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Crisis ecosocial, injusticia ecológica y ciudadanía global
ОглавлениеSantiago Álvarez Cantalapiedra
No heredamos la Tierra de nuestros ancestros, la recibimos prestada de nuestros hijos.
Proverbio kenyata.
La crisis ecosocial
En Los límites del crecimiento, encargado por el Club de Roma a un grupo de expertos en dinámica de sistemas vinculados al Instituto Tecnológico de Massachusetts (MIT) y publicado en 1972, se plantea por primera vez que la actividad humana ha adquirido una dimensión demasiado grande en relación con la biosfera y que esa escala desmesurada plantea el riesgo de colapsar los servicios de los ecosistemas y las funciones ambientales que proporciona la naturaleza.
En el año 1992, más de 1.500 científicos —entre los que se incluían la mayoría de los premios Nobel de ciencias que vivían por entonces — constataban, a partir de la evidencia empírica disponible y las tendencias en curso, que el rumbo que había adoptado la humanidad estaba empujando a los ecosistemas de la Tierra más allá de su capacidad de soportar la red de la vida. Esta primera advertencia de la comunidad científica mundial es conocida como “primer aviso”. Veinticinco años después, la comunidad científica lanza —tras analizar la evolución de los principales indicadores en el periodo trascurrido y evaluar las respuestas al primer llamamiento— un segundo aviso (Ripple et al., 2017) donde se denuncia el fracaso de la humanidad para resolver los retos ambientales enunciados en el primer llamamiento y se constata que, en la mayoría de ellos, estamos en una situación mucho peor que la de entonces. Especialmente preocupante es la trayectoria del catastrófico cambio climático debido a las crecientes emisiones de gases de efecto invernadero procedentes de la quema de combustibles fósiles, pero también a la deforestación y a los cambios en los usos de suelo asociados en gran medida a la ganadería de rumiantes y los altos niveles de consumo de carne. Además, se advierte de la sexta gran extinción, que está provocando la desaparición masiva de especies a un ritmo y con una extensión que no tiene precedentes. El mismo grupo de científicos que promovieron este “segundo aviso” ha publicado recientemente —el cinco de noviembre de 2019 y en la misma revista BioScience— un tercer llamamiento centrado en la emergencia climática: “World Scientists’ Warning of a Climate Emergency” (Ripple et al., 2020).
Entre tantas llamadas de atención que ha venido efectuando la comunidad científica, resulta especialmente relevante la Evaluación de los Ecosistemas del Milenio, publicada en 2005, en la que se constata —-treinta y tres años después del informe al Club de Roma sobre los límites del crecimiento— que alrededor del 60% de los servicios de los ecosistemas y las funciones ambientales que proporciona la naturaleza ya habían sido degradados y utilizados de forma insostenible.
Hay que tener en cuenta la dimensión internacional de esta evaluación de los ecosistemas. Participaron en el proyecto 1.360 expertos de todo el mundo, llegando a la conclusión de que la actividad humana está teniendo un impacto significativo y creciente sobre los ecosistemas y la biodiversidad del planeta, reduciendo la capacidad de la Tierra para albergar la vida (biocapacidad) y su resiliencia o capacidad de recuperación frente a la presión que ejerce el ser humano (Millennium Ecosystem Assessment, 2005).
Los expertos han establecido nueve límites, o umbrales críticos, relacionados con 1. El cambio climático, 2. La integridad de la biosfera o pérdida de sus funciones ecológicas, 3. La perturbación de los flujos biogeoquímicos —aportes de nitrógeno y fósforo a la biosfera—, 4. Los cambios en los usos del suelo, 5. La acidificación de los océanos, 6. El agotamiento del ozono estratosférico, 7. El uso del agua dulce, 8. La carga atmosférica de aerosoles y 9. La contaminación generada por nuevas sustancias — como, por ejemplo, contaminantes químicos, organismos genéticamente modificados, nanomateriales, microplásticos o residuos nucleares—.
Estos nueve procesos globales, tres de los cuales son ciclos biogeoquímicos, son esenciales para mantener las condiciones ambientales que han estado presentes en el planeta en los 12.000 últimos años. Todo parece indicar que se han sobrepasado los umbrales críticos o límites sostenibles de los cuatro primeros, restringiendo drásticamente nuestras posibilidades de un vivir civilizado e incluso, quizá, poniendo en riesgo la propia supervivencia de la especie humana (Rockström et al., 2009; Steffen et al., 2015).
