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Migraciones y refugiados. Hacia una nueva ciudadanía global

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Gonzalo Fanjul, Juan Iglesias y Violeta Velasco

Las migraciones internacionales se dividen tradicionalmente en dos flujos diferentes. Por un lado, se habla de migración económica, protagonizada por migrantes cuya principal motivación es la mejora de sus condiciones de vida. Por otro, se habla de migración forzosa para destacar un tipo de desplazamiento provocado por una causa de fuerza mayor que obliga a huir o salir de la comunidad de origen. En la migración forzosa, a su vez, se diferencia entre refugiados, que son aquellos que se mueven internacionalmente por alguna de las causas de movimiento forzoso recogidas en la Convención de Ginebra; desplazados, que son aquellos que se mueven forzosamente dentro de las fronteras de un mismo país; y otros migrantes forzosos, que son los que se ven obligados a desplazarse por otras causas primarias de fuerza mayor que no son recogidas en la Convención: migración climática, desplazamiento por grandes construcciones o proyectos de desarrollo, etc. Estos últimos tipos de migración se están incrementando en los como consecuencia de los desequilibrios ecológicos y económicos globales (Acnur, 2019; Idmc, 2019; Iglesias, Fanjul y Manzanedo, 2016; Migration Data Portal, 2020; OIM, 2020).

Las principales tendencias de las migraciones internacionales en el mundo actual

La primera tendencia que hay que destacar es el progresivo incremento y diversificación de los flujos migratorios internacionales. Un proceso relacionado con diversos factores entre los que destacan dos: por un lado, el proceso de globalización actual ha ampliado, de forma creciente, el reclutamiento de trabajadores extranjeros por parte de las economías centrales. La migración laboral internacional, principalmente aquella que se dirige desde países periféricos a países en desarrollo, se ha convertido, así, en un insumo central para los procesos de crecimiento de las economías centrales. Una migración, y es necesario recordarlo, que se produce, sobre todo, por la constante demanda de trabajo migrante mayoritariamente más barato y flexible, de dichas economías con el fin de ganar competitividad y rentabilidad global.

Por otro lado, el constante crecimiento de los flujos migratorios forzosos está asociado, fundamentalmente, a las nuevas inestabilidades e inequidades políticas, socioeconómicas y climáticas que el actual proceso de globalización está creando en determinados países y comunidades periféricas.

En el año 2019 se alcanzaron los 272 millones de migrantes internacionales en todo el mundo, lo que representa un 3,3% de la población mundial (Migration Data Portal, 2020). Una cifra que representa un claro incremento con respecto a los 155 millones de migrantes estimados en el año 2000 (2,8% de la población mundial), y los 84 millones del año 1970 (OIM, 2020). Unas cifras elevadas, pero que evidencian que la mayoría de la población mundial no migra y sigue viviendo en sus países de origen. Los números relativos se mantienen estables entre el 3% y el 4% de la población mundial desde 1960.

La mayoría de los migrantes internacionales, un 72%, se encuentra en edad de trabajar, 18-64 años. Un 52% son hombres y un 48%, mujeres que han dejado de migrar “pasivamente” como parte de procesos de reagrupación familiar, y que se han convertido en protagonistas de los flujos migratorios internacionales, asociadas, especialmente, a la demanda de sectores laborales precarizados.

En 2015, Europa y Asia acogieron aproximadamente a 72 millones de migrantes, el 62% de la población total, seguidos de cerca por América del Norte, con 54 millones de migrantes, el 22% del total. Finalmente, África, 9%, y América Latina y el Caribe, 4%, acogen un porcentaje de migrantes internacionales significativo, pero más reducido en términos globales. El flujo migratorio central se produce entre países periféricos y centrales, 2/3 del conjunto de la migración mundial. Los principales países de origen son India, México, Federación Rusa, China y Bangladesh. Los principales países receptores son Estados Unidos, Alemania, Federación Rusa, Arabia Saudí y Reino Unido. España ocupa el décimo puesto a nivel mundial.

El incremento de la migración ha producido un paulatino y creciente proceso de diversificación de flujos. Más países, poblaciones y territorios se incorporan a flujos migratorios internacionales, bien como emisores o receptores, bien como emisores y receptores a la vez —Colombia, México, Federación Rusa, etc. —. Un proceso de diversificación que, a través de la migración, transnacionaliza el destino social de diferentes poblaciones, territorios y mercados de trabajo nacionales.

