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¿Qué decimos cuando decimos ciudadanía global?
ОглавлениеRafael Díaz-Salazar
Las diversas formas de ciudadanía global
Parece que no existe un consenso claro a la hora de concebir qué es la ciudadanía global y cómo transmitirla. Antes de proponer mi visión, es necesario adentrarnos en el significado del concepto de ciudadanía. Un primer paso para captar el significado de esta palabra es conocer su etimología y los sentidos que le da el Diccionario de la lengua española. El vocablo “ciudadanía” proviene del término latino civitas. Con él se hace referencia a las personas que habitan en una ciudad. Hay que tener en cuenta que no todos los que vivían en las ciudades eran ciudadanos, pues quedaban excluidos los siervos, los trabajadores, las mujeres y los niños. En la antigua Grecia, la cuna de la democracia, los ciudadanos eran aquellas personas privilegiadas que podían dedicarse a los asuntos de la polis (ciudad/política), porque los esclavos y los trabajadores estaban dominados por ellos y eran los que se ocupaban de la producción necesaria para la vida material. Solo con el paso del tiempo se ha universalizado la ciudadanía, gracias a la Revolución americana, la Revolución francesa, las revoluciones liberales, el movimiento obrero y las democracias parlamentarias.
La concepción de ciudadano nos ayuda a profundizar en esta temática. Con ese término nos referimos a ser miembro de pleno derecho de una sociedad, lo que conlleva el ejercicio de libertades y derechos humanos, pero también de responsabilidades y deberes. Por eso, ciudadanía y participación social están consustancialmente unidas. Esta perspectiva nos lleva al civismo, que es definido por el Diccionario de la lengua española como “celo por las instituciones e intereses de la patria” y “celo y generosidad al servicio de los demás ciudadanos”. Es significativo que la quinta acepción de la palabra ciudadano sea la de “el hombre bueno”.
El enfoque del civismo resulta muy interesante para constatar que al nacer solo somos individuos que formamos parte de una familia y, posteriormente, de otras agrupaciones. La condición humana no es únicamente una condición física y de inserción en instituciones primarias (familia, escuela, localidad). La humanidad no se posee, se ha de conquistar a través de los valores y la práctica de virtudes. No todos los “humanos” son humanos. Por eso, hablamos de “comportamientos inhumanos”. La dignidad humana es un proceso de construcción personal y social que ha de cultivarse. El paso de individuo a persona y de esta a ciudadano es un proceso educativo fundamental en el que intervienen la familia, la escuela y todas las realidades e instituciones que inciden en nuestra forma de ser y estar en el mundo. La adquisición de ciudadanía, más allá de los derechos y deberes constitucionales, se lleva a cabo a través de la acción para construir una sociedad mejor.
Hans Jonas (1995) y Simone Weil (2000) han realizado contribuciones muy interesantes sobre la responsabilidad y las obligaciones que tenemos con los otros. El libro de los Hechos de los Apóstoles nos presenta, a través de una narración, una propuesta de ser ciudadano: “Me refiero a Jesús de Nazaret, que pasó haciendo el bien y curando a los oprimidos” (Hechos de los Apóstoles 10, 38). “Hacer el bien” y “curar a los oprimidos” se concretan en el capítulo 25 del Evangelio según san Mateo con la exposición de una serie de acciones en favor de quienes más sufren. La prioridad de la vida es actuar contra el hambre, la sed, el rechazo de inmigrantes, las enfermedades y la situación de los presos y las presas.
A la luz de lo escrito anteriormente, podemos llegar a una primera aproximación a lo que es ciudadanía: la práctica activa del compromiso para hacer el bien a quienes nos rodean, para aproximarnos a las personas y a los colectivos sociales que sufren abandono, empobrecimiento e injusticia y para luchar contra las causas estructurales que generan sufrimiento social, económico y político. No hay, pues, ciudadanía sin activismo social.
La dialéctica que define la historia transcurre entre la dominación y la emancipación liberadora, entre la inhumanidad y la humanidad. La historia de la construcción de la ciudadanía nos muestra muy bien esta tensión dialéctica (Heater, 2009; Horrach, 2009). La filosofía y la ciencia política nos exponen diversos modelos de ciudadanía que arrancan del paradigma de ciudadanía republicana clásica y se desarrollan con los modelos de ciudadanía liberal y ciudadanía social. El pensamiento filosófico del republicanismo a este respecto resulta especialmente interesante (Pettit, 1999; Velasco, 2006). Una sencilla tipología de los modelos de ciudadanía puede ser la siguiente: republicana clásica, evangélica cristiana, liberal, del movimiento obrero (socialista, comunista y libertaria), antimperialista e internacionalista, comunitarista, republicana contemporánea e identitaria moderna1.