Así pues, la humanidad se enfrenta a uno de los desafíos más críticos y decisivos de su historia, el denominado cambio global o conjunto de transformaciones socioambientales que incluyen el cambio climático, pero que no se reducen a él al incorporar también otros muchos procesos interrelacionados que amenazan con alterar sustancialmente las condiciones necesarias para sostener la vida humana tal y como hoy la conocemos. La situación es tan apremiante que se suceden los pronunciamientos de los científicos advirtiendo de la gravedad del momento en el que nos encontramos. Ya se ha mencionado que la última advertencia —realizada hace apenas unos meses y respaldada por más de 11.200 científicos de 153 países— declaraba de forma clara e inequívoca, a partir de la evidencia disponible y la obligación moral de la comunidad científica de señalar a la humanidad la existencia de una amenaza catastrófica, que el planeta Tierra se enfrenta a una emergencia sin precedentes (Ripple et al., 2020).
Considerando solo la desestabilización global del clima, que como hemos dicho no es más que uno de los síntomas de la grave enfermedad que padece la Tierra, podemos hacernos una idea del escenario en el que nos movemos. Con el cambio climático los fenómenos meteorológicos extremos —sequías, inundaciones, olas de calor, tormentas, etc.— se han incrementado en frecuencia e intensidad en las tres últimas décadas y, en consecuencia, también los desastres sociales vinculados con el clima. Por otro lado, el nivel del mar se está elevando y amplias zonas del litoral corren el riesgo de verse anegadas; este proceso, al igual que los eventos climáticos extremos, se ha acelerado en las últimas décadas.
Pero los impactos del calentamiento global no se reducen a los desastres generados por los fenómenos extremos o la elevación del nivel del mar. La modificación de los patrones del clima está generando también otras muchas alteraciones, como cambios en los regímenes de lluvias, en el grado de humedad de las tierras de cultivo y en los ritmos de erosión del suelo; también está incrementando el estrés hídrico de muchas zonas y provocando alteraciones en la flora y en la fauna.
Se desatan círculos infernales de retroalimentación positiva: si la pérdida de biodiversidad y el cambio climático contribuyen a poner en peligro la salud y la productividad de los suelos, a su vez la propia degradación de los suelos ayuda a acelerar el cambio climático y la hecatombe de la biodiversidad, incrementando la vulnerabilidad de miles de millones de personas (Unccd, 2017; WAD, 2019). En general, la desestabilización del clima está creando unas condiciones ambientales muy adversas que, al afectar a la producción de alimentos, al suministro de agua o a la salud pública, provocan crecientes situaciones de inseguridad humana por hambrunas, pandemias o desplazamientos forzados de población.
Hemos entrado en la era de las consecuencias, un período en el que debemos convivir de manera irremediable con los resultados de la crisis ecosocial. Algún autor ha utilizado, acertadamente, la expresión “convergencia catastrófica” para resaltar que los impactos de la crisis ecológica se combinan con los de otras crisis preexistentes ligadas a la pobreza y a la desigualdad, multiplicando y amplificando los conflictos en aquellas zonas de la geografía mundial donde se muestra más evidente esa convergencia (Parenti, 2011 y 2017). Pero las crisis ecológica y social no se entremezclan únicamente en el plano de las consecuencias. Ambas tienen unas raíces comunes. Los mismos elementos que provocan la degradación ecológica son los responsables del deterioro social, por eso el papa Francisco en su encíclica Laudato si’ (2015) afirma que “no hay dos crisis separadas, una ambiental y otra social, sino una sola y compleja crisis socioambiental” (n.º 139).
Una enorme injusticia ecológica
Las raíces del deterioro ecológico y social son culturales y económicas. La combinación de ambas manifiesta el cariz civilizacional que adquiere la crisis ecosocial. La civilización industrial capitalista en apenas dos siglos de existencia ha situado a la humanidad en una encrucijada al socavar las bases sociales y naturales sobre las que sostiene su idea de progreso (Álvarez Cantalapiedra, 2011 y 2019). Esta es su gran contradicción: desenvolverse bajo una estrecha racionalidad crematística que, beneficiando únicamente a una minoría, da lugar a una profunda irracionalidad social que amenaza con minar las bases que sostienen la vida en el planeta Tierra.