La segunda tendencia central es que una gran mayoría de la inmigración internacional tiende a permanecer y echar raíces en los países de acogida, convirtiéndose así en una parte consustancial de la población del país. Un proceso de inserción o integración social que, mayoritariamente, se caracteriza por dos procesos sociales paralelos: una profunda etnoestratificación social que transforma a la gran mayoría de la población de origen inmigrante en el sector social con las peores condiciones materiales y laborales de los países de acogida. Y la emergencia de la diversidad étnica como clave social y política fundamental de las sociedades de acogida, en la medida en que se generaliza en ellas el proceso de arraigo personal, familiar y social de los inmigrantes y de sus hijos.

La población de origen inmigrante —nacidos en el extranjero sin contar los hijos de los inmigrantes nacidos en el país de acogida— tiene cada vez mayor peso en diferentes países: Australia, 28%, Canadá, 21%, Líbano, Austria 17%, Estados Unidos., 16%, Suecia, 16%, España 15%, Chile, 7,2%, etc. (Iglesias, 2017). Al tiempo, la mayoría de los trabajadores migrantes en el mundo se desempeña en el sector de los servicios (71,1%), principalmente en aquellos trabajos de servicios de baja cualificación. El resto trabajaba en los sectores de las manufacturas y la construcción (26,7 millones o el 17,8%) y en el sector agrícola (11,1%).

La tercera tendencia central es la aparición de comunidades transnacionales o diásporas, un fenómeno que se ha multiplicado con las nuevas tecnologías de la información y la comunicación, y el descenso de los costes de transporte. Los inmigrantes, así, además de integrarse, mantienen sus vínculos y desarrollan prácticas transnacionales con sus comunidades de origen —apoyo a nuevos migrantes, circulación y retorno, remesas, inversiones en bienes familiares— y productivas, etc. Unas prácticas que tienen consecuencias para sus hogares y comunidades, y que obligan a repensar los vínculos entre migraciones y desarrollo.

En los últimos años, las remesas enviadas por los migrantes a sus familias y comunidades no han dejado de crecer, pasando de los 126.000$ millones del año 2000, a los 575.000$ millones de 2016. Remesas que, a nivel mundial, son más elevadas que el flujo de la Ayuda Oficial al Desarrollo y que, en ocasiones, superan al flujo de inversión extranjera directa. De hecho, para algunos países el binomio migración internacional + remesas se ha convertido en su principal estrategia de desarrollo, superando el 25% del PIB nacional: Kirguistán (35,4%), Nepal (29,7%), Liberia (29,6%), Haití (27,8%), etc.

La cuarta tendencia es que la población mundial de refugiados no ha dejado de crecer a nivel mundial desde los años 70, hasta alcanzar, los 70,4 millones de personas en 2018. De los cuales, 25,4 millones eran refugiados, 3,1 millones solicitantes de asilo y 40 millones desplazadas forzosos dentro de sus países. (Acnur, 2019). Los países centrales en términos de refugio son estados periféricos: Siria (6,3 millones) Afganistán (2,6 millones), Sudán del Sur (2,4 millones), Myanmar (1,2 millones) y Somalia (986.400).

Ahora bien, lo que parece más sorprendente es que la gran mayoría de los refugiados se encuentran acogidos en países en desarrollo, países que deben lidiar con una migración forzosa elevada y asumir el coste, que no deja de ser un problema de gestión global en un contexto, además, donde las contribuciones y el rol de los países desarrollados se han vuelto cada vez más restrictivos. Los principales países de acogida son Turquía (3,5 millones), Pakistán y Uganda (ambos 1,4 millones). Entre los ocho países que más acogían, solo había uno europeo, Alemania (0,97 millones). Los países empobrecidos acogieron en 2018 al 85% del total de la población forzosa mundial, cifra que era del 84% en 2016.