El ejercicio práctico de la ciudadanía requiere afrontar las nuevas realidades que debilitan la democracia, que etimológicamente está compuesta por las palabras griegas demos (‘pueblo’) y krátos (‘poder’, ‘gobierno’). Democracia es el poder del pueblo, que es el que ha de gobernar. Se opone a sistemas de gobierno de élites, de poderes de minorías económicas, financieras y mediáticas, y de lobbies o grupos de presión.
El análisis de la historia y de la realidad actual nos muestra que una gran parte de las personas en el mundo, incluso en los países democráticos más avanzados, no son plenamente ciudadanos y ciudadanas. Las libertades y los derechos no pueden ser ejercidos por completo debido a las situaciones de dominación, explotación, exclusión y desigualdad. El empobrecimiento en Asia, África y América Latina, los movimientos de migrantes, refugiados y refugiadas, los conflictos bélicos, los feminicidios y violencias contra las mujeres, la infancia pobre, la precariedad laboral, la exclusión social, las crecientes desigualdades impiden la ciudadanía de pleno derecho. Solo un avance real de la libertad como “no dominación” puede hacer efectivos la condición y el ejercicio de la ciudadanía.
Por lo que respecta a los países democráticos, nos encontramos con el hecho de un progresivo vaciamiento de la democracia real (Álvarez Cantalapiedra, 2019). Esto es debido a que los poderes fácticos —empresariales, financieros, mediáticos — se imponen a los Gobiernos y a la soberanía parlamentaria en muchas ocasiones. Además, el bajo nivel de asociacionismo ciudadano y los porcentajes de abstencionismo en las elecciones, especialmente en sectores populares empobrecidos, también contribuyen al déficit de ciudadanía. Muchas personas limitan su actividad ciudadana a votar y a cumplir las reglas establecidas. Nos encontramos asimismo ante activismos ciudadanos neoliberales, neoconservadores, xenófobos, neonazis. Todos estos comportamientos favorecen democracias de baja intensidad e incluso serias advertencias sobre la posible hegemonía de un autoritarismo antidemocrático. La historia del nazismo y del fascismo tiene que ser aprendida en las escuelas y en las familias.
El esclavismo, el absolutismo y la dominación presiden la historia y la realidad internacional actual. Igual que Espartaco se levantó contra el esclavismo del Imperio romano, hoy necesitamos “espartaquistas del siglo XXI” que luchen contra las nuevas formas de esclavitud: trata de personas, explotación sexual, laboral y militar de niñas y niños, opresión laboral, comercio internacional injusto, guerras, apropiación y destrucción medioambiental de países, etc.
Afortunadamente, en todos los continentes existe una ciudadanía democrática muy activa, como hemos podido comprobar en las movilizaciones de 2019 en numerosos países. Estas enlazan con un ciclo más largo que se inició en el año 2001 con la creación del Foro Social Mundial y que tuvo un momento álgido en 2011 con el 15O, un Día Mundial de la Movilización Social celebrado en más de 1000 ciudades de 87 países. Estuvo precedido por el 15M en España, un acontecimiento que tuvo impacto mundial. El papa Francisco alabó las movilizaciones de los jóvenes en el mundo en la Jornada Mundial de la Juventud celebrada en Río de Janeiro en 2013:
Veo que tantos jóvenes en muchas partes del mundo han salido por las calles para expresar el deseo de una civilización más justa y fraterna. Son jóvenes que quieren ser protagonistas del cambio. ¡Ustedes son los que tienen el futuro! Por ustedes entra el futuro en el mundo. A ustedes les pido que sean protagonistas de este cambio.
El Cetri belga, creado por François Houtart, publica todos los años el Informe sobre el estado de las resistencias y las luchas sociales en el mundo, que constata la existencia de una ciudadanía muy activa.
