las siguientes generaciones y proyectar en ellas un sentimiento amoroso puede permitirnos salir de una cierta desesperanza y dar sentido a nuestro estar en el mundo, dar sentido a seguir cuidándonos y cuidando el planeta que nos ha sido dado.

Magallón, 2018, 28.

Ciudadanía global en el siglo XXI

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