En cuanto a las migraciones ambientales, todos los informes recogen el crecimiento de este tipo de desplazamiento en los próximos años. Entre la confusión de cifras, hay que destacar, por su rigor, los informes anuales del Idmc que señalan que en 2017 hubo un total de 18,8 millones de nuevos desplazamientos internos debidos a desastres naturales y 1,3 millones, por sequías. (Idmc, 2019). La previsión más aceptada para los próximos años es la de la Universidad de las Naciones Unidas, que habla de 200 millones de migrantes ambientales en 2050, pero la cifra podría dispararse hasta los 1.000 millones (Kamal, 2018).

Xenofobia y racismo ante la presencia de migrantes y refugiados

Dentro de los diferentes retos que plantean las migraciones internacionales, hay uno que se ha tornado central en los últimos años tanto en países desarrollados como en los países en desarrollo: el aumento de la xenofobia y el racismo. Por supuesto, no se puede abordar en profundidad la cuestión en este espacio, pero sí apuntar algún aspecto clave.

En primer lugar, es necesario identificar la cuestión como problema, indagando en las bases de lo que llamamos racismo y xenofobia para encontrar que el prejuicio étnico y racial, a nivel individual y grupal, es algo muy extendido en las comunidades nacionales, incluso entre aquellos que se muestran favorables a la inmigración.

Durante el periodo de crisis económica reciente se ha producido un incremento, especialmente en sectores populares, de los discursos nativos, que reclaman mayores controles migratorios y la ventaja o preferencia de la población nativa en el acceso al trabajo y las ayudas sociales. Detrás de esos discursos hay dos aspectos. Primero, un malestar social real ligado a motivos sociales reales: la continuada y creciente precarización del trabajo, especialmente del trabajo obrero, los recortes del estado social, las transformaciones en los vínculos e identificaciones comunitarias generadas por la globalización y la creciente diversidad étnica, etc. Problemas que necesitan ser encarados con nuevas políticas, diferentes, en buena lógica, a aquellas que los han creado. Y segundo, un diagnóstico distorsionado sobre la realidad, basado en la idea de que la inmigración es la causa central y única del deterioro del trabajo, el estado social y la quiebra de la vieja comunidad política.

El crecimiento y el impacto de estos discursos nativos se transforma cualitativamente cuando un determinado conglomerado, político, social y mediático, generalmente ligado a posiciones de derecha extrema y de extrema derecha, los politiza y sistematiza, reivindicando la “vieja” comunidad nacional, y culpando a la inmigración de los malestares sociales reales, con el fin de obtener hegemonía social, electoral y política. La expansión de este fenómeno de politización de la inmigración se ha apoyado en tres factores esenciales (porCausa, 2019a):

• Relevancia creciente del eje identitario “ellos versus nosotros” por oposición al ideológico “derecha versus izquierda” como factor de segmentación social.

• Proliferación de la desinformación como consecuencia de la revolución informativa digital y la deslegitimación de los intermediarios informativos tradicionales.

• Ofensiva antiinmigración sobre la base de un modelo MacPopulista bien coordinado y adaptado de manera inteligente a los contextos nacionales.

Una política migratoria restrictiva concebida para detener los flujos a toda costa, no para gobernarlos, y que olvida las políticas de integración activas.

Los países desarrollados —que, en su mayoría, constituyen un destino atractivo para los migrantes de regiones menos prósperas— muestran importantes similitudes en su gestión de las fronteras exteriores. Una de las fundamentales es la obsesión por la entrada irregular de inmigrantes. Para la Unión Europea, Estados Unidos o Australia y, en menor medida, para otros destinos como Canadá o Nueva Zelanda, el objetivo práctico de las políticas de inmigración es controlar o detener la llegada de trabajadores y solicitantes de asilo, antes que gobernar estos flujos con incentivos negativos y positivos que fomenten la colaboración real de los países de origen y de los propios migrantes (Fanjul, 2015; Fanjul y Rodríguez, 2018; Naïr, 2016).

La movilidad humana, sin embargo, se rige por pulsiones que escapan a menudo del control último de los gobiernos, lo que genera una disociación entre la realidad y las políticas migratorias (Clemens et al., 2016). En su empeño por controlar los flujos a toda costa, los países de destino han encarecido, obstaculizado y encanallado las rutas migratorias, pero no han sido incapaces de cerrarlas. Esto no ha solo ha derivado en dramáticas consecuencias humanitarias para los migrantes y en el deterioro de los Estados de derecho, sino también en un fabuloso coste de oportunidad para todas las partes en forma de beneficios económicos y demográficos no realizados. Para todos menos para la floreciente industria del control migratorio, nacido a la sombra de estas políticas (porCausa, 2017).