La ciudadanía global todavía está en ciernes y, además, se encuentra muy amenazada por los repliegues neonacionalistas y por el refuerzo de las identidades patrióticas. El racismo y la xenofobia ante inmigrantes, refugiados y refugiadas, que está potenciando el ascenso de partidos de extrema derecha y de Gobiernos muy centrados en el control de sus fronteras, es un hecho que impide la expansión de la ciudadanía global. La crisis socioeconómica en países de capitalismo avanzado también incide en la reivindicación del “nosotros primero” y en la reducción de la solidaridad internacional. Incluso, el feminismo y el ecologismo, salvo notables excepciones, carecen de una perspectiva internacionalista. Las izquierdas mayoritarias están centradas en la reconstrucción del Estado de bienestar dentro del marco del Estado-nación y también propugnan políticas migratorias y de refugiados y refugiadas muy restrictivas, sin incidir en las causas internacionales que las originan. La carencia de políticas internacionalistas en todos los Gobiernos de derecha y de izquierda en Occidente es inmensa. No hay políticas de justicia global y transnacional, aunque sí existen propuestas muy interesantes desde la sociedad civil (Díaz-Salazar, 1996, 2004, 2011). Para realizar un proyecto de contrahegemonía cultural, moral y social ante esta situación necesitamos anclarnos en un pensamiento sólido sobre la injusticia global (Mate, 2011).
Hacia la mundialización de la ciudadanía
La concepción de ciudadanía siempre se ha elaborado dentro de los límites de Occidente. Eso explica la escasa oposición al imperialismo y al colonialismo de quienes la pensaron, salvo excepciones notables, empezando por Bartolomé de Las Casas (Fernández Buey, 1995). La defensa de la ciudadanía y su ejercicio no rebasan, en los mejores casos, el marco del Estado-nación y, a lo sumo, como es el caso de Europa, el marco de la Unión Europea.
No obstante, existen, aunque sean minoritarios, diversos modelos y prácticas de ciudadanía global. Hay un pensamiento de relevancia internacional, como el elaborado por pensadores como Martha Nussbaum (1999, 2020), David Held (1997, 2012), Jürgen Habermas (2007), Enrique Dussel (2007) y Saskia Sassen (2003), que está generando una concepción de ciudadanía cosmopolita y de ciudadanía posnacional y transcultural, teniendo especialmente en cuenta las migraciones intercontinentales. La presencia de inmigrantes de diversos continentes en países occidentales obliga a reelaborar la concepción de ciudadanía y a adoptar nuevos marcos legales y políticos (Aguilera, 2011; Mezzadra, 2005). Resultan muy interesantes asimismo el pensamiento y las propuestas sobre democracia cosmopolita (Beck, 2001; Held y Archibugi, 1995, 2012; Riutort, 2007; Tortosa, 2004).
Tipos predominantes de ciudadanía global
Para analizar los modelos de ciudadanía global más extendidos en nuestro mundo, expongo la siguiente tipología:
• La ciudadanía global turística. La extensión del turismo a países cada vez más alejados y exóticos está favoreciendo una ciudadanía global más o menos impregnada de otras culturas. La recepción de turistas en países donde esta actividad constituye una buena parte de la economía nacional también incide en la “globalización mental” de una parte de los habitantes.
• La ciudadanía global empresarial. Es la que Florencia Luci (2014) denomina “la internacional de los managers”, compuesta por empresarios, ejecutivos y profesionales que trabajan en el ámbito de empresas transnacionales y en otros sectores de la economía globalizada. La demanda creciente de bilingüismo en los centros escolares está asociada a la necesidad de dominar la lengua inglesa para insertarse en los niveles más altos de la pirámide social, que está globalizada.
• La ciudadanía global informada y atenta a lo que sucede fuera de las fronteras de su Estado-nación. Un sector se interesa fundamentalmente por lo que acontece en el mundo occidental. Otro, sin ignorar lo anterior, tiene mayor interés por la realidad de Asia, África y América Latina. Lo que caracteriza a este tipo de ciudadanía es que su implicación no trasciende la preocupación por las condiciones de vida en dichos países.
• La ciudadanía global aprendida en centros escolares que desean mundializar la visión de los estudiantes, sensibilizarlos con la pobreza en diversos continentes y con la riqueza de sus culturas y organizaciones de acción social. El paso del aprendizaje al activismo solidario internacionalista persistente, más allá de acciones puntuales, es el gran reto que tiene que enfrentar este tipo de ciudadanía global.
