Читать книгу Aguas torvas - Raúl Sánchez Robles - Страница 15
ОглавлениеCon la idea de tener control con su dinero y a quién lo destinaban, los patrones de las principales familias marcaban los billetes de cien dólares con los que pagaban a sus proveedores. Ponían un sello poco perceptible, pero muy personalizado cerca de Benjamín Franklin, así, si aparecían billetes con otras marcas cuando se les pagaba alguna transacción, sentían que le estaban ganando terreno a la competencia; para ellos era una verdadera satisfacción, hasta había quien coleccionaba las marcas de sus adversarios y las exhibían en vitrinas mandadas hacer para tal fin resaltando la «marca» de sus antagonistas, en sus fiestas y reuniones las ponían a la vista de todos sus invitados, que con molestia identificaban sus símbolos personales fingiendo indiferencia. No siempre les llegaban mediante el pago que recibían de algún negocio, otras veces aparecían entre fajos de billetes que habían recibido en sus casas de cambio, que como lavadoras de dinero cuyo origen turbio no podían justificar, tenían en el centro de Guadalajara, Mazatlán, Culiacán, León, Hermosillo, Tijuana y Mexicali, principalmente, aunque también las había en pueblos u otras ciudades importantes cercanas a la Perla Tapatía y en otras fronteras del norte del país. Pepe tenía algunos de estos giros, y en terceros estaba como socio anónimo, para marcar cierta distancia por si algo pasaba. Nunca quiso apostar todo a una mano, decía que distribuir los huevos en varias canastas le daba seguridad.
En una remesa le llegaron tres billetes de cien dólares con la marca que les había puesto a los que envió con el Macachán, hacía ya un par de años, su pulso se aceleró y los apartó del refajo, llamó a la sucursal que los recibiera en busca de informes de quién los había cambiado. Cuando empezó la broma de burlarse de los demás por esta razón, casi todos los casacambistas instauraron un sistema de identificación de quien los canjeaba por dinero mexicano, les pedían credenciales oficiales y los datos de su domicilio, años más tarde, la pgr obligó a estos giros para que cualquier transacción de moneda extranjera se sometiera a este control, de tal manera que fuera posible identificar a quien operara con dólares para ver si estaba relacionado con algún grupo cuyos negocios eran opacos, muy poco claros; así fue como le dijeron que quien los llevaba vivía en Tlaquepaque, en la calle fulana, con tal número, que era un hombre de veinticinco años y que nunca antes había cambiado dólares con ellos, o al menos no aparecía en sus registros. Él personalmente hizo guardias fuera de la casa en cuestión para descubrir al indiciado, al ignoto hasta ese momento. Era una casa grande y de reciente remodelación, preguntó a vecinos del lugar quienes le dijeron que, de la noche a la mañana, la casa, de ser una modesta finca, se le fueron haciendo mejoras hasta llegar a ser la más bonita de la cuadra y de las mejores en toda la colonia, pensaba cosas atroces, pero los propietarios parecían ser gente tranquila, sencilla, que no gustaba de negocios tan riesgosos como los de él. Sentado en una de sus camionetas más modestas, para no llamar la atención, hacía plantones de horas enteras viendo quién entraba y quién salía de la casa. Un matrimonio de edad avanzada, de humilde estampa, eran los jefes de familia, y dos muchachos de entre veinte y veinticinco años parecían ser todos los habitantes. Los hijos eran un hombre y una mujer. El muchacho estudiaba en la Universidad de Guadalajara una carrera, que le dijeron los vecinos, no entendían para qué servía, Geografía. Pero descubrió que con frecuencia salía con una mochila de campamento y duraba todo el fin de semana fuera de casa, traía un jeep casi nuevo y bien equipado para el campo, a veces iba con otros muchachos, pero en otras ocasiones iba solo, acompañado nada más por un perro pastor alemán. Una de esas veces en que se fue solo, decidió seguirlo. Cuando conducía por la carretera a Tequila se preguntaba qué estaba haciendo, en caso de topar al muchacho cuál sería su reacción, qué le cuestionaría, pero continuó