En segundo lugar, hay que señalar que. como consecuencia de la combinación de tres elementos —los crecientes recortes del estado social, la confusión sobre los modelos de gestión de la diversidad y el auge de partidos y posiciones políticas nativistas— se ha producido un proceso de recorte o desmantelamiento de las políticas de integración social en los países desarrollados. El efecto ha sido el empeoramiento de las condiciones de vida de la población inmigrante y el deterioro del trabajo comunitario y de gestión de la diversidad en lo local, especialmente en barrios populares.

Tres los elementos nucleares que toda buena política migratoria debería tener

Una nueva narrativa sobre las migraciones

Nos movemos en un marco narrativo securitario que vincula la migración con ideas de amenaza, invasión y recursos escasos, planteando la necesidad y posibilidad de ponerle freno. Este discurso ha generado un entorno de miedo en el que difícilmente pueden prosperar políticas alternativas a la contención. Por ello es fundamental cambiar de raíz el marco de referencia y plantear un debate diferente para el que proponemos algunas medidas (porCausa, 2019):

• Estructurar una narrativa que haga justicia a la complejidad de la migración como fenómeno natural y universal, inherente a la condición humana, y que no se puede parar, como muestra la abundante literatura al respecto. Frente a los discursos reduccionistas más extendidos es fundamental transmitir que, ante este hecho inevitable, está en nuestras manos que sea algo positivo para la sociedad en los planos económico, social y cultural. Hay que articular los discursos en torno a rostros de la migración que apenas tienen protagonismo: la migración como desarrollo, ya tratada previamente, o la riqueza cultural fruto de la diversidad y del movimiento.

• Cambiar el marco narrativo implica no hacer referencia a ninguno de los elementos que construyen normalmente los discursos migratorios. A menudo, esto implica dejar de hablar de migrantes para centrar el debate público en cuestiones relevantes pero invisibilizadas, como el malestar social o la precarización.

• Mostrar que la población inmigrante es, ya, parte consustancial de la población de los países de acogida y de su vida cotidiana. Una población con unos niveles de naturalización muy elevados, que está profundamente arraigada personal, familiar y socialmente, y que forma parte de su presente y su futuro.

• Es relevante, finalmente, atender a las audiencias en las que se desea influir al cambiar la narrativa. Diferentes estudios sobre el tema coinciden en distinguir tres grupos: odiadores o haters, sector antimigratorio convencido en el que difícilmente va a lograrse un cambio de percepción; convencidos o believers, aquellos posicionados claramente en favor de la migración y sobre los que no interesa enfocarse por estar ya ganados; y los indecisos o swingers, la zona gris, el colectivo intermedio cada vez más amplio, que no se declara fervientemente en contra, pero que en un momento dado sí puede ser permeable a los discursos de rechazo a la migración. Estos indecisos constituyen la audiencia objetivo del nuevo relato migratorio, por lo que es fundamental prestar atención a sus miedos e intereses a la hora de establecer los principios del debate y las estrategias de comunicación.

Una nueva gestión de flujos para optimizar el impacto de las migraciones en la prosperidad y el desarrollo

La movilidad de los trabajadores y de sus familias constituye una de las fuentes más eficaces de prosperidad para los migrantes y para sus países de origen. Pero los beneficios no se limitan en ningún caso a los migrantes y a sus comunidades de origen. Los estudios más ambiciosos sobre el impacto de los migrantes en las economías de destino (OCDE, por ejemplo) coinciden en señalar aportaciones destacables en materia de crecimiento, generación de empleo, incremento de la productividad o fomento del emprendimiento y la innovación. Esto ocurre sin que se produzca un impacto sensible en el nivel salarial de las poblaciones nativas ni en la calidad de servicios públicos como la sanidad.

Si las migraciones suponen un beneficio objetivo y las regiones más desarrolladas necesitarán en el futuro que los trabajadores migrantes sigan llegando —debido al envejecimiento demográfico—, se hace necesaria una reforma del modelo de puerta estrecha que impera hoy en la mayor parte de destinos. Algunos países, como Canadá, Nueva Zelanda o Alemania, se han adelantado proponiendo modelos de gestión de los flujos más flexibles. Su capacidad para amortiguar en parte las cautelas extremas del sistema y construir modelos mejor adaptados a la realidad puede granjearles importantes ventajas en el futuro. Y España puede abrir este debate para regiones como América Latina (Fanjul, 2019).