• La ciudadanía global multicultural. Las migraciones continentales y, especialmente, las intercontinentales están generando en todo el mundo una mezcla de culturas, identidades, religiones, lenguas, estilos de vida muy diferentes a los de los países en los que se enraízan los emigrantes. Las migraciones son un flujo imparable y, además, constituyen una necesidad laboral y económica cada vez mayor en los países enriquecidos. Las nuevas culturas se visibilizan y cambian el panorama de las ciudades y de los pueblos. El multiculturalismo genera una coexistencia más o menos tensa entre identidades diversas que debemos superar a través de la interculturalidad.
Considero que algunos de los anteriores tipos de ciudadanía global son valiosos, pero no son los más adecuados para afrontar los desafíos de la crisis de civilización que atravesamos y para lograr que otro mundo sea posible. Por eso, voy a proponer un modelo alternativo.
Ciudadanía global ecológica, internacionalista y social
El modelo de ciudadanía global que planteo tiene tres características fundamentales:
• Una visión mundial de los problemas ecológicos y sociales que causan mayor sufrimiento a millones de personas empobrecidas y a la Tierra herida y ultrajada.
• Un sistema personal de sentimientos y emociones basado en la compasión y el hambre y la sed de justicia para asumir como propio el sufrimiento ajeno y lejano de quienes están fuera de los núcleos familiares, de amistades, vecindad y nacionalidad.
• Un compromiso glocal para que, desde la acción ecosocial en el entorno cercano, se incida en los problemas ecológicos y sociales que tienen una dimensión mundial, descubriendo las conexiones entre lo que sucede en lo global y en lo local.
La ciudadanía global ha de ser ecológica y ha de estar basada en un tipo específico de ecología que pensadores, pensadoras y activistas vinculados al ecologismo de los pobres caracterizan como “integral y sistémica” (Boff, 2011; Escobar, Esteva y Gudynas, 2019; Fernández Buey, 2012; Francisco, 2015; Löwy, 2015; Martínez Alier, 2011; Riechmann, 2001, 2018). Es una ecología que incide en las causas económicas, políticas y culturales que generan la destrucción medioambiental y empobrecen a las personas y a las colectividades. Se basa en prácticas personales y comunitarias alternativas, pero también hace hincapié en las causas y trabaja para la transición hacia un poscapitalismo ecológico (Acosta y Brand, 2019; Houtart, 2014; Löwy, 2012; Riechmann, 2006; Riechmann y Carpintero, 2014; Riechmann, González Reyes, Herrero y Madorrán, 2012; Tanuro, 2020).
La destrucción del medioambiente y los constantes ataques a la Madre Tierra por el extractivismo abusivo y los sistemas incontrolados de producción y consumo crean grandes problemas en el mundo. Hay una profunda conexión entre capitalismo, devastación de la naturaleza y empobrecimiento global.
La ecología es una cuestión holística, pues vincula modo de producción económica, consumo y estilos de vida. Y afecta también a la moral personal, a la civilización que tenemos y a la ecocivilización que hemos de construir (Boff, 2000, 2001, 2012, 2017).
La ciudadanía global ha de ser social e internacionalista. Existe una clara vinculación entre los problemas ecológicos y los problemas sociales, pero estos van más allá de la ecología. Cuando utilizo el término “internacionalista”, me refiero a la prioridad de la solidaridad con los pueblos dominados y explotados de lo que se denominó “el tercer mundo”. También a la solidaridad con los movimientos de los “pobres organizados” —una expresión del papa Francisco en sus encuentros con los movimientos populares — en esos territorios. Le doy mucha importancia a la dimensión internacional de los problemas sociales, pues mi vida personal y profesional siempre ha estado centrada en un núcleo: el problema del empobrecimiento de miles de millones de personas en los países de América Latina, Asia y África, las desigualdades internacionales entre países enriquecidos y países empobrecidos, y las políticas de justicia global y nacional de los Estados y de los movimientos sociales. Llevo más de treinta años dedicado a esta temática en la universidad y en mi compromiso personal. Si hago esta disquisición es para comunicar, para transmitir que la intensidad del sufrimiento social es lo que debe determinar todo. ¡Qué lejos quedan ahora los otros modelos de ciudadanía global expuestos en el apartado anterior!