Las raíces culturales de este despropósito se encuentran en la mentalidad materialista y tecnocrática, exclusivamente orientada por la razón instrumental, basada en una fe ciega en el mercado y la tecnología y obsesionada por dominar la naturaleza y la acumulación de la riqueza y el poder. Las raíces económicas, abonadas por este paradigma de modernización, han redefinido profundamente las relaciones sociales y el régimen de intercambios que establecen las sociedades con el medio natural a través de un doble proceso de apropiación predatoria que alcanza tanto a la fuerza de trabajo humano como a los ecosistemas.
De este modo el sistema económico vive de la explotación de sus colonias y genera un modo de vida imperial. Como han señalado María Mies y Vandana Shiva, esas colonias son las mujeres, la naturaleza y los países del Sur: “Sin esa colonización, o sea, sin su subordinación en aras de la apropiación predatoria (explotación), no existiría la famosa civilización occidental ni su paradigma de progreso” (Mies y Shiva, 2015, 103).
La civilización industrial occidental, universal hoy, gracias a la globalización, no es más que el resultado histórico de la combinación de diferentes sistemas de dominación que han precipitado en el llamado capitalismo patriarcal colonial. Este sistema ejerce un dominio común sobre la naturaleza, la mujer y las culturas que, como las campesinas e indígenas, no se adecúan al molde de la modernidad capitalista occidental. Un dominio que solo es posible cuando esas realidades son consideradas como lo “otro” y son reducidas a sujeto pasivo e incluso a la condición de objeto (cosificación). Ese “otro” se representa como algo externo al hombre (varón, occidental), distinto a uno mismo, susceptible de apropiación y transformación según sus deseos, siempre con características inferiores, apropiables y transformables (Shiva, 2004).
Se comete una injusticia sobre ese otro al que solo se le reconoce en su inferioridad, rasgo común de cualquier visión colonial, racista y patriarcal, y se ejerce esa injusticia a través de los mecanismos de apropiación y transformación que terminan por destruirlo. El capitalismo cosifica la naturaleza y ejerce su dominación a través de múltiples instrumentos —políticos, económicos o financieros—), entre los que el extractivismo sobresale por su violencia.
El extractivismo es el principal perpetrador de la injusticia ambiental en nuestros días. La extracción predatoria de los recursos naturales tiene una larga historia, pero desde finales del siglo XX y primeros lustros del XXI la expansión de megaproyectos con el único propósito de extraer y exportar grandes cantidades de recursos naturales hacia los grandes centros de producción se ha convertido en algo habitual en amplias zonas de la periferia mundial, particularmente de América Latina y África.
El extractivismo consagra un régimen claramente insostenible. El funcionamiento de una sociedad depende de los flujos continuos de recursos intercambiados con la naturaleza. A esto lo denominamos metabolismo socioeconómico. La civilización industrial capitalista indujo el tránsito desde un régimen metabólico basado en los flujos de recursos bióticos (renovables) que nos brinda la naturaleza viva a otro que depende de los stocks de recursos fósiles y minerales que extraemos de la corteza terrestre (no renovables). Dicha civilización se ha expandido por todo el mundo a lo largo del siglo XX, sobre todo a partir de su segunda mitad, cuando se aceleran los ritmos de extracción de recursos y de emisión de residuos, dotando a las sociedades humanas de una destructividad sobre el mundo natural nunca vista.
Esa inyección de recursos acelera la población mundial, el proceso urbanizador, los niveles de transporte, la producción y el comercio internacionales, el consumo global de agua, de fertilizantes, las capturas pesqueras, etc. Prácticamente nada queda al margen de este impulso voraz: incluso la arena, una materia prima hasta hace poco abundante y barata, en la actualidad se torna escasa debido al elevado ritmo extractor. Sin embargo, esa vorágine extractiva genera, tras una apariencia de prosperidad material sin término, un proceso acelerado de degradación de los ecosistemas —desaparición de bosques tropicales, pérdida de biodiversidad, concentración de gases de efecto invernadero en la atmósfera, acidificación oceánica, contaminación química en los lugares más remotos, etc.—.