Lamentablemente, estos países son todavía mucho más la excepción que la regla. Por eso es importante que iniciativas como el Pacto Mundial por una Migración Ordenada, Regular y Segura, aprobado en diciembre de 2018, ayuden a replicarlas y llevarlas a escala (Fanjul, 2018).

Una política de integración

Finalmente, la tercera medida, pasa por impulsar un nuevo ciclo político en materia de integración, cuestión que debe ser clave en nuestra nuevas sociedades precarias y diversas. Una nueva política de estado, destinada no solo a la inmigración, sino al conjunto de una sociedad que ya es étnicamente diversa. Una política cuyos dos elementos centrales deberían ser las medidas de cohesión social para todos y las medidas de gestión de la diversidad en contextos sociales, especialmente los barrios populares, cada vez más marcados por la pluralidad étnica y racial (Fanjul y Moltó, 2019).

¿Qué nueva ciudadanía global nos permitirá cambiar el modelo migratorio imperante?

El concepto de ciudadanía global contempla el ejercicio de los derechos poniendo el foco en el ciudadano a título individual, en su capacidad de agencia en sus comunidades y en su consciencia del funcionamiento del sistema global. Esta articulación de lo local y de lo global pasa po r la aceptación del movimiento de las personas en un mundo interconectado y la gestión de la diversidad dentro de la propia sociedad (Carens, 2013). Sin embargo, el contexto en que se fraguó este proyecto ha cambiado. Este potencial escenario comprende unos derechos que hoy están siendo cuestionados, dándose de bruces con discursos nativistas que instan a los territorios a replegarse dentro de sus fronteras nacionales, bloqueando el movimiento de las personas. Se hace, por tanto, necesaria una adaptación del concepto de ciudadanía global frente a las crecientes reticencias en materia de interculturalidad y diversidad.

Ante estas dificultades, las nuevas narrativas son una herramienta clave capaz de reintroducir algunas certezas olvidadas o ignoradas en el debate público e interesantes para reformular el concepto. La principal de ellas es que “todos somos migrantes”. Los discursos más recurrentes sobre la migración hacen de esta una cuestión que parece concernir solo a un tipo de movimiento y a un perfil social cargado de connotaciones, reservándose para el resto otros términos como “expatriación”.

Al ser difícil generar movilización ante una cuestión que resulta ajena, es fundamental una ciudadanía global asentada y consciente de la universalidad de la migración. Solo una sociedad que se sienta migrante puede facilitar un cambio en el paradigma migratorio. Una nueva narrativa migratoria constituye una forma tanto de alcanzar una ciudadanía global como de ejercerla. Sin tratarse de un medio de comunicación, se convierte en una herramienta de cambio social en manos de los diferentes perfiles sociales que se adapta a los distintos grados de participación, desde ciudadanos de a pie cuyos espacios de incidencia no abarcan más de sus barrios o entornos íntimos, hasta activistas involucrados en movimientos sociales.

Algunos aprendizajes para el mundo educativo

Todos los resultados muestran que hay una profunda segmentación étnica y de clase en los resultados educativos. Con el fin de superar esos resultados es necesario construir una escuela pública, que no tiene por qué ser solamente estatal, que ofrezca igualdad de oportunidades y de resultados para todos, pero especialmente en los nuevos barrios populares étnicamente diversos. Una tarea que, al menos, necesita de tres elementos: inversión pública y dotación de medios, nuevas metodologías de trabajo que integren escuela y comunidad, y gestión de la diversidad. En España hay ejemplos prácticos y maravillosos de este tipo de escuelas que podrían servir de inspiración.

A su vez, se hace necesario que los programas educativos cuenten y normalicen el fenómeno migratorio, su nativismo y sus potencialidades, incorporando una perspectiva migratoria (Aja et al., 2000). Asignaturas como Historia, que normalmente no se estructuran en torno a este fenómeno, podrían hacerlo con plena legitimidad.

Ciudadanía global en el siglo XXI

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