Hay un problema absolutamente central para este planteamiento: las migraciones —económicas, políticas, medioambientales, por conflictos bélicos—. Los emigrantes y refugiados y refugiadas en Europa son la punta del iceberg del inmenso problema social global generado por el sistema-mundo imperante, que es injusto y crea la pobreza absoluta y el abismo de desigualdad internacional. Los Estados y los ciudadanos y ciudadanas que vemos en nuestras ciudades y pueblos a los inmigrantes y refugiados y refugiadas ya no podemos ser ciegos ante la catástrofe de la radical injusticia que impera en el mundo. Por eso, las diversas reacciones y demandas ante la inmigración nos indican los tipos de ciudadanía que hay en los países. Existe una ciudadanía xenófoba, una ciudadanía internacionalista solidaria y una ciudadanía que se mueve por el egoísmo racional. Esta última rechaza la xenofobia y el cierre de fronteras, pero demanda acoger solo a los inmigrantes que necesitan la producción económica y la asistencia a dependientes. No se plantea la incidencia en las causas estructurales que originan los movimientos de migrantes y refugiados y refugiadas.
Considero que los problemas ecosociales que han de articular la mentalidad, los sentimientos y las acciones del tipo de ciudadanía global propuesto son los siguientes:
• Pobreza absoluta y desigualdades internacionales.
• Destrucción medioambiental y cambio climático.
• Conflictos bélicos y militarismo.
• Violación de derechos humanos.
• Discriminación y violencia contra las mujeres.
• Migraciones y refugiados y refugiadas.
• Exclusión social.
• Precariedad y explotación laboral.
• Racismo, xenofobia, choque de culturas.
• Consumismo antiecológico y publicidad perniciosa.
Ecojusticia: el concepto clave para la ciudadanía global
Desde el punto de vista teórico, tan necesario para orientar las buenas prácticas, resulta fundamental la concepción de la ecojusticia, que vincula los derechos humanos y el medioambiente (Sachs, 1996). En la visión liberal de la justicia, que es la imperante en los países democráticos, las libertades civiles para los individuos son lo más importante. El marco de la justicia es el Estado-nación, aunque algunos sectores proclamen retóricamente la necesidad de una justicia cosmopolita. Existen otras visiones de la justicia que no son dominantes: republicana, comunitarista, socialista, libertaria, comunista.
La ecojusticia plantea otra visión que incluye las injusticias transfronterizas, los derechos humanos universales y los crímenes ecológicos, sociales, políticos, militares y económicos contra la humanidad. También otorga mucha relevancia a los derechos de comunidades locales que luchan por mantener ecológicamente sus entornos ante su explotación por el extractivismo injusto que están practicando las empresas transnacionales.
Joan Martínez Alier utiliza el término “justicia ambiental” (2001, 2011, 2015, 2017). Este autor coordina un equipo internacional que está analizando las luchas vinculadas a este tipo de justicia, protagonizadas mayoritariamente por movimientos del ecologismo de los pobres. Ese equipo ha elaborado un Atlas mundial de los conflictos socioambientales (Environmental Justice, 2020). Este tipo de justicia se enfrenta a la deuda ecológica, a la biopiratería, al comercio internacional desigual y ecológicamente injusto. Se opone asimismo a los diversos tipos de pérdida de soberanía nacional: alimentaria, energética, hídrica. Para ella son prioritarios los derechos a la seguridad alimentaria y al agua. También defiende derechos de la naturaleza y de la Tierra.
Naomi Klein vincula injusticia del capitalismo global y cambio climático originado por el sistema de producción y consumo promovido por las grandes potencias del Norte y del Sur del mundo, así como por el resto de los países enriquecidos de la OCDE. A su vez, analiza los movimientos locales, nacionales y globales por la justicia climática. Los denomina blockadia, porque actúan como un bloque social que interviene en los conflictos socioambientales. Se oponen a las empresas transnacionales que causan pérdida de soberanía local de los territorios, generan alteraciones graves en los modos de vida y producción de las comunidades, provocan migraciones y contribuyen al cambio climático. Estos movimientos proponen modelos de ecodesarrollo (Klein, 2015).
Considero que hay una estrategia económica y militar que está generando guerras latentes por los recursos mundiales para fortalecer el poder de los países más enriquecidos o que esperan serlo. El deshielo del Ártico es una buena prueba de lo que afirmo, en la medida en que se combinan factores mundiales de cambio climático y estrategias de diversos países con sus ejércitos presentes en este territorio para hacerse con el control de recursos ocultos bajo el hielo antártico. Este deshielo creado por el sistema industrial capitalista y por los modelos de crecimiento económico de las nuevas potencias emergentes es visto como una oportunidad de negocio y como apertura de nuevas vías para el tránsito de barcos que es clave en el comercio internacional (Kunzig y Shea, 2019).