Para hacernos una idea de la escala que han alcanzado las dinámicas extractivistas hay que recurrir al Panel Internacional de Recursos de las Naciones Unidas, un panel que evalúa las cinco décadas trascurridas desde 1970 a 2017 en 191 países. Solo así podremos percatarnos de la dimensión física de la economía mundial. Dicho panel estima que alrededor de 90.000 millones de toneladas son extraídas cada año. Ahí se contabilizan las toneladas extraídas de biomasa —que incluye materiales como la madera, los cultivos alimentarios o los materiales de origen vegetal—, combustibles fósiles —carbón, gas y petróleo—, metales —preciosos y no preciosos, como el hierro aluminio o cobre— y minerales no metálicos —básicamente arena, grava y piedra caliza usadas en la construcción y en los procesos industriales—. Aunque el extractivismo se asocia habitualmente con la minería y la extracción de hidrocarburos, los datos anteriores muestran también que las explotaciones agrícolas, ganaderas y forestales en forma de monocultivo, así como las piscifactorías y camaroneras orientadas a la exportación deben ser consideradas parte del mismo proceso.
El extractivismo despliega un amplio abanico de consecuencias económicas, ecológicas, sociales y políticas sobre los territorios por los que se expande. Tiene importantes consecuencias en el modelo de desarrollo económico porque profundiza el subdesarrollo y la condición periférica de los países donde se desarrolla la actividad extractiva. Tiene también un importante impacto ecológico al no contemplar la naturaleza como lo que verdaderamente es, un entramado de vida, sino como un stock de recursos que se pueden extraer, incorporar a los mercados y valorar monetariamente en cuanto que insumos para la producción industrial.
Esta apropiación y transformación de la naturaleza conduce a la destrucción de las funciones y servicios ambientales cruciales para la vida y hace colapsar a los ecosistemas. De todo ello no dejan de desprenderse importantes consecuencias sociales, entre las que cabe destacar la destrucción que el extractivismo inflige a pueblos indígenas y comunidades campesinas al depender su existencia de la salud de unos ecosistemas a los que acceden, por lo general, como recursos de uso común gestionados colectivamente. En el plano político las consecuencias no son menores. En este tipo de desarrollismo es habitual que las empresas trasnacionales adquieran un protagonismo inusitado y que su influencia en la política sea enorme, debilitando la vida democrática y capturando las instituciones del Estado y muchos de sus principales contrapesos, como por ejemplo los medios de comunicación.
Estas dinámicas, emanadas de unas estructuras económicas y de unas instituciones políticas, hacen posible el modo de vida imperial, así denominado al descansar en la apropiación a escala planetaria de los recursos naturales, la explotación a esa misma escala de la fuerza de trabajo y la externalización de los costes sociales y ecológicos a terceros. A través de este modo de vida arraigan y se hacen cotidianos, en sectores amplios de la sociedad adquisitiva mundial, ciertos comportamientos característicos de la civilización industrial como el uso del coche, el consumo de carne, la compra de electrodomésticos o, en general, el paquete estándar de bienes consumo. Pero la extensión de los patrones de producción y consumo que disfruta una parte de la población mundial empeora las condiciones de vida de toda la humanidad, amenazando de forma inmediata la vida de los más pobres. El modo de vida imperial es un modelo que genera bienestar a unos pocos a costa del malestar de la mayoría. Es un modo de vida que revela las profundas relaciones existentes entre la riqueza del Norte y de los ricos y el deterioro de las condiciones de vida de los pobres y los conflictos en el Sur (Brand y Wissen, 2019). Es un modo de vida que expresa una enorme injusticia social y ambiental.