tratando de no llamar la atención. Iban por la carretera libre, pasó El Arenal y a lo lejos escuchó que el ferrocarril pitaba para que le despejaran la vía, conocía la carretera y sabía que en pocos kilómetros estaba otro entronque donde el cruce podría separarlo de su objetivo, así que se le acercó arriesgando el anonimato, rogó para que no llegaran después que el tren al crucero, pero el estudiante manejaba con rapidez y pudieron pasar mucho antes que la locomotora. Al llegar al panteón de Amatitán dieron vuelta a la derecha, pasaron por la Hacienda del Refugio, luego un camino de terracería angosto, apenas sí podrían caber dos autos si se encontraran, le dio espacio a las distancia entre ambos, se escondía en la nube de polvo que levantaban las llantas del jeep, como precaución tomó caminos vecinales y consideró dejar que se adelantara aún más para que ya no lo viera, pero preguntaba por él, cuando se encontraba a personas que deambulaban por los caminos de terracería, es un jeep de este modo y de este otro, pasó por aquí hace rato, se fue por allá, le contestaban, luego de horas encontró el jeep parado entre unos árboles, el cofre del vehículo estaba frío, tenía mucho tiempo con el motor apagado, se estacionó a un lado y bajó para seguir a pie por el camino que evidentemente era de poco uso, comprobó que su arma estaba cargada, lista. Apenas si se notaba la línea del sendero, aunque estaba marcado como tal, tenía algo de hierba crecida que casi lo tapaba, descubrió las huellas de las botas y algunas de pata de perro, las siguió. La tarde caía y se sintió inseguro, no iba preparado para acampar y mucho menos traía la ropa apropiada para andar en el campo, con resignación se regresó a su camioneta a la que llegó ya entrada la noche, se arriesgó para regresar a Amatitán porque traía hambre y frío, se perdió varias veces pero descubrió a la distancia la luz en el cielo que lo guiaron hasta el pueblo, no era muy tarde, pero a esas horas ya casi todos los negocios estaban cerrados. Cerca de la gasolinera encontró una tienda donde compró café caliente y algo de comida rápida, por la carretera no encontró un lugar donde descansar y entró al pueblo.
Amatitán es una población pequeña y pintoresca que transporta al pasado, sus calles son muy angostas, y parece que fueron diseñadas para que transitaran nada más carretas jaladas por caballos en un solo sentido; las fachadas de sus casas parecen decimonónicas si no es que más antiguas, sus techos a dos aguas y de tejas rojas le dan un aspecto rústico, pero con cierto dejo de elegancia, los callejones suben o bajan, como diría Juan Rulfo, dependiendo de si vas o vienes, parece un pueblo minero de vías perfectamente empedradas que reflejan la luz de la luna por todo el suelo, con iglesia al centro, su atrio franciscano al frente, pero, extrañamente la plaza con su quiosco detrás del templo, en la torre se ve el trabajo de Luis Barragán y hay quién afirma que cuenta con obra de Clemente Orozco. Fincado sobre un terreno muy accidentado, hay casas que parecen estar escalando entre los cerros, otras dan la impresión de estar colgadas y, quien observa desde alguna loma, puede ver un especie de vaho que exhala el caserío a manera de aura beatífica, o como su propia alma, por las mañanas el canto de los gallos en los corrales y el humo de sus cocinas embalsaman el olfato a tortilla recién hecha, se pueden imaginar las viandas dispuestas a los comensales ya a la mesa o al pretil, el café en jarro de barro aromatizado con canela, su gente pronta para enfrentar las faenas.
Rentó una modesta habitación de hotel pero con un balcón que le mostró los techados de buena parte del pueblo. Todo estaba sereno, contrastando con la agitación que traía en su espíritu. Por varios segundos clavó la mirada en los tejados como hipnotizado, «¿qué habrá pasado con El Macachán?», se preguntaba taladrándose el ánimo. Aspiró profundo y prolongado el aire puro de provincia y se recargó en el barandal del balcón, «se me antojó un tequila», se dijo, luego cerró el ventanal introduciéndose a la habitación desde donde le hizo una llamada a su mano derecha.