Pienso que, de todos los términos que he expuesto provenientes del ecologismo, el más global es el de ecojusticia. Es el más cercano a justicia ecológica, pero va más allá de él al conectar esta con la justicia social. Las migraciones, los conflictos bélicos, la explotación laboral, el empobrecimiento urbano y rural, los agrocombustibles, el hambre, el acaparamiento de tierras por grandes potencias son problemas de justicia social que mantienen una estrecha conexión con la injusticia ecológica.
Es significativa la acción conjunta global de movimientos sociales como Greenpeace, Amnistía Internacional y ONGD como Oxfam Intermón y Médicos sin Fronteras. Son una manifestación de un activismo internacionalista que incide a la vez en la ecología, los derechos humanos, la salud de los empobrecidos, el comercio de armas, la pobreza absoluta, las migraciones y las desigualdades.
Desde las comunidades religiosas transnacionales, que quizá son las organizaciones más globalizadas y universalizadas, también se han establecido compromisos sociales muy intensos en favor de la ecojusticia. El Consejo Mundial de Iglesias ha sido pionero en el uso de este concepto (Consejo Mundial de Iglesias, 2005). En la Declaración sobre ecojusticia y deuda ecológica, el Consejo Mundial de Iglesias “propone el reconocimiento y la aplicación de un concepto que exprese la profunda obligación moral de promover la justicia ecológica, mediante el pago de nuestras deudas con los pueblos más afectados por la destrucción ecológica y con la propia Tierra” (Consejo Mundial de Iglesias, 2009). En la Declaración sobre la justicia climática, afirma que “las víctimas del cambio climático son el nuevo rostro del pobre, la viuda y el extranjero que Dios ama y cuida de manera especial” (Consejo Mundial de Iglesias, 2016).
En el ámbito católico, existen en todos los continentes las Comisiones de Justicia, Paz y Cuidado de la Creación, que están muy comprometidas con la ecojusticia. Es muy valioso para la acción ecosocial el documento de Justicia y Paz, Si quieres la paz, cuida la Tierra (2011). Asimismo, el ecobudismo y el ecohinduismo comprometidos también son inspiradores de movimientos del ecologismo de los pobres en Asia (Löwy, et al., 2014).
Fraternidad económica, social y ecológica: la cultura de fondo necesaria para una ciudadanía global
Las formas de pensar, sentir y actuar constituyen, de manera consciente o inconsciente, las culturas brújula que orientan y determinan tanto los objetivos y aspiraciones vitales como los comportamientos prácticos. La ciudadanía global que propongo no se basa solo en acciones, sino en algo previo y fundamental: la cultura de fondo que hace que las personas y las sociedades tengan una forma de ser y de estar en el mundo. Para conseguir que en algún momento este tipo de ciudadanía sea la dominante y la constructora de una nueva cosmos-polis planetaria, tenemos que trabajar en la transformación cultural y en aprender a vivir de otra manera.
Esta cosmovisión y antropología de fondo se basan en el reconocimiento de la dignidad inviolable de todos los seres humanos y de la Tierra. La fuente de esta dignidad es la fraternidad, tanto la inspirada en religiones como en filosofías morales agnósticas y ateas, entre las que destacan las clásicas griegas y el republicanismo (Domènech, 1993, 2019).
La que propongo no es la fraternidad propia de un humanismo abstracto y retórico que muy acertadamente criticaron Karl Marx y diversas corrientes del movimiento obrero histórico. Se trata de una fraternidad con la naturaleza y entre las personas, que se traduce en fraternidad económica, social y ecológica. Exige la existencia de estructuras económicas, ecológicas, políticas y culturales propias de una fratría cosmopolita. Y es asimismo una fraternidad para los cuidados de la Madre Tierra y de las personas vulnerables.