El ecologismo de los pobres
Aún hoy un amplio porcentaje de la población de la periferia de la economía mundial es rural en el sentido estricto de dedicarse a actividades de apropiación de la naturaleza —agricultura, ganadería, pesca, recolección o silvicultura—. Hacen lo que hasta hace poco hizo siempre la humanidad a lo largo de su historia: recolectar y cultivar alimentos. Y lo hacen de una manera tradicional, en el marco de lo que podemos denominar el modo agrario tradicional o campesino, caracterizado por la producción a pequeña escala orientada al autoconsumo o a los mercados locales, con empleo de energía solar —músculo humano o animal, agua, viento y biomasa— y recursos autóctonos. Son ecologistas, aunque no sean conscientes de ello, pues organizan sus vidas a partir de los recursos bióticos presentes en su territorio, siguiendo un modelo de desarrollo acorde con la naturaleza, concebida no solo como el hogar que proporciona los recursos necesarios para su reproducción, sino también como la maestra que enseña a manejarlos.
En un momento en que la civilización industrial capitalista nos coloca frente al colapso ecológico, estos pueblos se organizan comunitariamente y ofrecen un modo de vida íntimamente ligado a la naturaleza a través de sus cosmovisiones, conocimientos y prácticas productivas, manteniendo una relación profunda y sabia, en el orden material y espiritual, con su territorio. Mientras la crisis ecosocial representa la principal amenaza existencial de la actualidad, el ecologismo popular de los pueblos y comunidades que viven armónicamente en sus territorios desde tiempos inmemoriales representa la lucha frente a las dinámicas ecocidas y una reserva de sabidurías y enseñanzas capaz de iluminar una auténtica ciudadanía global. ¿Por qué? Porque a diferencia del modo imperial de vida, el modo de vida de los pueblos y comunidades que practican el ecologismo desde antes de que se inventara el término es el único capaz de universalizarse y garantizar la sostenibilidad sin necesidad de exclusiones.
Ciudadanía global
Vivimos con la sensación de caminar sobre una superficie que se resquebraja. A esta fragilidad se suma la incertidumbre ante unos procesos que parecen fuera de control y sobre los que nuestro conocimiento resulta muy parcial. La inseguridad y el miedo que se desprenden de esta fragilidad e incertidumbre deberían conducirnos a interrogarnos sobre cuestiones que, solemnemente, podríamos denominar esenciales, como ocurre en el plano personal cuando experimentamos situaciones cercanas a la enfermedad o a la muerte. Pero, por el momento, no hemos sido capaces de destilar la suficiente sabiduría como para proporcionar respuestas en positivo. Antes bien, predomina la reclusión en comunidades cerradas, la obsesión por trazar fronteras y por individualizar la gestión de unos riesgos cuya naturaleza es marcadamente global con la vana ilusión de que así se logrará la protección necesaria. Unas respuestas que no hacen sino profundizar el autoengaño.
Podemos enunciarlo de forma muy sintética: las respuestas individuales y los repliegues nacionales no son la solución a unos problemas que son globales y cuyas causas son estructurales; necesitamos con urgencia construir ciudadanía global, una ciudadanía que, en coherencia con los que venimos diciendo, debe estar bien informada, ser radical, resaltar su dimensión política y moral y beber de todas las fuentes de sabiduría a su alcance. Una ciudadanía bien informada con los conocimientos que proporciona la ciencia para ser conscientes de que la acción humana no está a la altura de la complejidad que ella misma genera. Las enormes capacidades productivas que otorgan la economía y la tecnología se han utilizado sin plena conciencia de las consecuencias que conjuntamente tienen sobre la naturaleza y el funcionamiento del planeta Tierra.
Una ciudadanía bien informada científicamente para romper con la ignorancia interesada y con la indiferencia general convertida en el principal peso muerto de la historia. Una ciudadanía radical en la medida en que no desatiende las raíces culturales y económicas de la crisis ecosocial actual. Una ciudadanía que realza su dimensión poliética (Fernández Buey, 2003) porque es capaz de fusionar la responsabilidad moral de nuestros actos con la política, desvelando cómo se articulan y apoyan entre sí los sistemas de dominación capitalista, patriarcal y colonial. Una ciudadanía que se nutre de la sabiduría de los pueblos originarios, de las culturas campesinas y de las experiencias de cuidado que han practicado tradicionalmente las mujeres, que alcanza a reconocer que la humanidad depende de la naturaleza de la que forma parte, que somos naturaleza y que esta ecodependencia es constitutiva de nuestra condición humana, de modo que negarlo implica negarnos a nosotros mismos, mientras que reconocerlo supone asumir responsabilidades.