La igualdad ha de estar precedida de la fraternidad y de ella también nace la libertad como “no dominación”. La ruptura de la unión consustancial y bien ordenada de la tríada libertad-igualdad-fraternidad marca la crisis de la civilización occidental que se ha construido en los últimos siglos. En unos países ha primado la concepción liberal de libertad —distinta de la concepción de la filosofía del republicanismo basada en la “no dominación”— y en otros, la igualdad en sus concepciones leninistas, estalinistas y maoístas. Unas y otras han olvidado que todo empieza por la fraternidad y sin ella la economía, la política y la cultura se desnortan. Por eso es tan relevante el proyecto de Declaración universal del bien común de la humanidad (Houtart, 2013).
Para la fraternidad internacionalista y ecologista son muy relevantes las aportaciones que vienen del Evangelio y del pensamiento de algunos filósofos y teólogos de la liberación. No es necesario ser cristiano para asumir estas aportaciones. Es perfectamente posible una asunción laica de las mismas. En primer lugar, me refiero a lo que denomino la cultura del “aprojimarse”, basándome en el relato evangélico del buen samaritano. Esta parábola de Jesús de Nazaret contiene la respuesta a una pregunta que le hicieron y que es esencial para la educación de una ciudadanía global: “¿Y quién es mi prójimo?”. En el relato se nos habla de una persona abandonada y herida al borde de un camino (“molida a palos”). Personajes muy significativos, entre ellos un clérigo judío, la veían y pasaban de largo; sin embargo, un samaritano (personas muy mal vistas por las autoridades religiosas judías) “se le acercó a él […] y lo cuidó”. Jesús les devuelve su pregunta después de la narración con otra: “¿Quién se hizo prójimo?”. Un jurista le contestó: “El que tuvo compasión de él”. Y Jesús le dijo: “Pues anda, haz tú lo mismo” (Evangelio según san Lucas 10, 25-37).
Es muy valiosa esta invitación a considerar el prójimo no como el que está a tu lado y pertenece a tu familia, a tus amigos, a los miembros de tu nación, de tu religión, de tu raza, de tu cultura, de tu ideología política. Por el contrario, la fraternidad se hace real a través de la acción del que “se hizo prójimo”. Desde esta perspectiva, el prójimo no se reduce a las personas cercanas y a los habitantes del propio país. Es el que está alejado y maltratado y esa persona y ese país se autoconstituyen como humanos en la medida en que se aprojiman (aproximan), cuidan y se apasionan para restablecerlo y sanarlo (compasión que es con-pasión). El cuidado de la víctima maltratada es el que otorga humanidad y dignidad. Lo inhumano e indigno es pasar de largo.
Las aplicaciones de esta parábola a la realidad actual ayudan para entender la cultura, la economía y la política del mal samaritano (Béjar, 2001). Vivimos en tiempos de “malos samaritanos”. En nuestro mundo se levantan muros de todo tipo y crecen la xenofobia, el racismo, el rechazo de los inmigrantes y refugiados y refugiadas, la precariedad laboral, las políticas migratorias de cierre de fronteras, el apoyo electoral de millones de votantes a líderes y partidos de extrema derecha xenófoba y sembradores de una cultura del odio. Adela Cortina ha acertado plenamente con el uso del término aporofobia como rechazo al pobre y desafío a la democracia (2017).
También resultan imprescindibles para la cultura de fondo de la ciudadanía global las aportaciones de lo que Martha Nussbaum llama “la tradición cosmopolita” (2020) en el ámbito de las filosofías, las que provienen de la historia del movimiento obrero y de los movimientos antimperialistas, así como de las alternativas y movilizaciones frente al tipo de globalización imperante que plantean los movimientos sociales que convergen en el Foro Social Mundial (Díaz-Salazar, 2004). Todas estas contribuciones tienen que ser enseñadas y aprendidas en un nuevo modelo de educación que exige asumir la ciudadanía global como el eje de la planificación, realización y evaluación de la actividad de escuelas, familias y ámbitos de educación no formal.
La Educación para la Ciudadanía Global ha de ir generando el sentido de pertenencia a la Tierra-Patria (Morin, 2001) y debemos convertirnos dentro de nuestro Estado en defensores de los derechos humanos de los países empobrecidos y devastados ecológicamente. Desde nuestra vivencia de la ciudadanía global, tenemos que visibilizar la situación de estos países, sus luchas y sus propuestas de justicia. Es muy importante que realicemos prácticas concretas de solidaridad internacional en la sociedad civil (Díaz-Salazar, 1996), que incidamos en las causas estructurales que provocan su empobrecimiento y que presionemos para que se instauren políticas de justicia global y nacional (Díaz-Salazar, 2004, 2012).